Tres de cada cuatro brasileños pedían un cambio de rumbo, y cientos de miles habían salido a las calles un año antes para exigir menos corrupción, mejores servicios públicos y una democracia renovada. No era una protesta dirigida exclusivamente contra el Ejecutivo de Dilma Rousseff, sino contra un Congreso anquilosado y un buen puñado de gobernadores y alcaldes impopulares. Y sin embargo, ese cambio de rumbo tendrá que esperar. Porque a la hora de la verdad, los votantes terminaron reeligiendo a los mismos políticos de siempre –o a sus herederos– y colocaron en la segunda vuelta de las presidenciales a los dos partidos que llevan 20 años turnándose en el Palacio de Planalto.

Luis Tejero, consultor político y ex corresponsal en Brasil. Autor de La construcción de una presidenta.

Brasil acaba de atravesar una de las elecciones más agitadas desde que volvió a ser una democracia en los años 80. Antes de las multitudinarias manifestaciones de junio de 2013, Dilma Rou­sseff parecía caminar hacia una reelección casi garantizada: el 56% tenía intención de votarla. Pero la insatisfacción popular hizo mella en la presidenta, que repentinamente se convirtió en una candidata vulnerable al desplomarse por debajo del 30% en las encuestas.

Dilma encajó el golpe, reaccionó con mano izquierda ante las protestas y, pese a haber perdido popularidad, consiguió arrancar la campaña en julio de 2014 con el cartel de favorita. Así se mantuvo hasta mediados de agosto, cuando un accidente aéreo transformó drásticamente las previsiones. La tragedia revolucionó el panorama político. No sólo porque acabó con la vida de Eduardo Campos, aspirante a la Presidencia y tercero en los sondeos, sino, sobre todo, porque el ex gobernador fue sustituido por una candidata mucho más conocida y que ya había obtenido casi 20 millones de votos en las anteriores elecciones: Marina Silva.

Si Campos figuraba en las encuestas con a­penas un 8%, Marina irrumpió con un 21%. En medio de la conmoción y la sorpresa, la ex senadora y ex ministra de Lula tardó sólo dos semanas en escalar hasta el 34%, empatar con Dilma e incluso emerger como favorita en las simulaciones para la segunda vuelta. En cuestión de días había seducido a un he­terogéneo bloque de electores con su discurso en defensa de la “nueva política” frente a la “vieja política” de los grandes partidos.

Pero tan rápido como subió, cayó. Marina fue víctima de los contundentes ataques de sus rivales, que la acusaban de ser frágil y superficial, aunque también se hundió como consecuencia de sus propios errores y contradicciones. El ejemplo más claro fue su marcha atrás respecto al matrimonio homosexual y la criminalización de la homofobia: en menos de 24 horas pasó de apoyar ambas cuestiones a retractarse bajo la presión de influyentes líderes evangélicos.

Eslóganes de cambio

Así fue como el tsunami se convirtió en una inofensiva olita, tanto que Marina Silva quedó eliminada por más de 12 millones de votos de diferencia. En ausencia de la representante de la “nueva política”, la segunda vuelta se ha disputado entre dos candidatos que decían abanderar el cambio. Por un lado, la presidenta izquierdista Dilma Rousseff, con sus eslóganes “Muda mais” (Cambia más) y “Governo novo, ideias novas” (Gobierno nuevo, ideas nuevas). Por otro, el senador y ex gobernador moderado Aécio Neves, que competía bajo el mismo lema que utilizó su abuelo Tancredo en su victoriosa campaña de 1985: “Muda Brasil” (Cambia Brasil).

En otras palabras: continuidad con cambio de la mano del Partido de los Trabajadores (PT), en el poder desde 2003, o cambio con continuidad a cargo del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), que gobernó entre 1994 y 2002 y que, a pesar de su nombre, en Europa equivaldría al centro-derecha.

El doble choque electoral, primero entre la “nueva” y la “vieja” política, y después entre el PT y el PSDB, dio como resultado una campaña más agresiva de lo habitual para los parámetros del país. El presidente de la Asociación Brasileña de Consultores Políticos (ABCOP), Carlos Manhanelli, ha llegado a asegurar que en sus 40 años de carrera no había vivido una contienda tan “rastrera” y llena de “trucos sucios y difamaciones”.

Campaña negativa

Una forma de medir el grado de negatividad de esta campaña recién concluida es a través de la televisión, un medio cuya influencia en la sociedad brasileña sigue siendo notable. En cada ciclo electoral, los partidos disponen de un espacio gratuito para emitir sus anuncios y alcanzar las pantallas de millones de hogares. El tiempo es proporcional a la re­presentación parlamentaria, de modo que, en esta ocasión, Dilma tenía 11 minutos y medio en cada bloque de propaganda política, frente a los 4 minutos y medio de Aécio y los escasos 2 minutos de Marina.

Felipe Borba, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad del Estado de Río de Janeiro (UERJ), ha estudiado las elecciones presidenciales desde 1989 hasta 2010 y ha concluido que los candidatos que encabezan las encuestas suelen dedicar sólo el 3% de ese tiempo a atacar a sus rivales. Sin embargo, en 2014 ha sido diferente. Dilma, favorita durante la mayor parte de la campaña, probablemente invirtió hasta un 15% de su propaganda televisada en la primera vuelta para “deconstruir” la imagen de Marina ante los ojos del electorado.

