David Redoli Morchón, Miembro del Consejo Directivo de la Asociación de Comunicación Política –ACOP, @dredoli

Robert Lerhman, el experimentado director de la oficina de discursos del vicepresidente estadounidense Al Gore, escribió en The New York Times (no hace mucho) que la vida del redactor de discursos políticos es decepcionante si “esperamos ver resultados inmediatos de nuestro trabajo”. Y es que un speechwriter no es protagonista de nada: no es más que un miembro más, en la sombra, del equipo de asesores de un político. Ni más, ni menos. Un asesor que, eso sí, escribe de media unas 25.000 palabras al mes que suelen ser escuchadas por cientos, por miles (o por millones) de personas.

Es cierto, no obstante, que el escritor de discursos es uno de los asesores más próximos al líder. Es la persona que ayuda a que sus ideas y sus mensajes queden pegados en las cabezas y en los corazones de los ciudadanos. Es la persona que facilita la comunicación del político. Es la persona que cincela frases que pasarán desapercibidas o que serán históricamente recordadas por arreglar problemas, por firmar paces o por declarar guerras. Pero, en esencia, el speechwriter es, sencillamente, un obrero de las palabras, un escultor de conceptos.

Desde que Tucídides, en la Grecia clásica, utilizara el término “logógrafo” para refe­rirse a los escritores de discursos públicos, no ha cambiado mucho el oficio. Hoy los logógrafos hacen un trabajo similar al que hacían hace miles de años sus antepasados: ordenan ideas y procuran que el lenguaje brille al pronunciarlas. Algo que tiene mucho que ver con lo que el Premio Nobel de Economía Daniel Kahneman ha descrito como nuestra necesidad y nuestro continuo intento de dar sentido al mundo a través de narraciones e historias, tan emocionales como racionales, tan rea­les como desfiguradas.

En países como Estados Unidos o el Reino Unido los logógrafos son un colectivo consolidado. Es más, se considera una auténtica profesión, que cuenta con prestigiosos profesionales con amplio reconocimiento público y académico. Ejemplo de ello son Ted Sorensen (el logógrafo de Kennedy), William Safire (el encargado de escribir el discurso de dimisión del presidente Nixon, en agosto de 1974, junto con Ray Price), Ann Lewis (la mano que mecía la comunicación de Bill Clinton), Charlie Fern (la escritora para George W. Bush) o el joven Jon Favreau (redactor jefe de los discursos de Obama entre 2007 y 2013). Los nombres de todos ellos han quedado íntimamente ligados al de los líderes norteamericanos a los que sirvieron.

Sin embargo, en otras latitudes los logógrafos no son muy numerosos (ni muy conocidos). Son aún profesionales en ciernes. Suelen ser personas con sólida formación académica y que han trabajado muchos años en el contexto de la política (siempre en segunda línea). Existen, por lo tanto. Otra cosa es que no conozcamos sus nombres y apellidos.

No obstante, poco a poco, empieza a reconocerse la labor de los profesionales de las bambalinas políticas. Así, por ejemplo, en sus memorias, Fernando Ónega explica cómo, entre 1976 y 1978, asesoró en sus discursos al recientemente fallecido primer presidente de la democracia española, Adolfo Suárez, y explica, por ejemplo, cómo cinceló la famosa frase «puedo prometer y prometo», que ha pasado a la historia de nuestra transición a la demo­cracia.

Lo que está claro, ya en pleno siglo XXI, es que los ciudadanos tienen derecho a saber quiénes asesoran a los políticos que ellos han elegido a través de las urnas. En países de amplia tradición democrática los asesores políticos son consustanciales al ejercicio de la política (y de la calidad de la democracia). Por eso, en las poliarquías más consolidadas está perfectamente asumido que un buen político debe ro­dearse de un sólido (y públicamente reconocido) equipo de profesionales para hacer bien su trabajo. Y entre los miembros de ese equipo siempre habrá un logógrafo: alguien encargado de escribir y de articular los discursos, alguien al mando de confeccionar las intervenciones públicas, esa herramienta clave de la comunicación política. Lo que hemos visto en exitosas series de ficción como “El ala oeste de la Casa Blanca” no dista tanto de la realidad.

Vivimos en la era de las “mediocracias”, donde los medios de comunicación juegan un papel crucial como mediadores entre el poder y la ciudadanía. Por eso, en una arena pública tan confusa, tan cacofónica y tan vertiginosa como la actual, tan expuesta a los medios de comunicación y a las redes sociales, solo los candidatos y los líderes con discursos políticos nítidos, reconocibles y bien articulados acabarán fraguando. Así lo resume el sociólogo Luis Arroyo, al concluir su extraordinario libro “El poder político en escena”: “sobreviven (los líderes) que dan con la narrativa oportuna, quienes resultan creíbles al contarla y quienes la representan sin descanso”.

Las propuestas, las ideas, la comunicación y la ejecución de las mismas constituyen la propia esencia de la política. No es casual que así lo certificaran en sus escritos los hermanos Quinto y Marco Tulio Cicerón, en el siglo I antes de Cristo. Ya existían por entonces campañas electorales, logógrafos y candidatos (el nombre candidatus deriva de la toga blanca que vestían los postulantes en la Roma clásica, para ser fácilmente identificados cuando ponían en marcha su candidatura al consulado –o a cualquier otro alto cargo público).

Y es que los discursos no tienen lugar en el vacío. Son herramientas completamente contextuales. De ahí que haya que exigirles (tanto a sus creadores como a sus de­clamadores) contenidos sólidos, propuestas políticas de fondo, acompañadas de mucho trabajo didáctico, para que sean bien comprendidas cuando sean recogidas, explicadas y difundidas por la prensa, por la radio, por la televisión y por Internet.

En consecuencia, hacer buenos discursos públicos será parte de la mejora de la re­presentación política que tanto necesitamos. Un discurso no debe servir para escuchar palabras vacías de significado o bonitas promesas, sino para comprender las implicaciones de las propuestas políticas y exigir su cumplimiento. Así empieza, en definitiva, el rendimiento de cuentas de aquellos que gestionan nuestras instituciones (y nuestros impuestos).

Cuenta David Gergen, asesor de comunicación de los presidentes norteamericanos Nixon, Ford, Reagan y Clinton y actual profesor de la Universidad de Harvard, que en su discurso de despedida Reagan dijo: “No fui un gran comunicador, pero comuniqué grandes cosas”. Pues bien, de eso tratan los logógrafos: de ayudar a comunicar bien, las grandes y las pequeñas cosas; de ayudar a entender y a comprender; de ayudar a conversar con los ciudadanos a quienes aspiran a ganar (o a mantener) la responsabilidad de diseñar y de ejecutar las políticas que determinan el curso de nuestras vidas.

Se trata, en esencia, de esculpir bien el lenguaje de la democracia.

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