En una de esas piezas publicitarias, la campaña de Dilma arremetía sin sutilezas contra el programa económico de su adversaria. “Marina ha dicho que, si es elegida, va a dar autonomía al Banco Central. Parece algo distante de nuestras vidas, ¿no? Parece, pero no lo es”, advertía una voz en off mientras las imágenes mostraban una reunión de banqueros sonrientes y encorbatados.

A continuación, el spot pasaba a un segundo escenario con otros protagonistas: una fami­lia cualquiera, en un casa cualquiera, a la hora de comer. “Eso [el plan de Marina] significaría entregar a los banqueros un gran poder de decisión sobre tu vida y la de tu familia. Los intereses que pagas. Tu empleo. Los precios. Y hasta los salarios”. En ese momento, la comida comenzaba a desaparecer de los platos, y la jarra y los vasos se vaciaban de repente. “O sea: los bancos asumen un poder [que debería ser] del presidente y del Congreso, elegidos por el pueblo. ¿Quieres darles ese poder?”.

Nuevas reglas

Los ataques frontales continuaron en la segunda vuelta, ya con Dilma y Aécio como únicos candidatos, y con tanta agresividad que el Tribunal Superior Electoral (TSE) se vio obligado a intervenir para rebajar el tono de la campaña. A 10 días de la cita definitiva con las urnas, los magistrados determi­naron que los anuncios de televisión y radio no podían servir para “atacar” a los rivales, sino que debían ser “programáticos” y “pro­positivos”. “El debate puede ser ácido o duro, pero relativo a cuestiones de políticas públicas”, aclaró el TSE.

La decisión llevó a la suspensión de varias piezas publicitarias. A Dilma se le prohibió emitir, entre otros, un spot que recordaba cómo Aécio se negó a hacer un test de alcoholemia en 2011 en Río de Janeiro. Del mismo modo, el candidato del PSDB no pudo difundir un anuncio donde se decía que el hermano de la presidenta había sido enchufado en el Ayuntamiento de Belo Horizonte, pero que “nunca apareció para trabajar”.

Al margen de cuestiones éticas, la pelea de barro siempre favoreció a Dilma. Pero no por ser una candidata aparentemente más dura que sus rivales, sino porque contaba con la ayuda inestimable del marqueteiro João Santana. De la misma manera que George W. Bush elogió a Karl Rove como “el arquitecto” de su reelección en 2004 y Barack Obama homenajeó a David Plouffe como “el héroe no reconocido” de su victoria en 2008, este periodista y músico de Bahía está considerado como el genio creativo detrás de las tres últimas campañas del PT. A sus éxitos con Lula y Dilma se añaden, en los últimos cinco años, los triunfos del salvadoreño Mauricio Funes, el dominicano Danilo Medina, el angoleño José Eduardo dos Santos y los venezolanos Hugo Chávez y Nicolás Maduro.

Duelo de ‘marqueteiros’

João Santana es admirado y odiado a partes iguales. Fernando Meirelles, director de Cidade de Deus y asesor de Marina Silva, llegó a compararlo en septiembre con el propagandista nazi Joseph Goebbels. Lo mismo hizo Aécio Neves unas semanas después. Pero lo cierto es que la estrategia del asesor de Dilma Rousseff dio exactamente el resultado que él buscaba: perjudicar la imagen de sus contrincantes para que cada vez menos brasileños estuvieran dispuestos a darles su voto.

En agosto, cuando Marina entró en campaña en lugar del fallecido Campos, sólo un 11% del electorado decía que no la apoyaría “de ninguna manera”. Mes y medio después, esa “tasa de rechazo” se había disparado hasta el 25%. En el caso de Aécio, ese indicador aumentó desde un 16% en julio hasta un 21% en vísperas de la primera vuelta, y del 34% al 41% durante la segunda vuelta.

En cambio, el porcentaje de brasileños que se negaban a votar a Dilma se mantuvo estable durante la primera vuelta (32%) e incluso disminuyó durante la fase final, al empezar con 43% y concluir con 37% justo antes de la votación definitiva. En ese aspecto, no puede decirse que tuvieran demasiado éxito los marqueteiros de la oposición.

Aécio estuvo asesorado por Paulo Vasconcelos, quien ya había llevado sus campañas a gobernador y senador, mientras que Marina se dejó aconsejar por el sociólogo argentino Diego Brandy, quien anteriormente había trabajado para Carlos Menem y Eduardo Duhalde.

En cualquier caso, el clima de bronca en la calle y en los medios de comunicación terminó alejando de las urnas a una parte de los ciudadanos. En la primera vuelta se registró el mayor índice de abstención (19,4%) y de votos en blanco (3,8%) desde la reelección de Fernando Henrique Cardoso en 1998. Y ello a pesar de que en Brasil el voto sigue siendo obligatorio, aunque sea de forma casi simbólica, puesto que la multa habitual equivale a un euro.

Hartos de que los candidatos se tacharan de corruptos mutuamente y se enzarzaran en discusiones sobre los errores del pasado en lugar de proponer soluciones para el futuro, aquel domingo 42 millones de brasileños decidieron quedarse en casa o, al menos, no apoyar a ninguno de los tres grandes aspi­rantes. Tal vez el mejor resumen de la campaña sea un dicho local que muchos repitieron en las redes sociales durante los debates finales entre Dilma y Aécio: “Es un sucio hablando de un mal lavado”.

 

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