Carlos Ruiz Mateos@ruizmateos. Especializado en asuntos públicos y comunicación política.

Martes 30 de junio de 2015. Cinco de la tarde. Las escaleras de acceso al ayuntamiento de Nueva York se van llenando. No son turistas a punto de entrar o funcionarios municipales acabando su jornada laboral. Llevan camisetas negras y pancartas donde se lee: “No destruyáis puestos de trabajo”; “500.000 dólares en donaciones”; “Taxistas relajaos”; “Salvémosla tal y como la conocemos”. Podría tratarse de una escena mil veces repetida en que una asociación, sindicato, ONG o simplemente un grupo de ciudadanos protestan frente a su alcalde cualquier medida política que haya tomado o esté aún por tomar.

Pero en esta ocasión no es así. Porque los que se han reunido aquí son usuarios de Uber, la app que triunfa en todo el mundo como alternativa al taxi convencional. Y quien convoca a usuarios, empleados, ciudadanos y prensa es la propia Uber. En abierto enfrentamiento con el alcalde Bill de Blasio, a plena luz del día, con las televisiones en directo y frente a su despacho, el primer ejecutivo de Uber en Estados Unidos señala a ese descendiente de italianos que ahora gobierna los designios de la ciudad más universal, como el enemigo público número uno para los intereses de su negocio. Pero junto a ese dedo acusador, hay otras decenas de dedos cuyos dueños creen firmemente que no se debería crear un impuesto municipal específico para Uber que limite su competitividad frente al taxi. Son “uberfans” o activistas de Uber. Luchan por los derechos de una empresa que consideran los suyos propios.

Jueves 17 de octubre de 2014. Nueve de la mañana. Karl-Johan Perssons, primer ejecutivo de la multinacional H&M abandona el hotel Sheraton de Daca, la capital de Bangla­desh, rumbo a la sede del Ministerio de Trabajo. Allí se va a encontrar por segunda vez con el ministro Tofail Ahmed. Podría ser una más de las miles de reuniones que cada año juntan en una mesa a un empresario y un político pero lo cierto es que esta reunión es especial. Perssons ha venido para dar un impulso definitivo a la iniciativa con la que lleva presionando al gobierno de Bangladesh desde hace casi dos años: aprobar un salario mínimo obligatorio y digno. No sólo para sus empleados, casi 600.000, sino para los mi­llones de trabajadores del país asiático.

El salario mínimo no es lo único. La compañía está asesorando al Ministerio en la creación de un plan de cobertura médica y social para personas que han sufrido accidentes laborales. Asimismo, está diseñando junto al Mi­nisterio de Medio Ambiente un plan de mejora de la calidad del agua. Es evidente que H&M tiene intereses en Bangladesh; allí produce buena parte de la ropa que luego vende por todo el mundo, pero su campaña trasciende, y mucho, una iniciativa de res­ponsabilidad social como las que las empresas nos tienen acostumbradas. Ha pasado a la acción con mayúsculas.

Dos hechos tan diferentes y a la vez tan sintomáticos de un mismo fenómeno ¿Cuándo se ha visto a unos ciudadanos manifestándose en contra de un político para defender los intereses particulares de una empresa? ¿Cuándo se ha visto a una empresa jalear a sus clientes para que acudan bajo el balcón de un político para proteger su actividad? ¿Cuándo una compañía ha dedicado recursos, tiempo y reputación pública de su CEO para que se apruebe una medida política como el salario mínimo en un país?

La estrategia de Uber en Nueva York y de H&M en Bangladesh son dos claros síntomas de que las cosas están cambiando. Las barre­ras históricas dejan de ser históricas y dejan de ser barreras. Los compartimentos estancos están saltando por los aires. Los roles clásicos de los políticos para hacer política, los ciudadanos a votar cada cuatro años y las empresas a ganar dinero, se difuminaron en este nuevo siglo. Ahora se están deshaciendo.

Activismo corporativo

Las empresas están buscando un nuevo lugar en el espacio público. No parecen estar ya cómodas en un rol limitado a su propia actividad de negocio, el beneficio, los resultados financieros, la paz laboral. Ni siquiera parecen sentirse plenas en su actividad de responsabilidad social, que durante décadas ha servido y sirve aún como escaparate para mejorar su reputación o minimizar riesgos para su imagen pública. Las compañías están buscando algo más, quieren tener más protagonismo, se sienten empoderadas y legitimadas para hablar en nombre de sus públicos (empleados, clientes, proveedores). Pero, en este caso, no estamos hablando solamente de alzar la voz y participar de una conversación, de un diálogo público acerca de una iniciativa política. Se trata de presionar pública, pero también directamente a los legisladores, en pro de una reivindicación social o en beneficio propio.

El activismo corporativo es reciente. Hay quien ya hizo ese camino hace una década y hace dos y tres, aunque no pusieron nombres ni etiquetas. En este caso poco importan los pioneros. Poco importa si fue la compañía Mary Kay la que abrió camino presionando al Congreso de los Estados Unidos para aprobar una ley contra la violencia de género. Ni siquiera importa ahora el tema en concreto, la causa por la que se luchó, el motivo por el que se alzó la voz. Lo relevante, en este caso, es que el nuevo rol que está adoptando la empresa es una consecuencia lógica de los cambios sociales que está viviendo la sociedad, principalmente occidental pero en cierta medida mundial.

De la misma manera que los ciudadanos no se sienten representados por una clase política tradicional virada sobre sí misma, que lucha por mantenerse a flote durante una tempestad que está rediseñando gran parte de los mapas políticos occidentales (Italia, Reino Unido, Canadá, Australia, España), las empresas se están viendo presionadas a participar de las conquistas sociales de manera pública, firme y contundente. Y muchas compañías están respondiendo, mudando así ese statu quo que hasta ahora ha venido rigiendo el triángulo político-ciudadano-empresa.

El empoderamiento ciudadano, avivado por el desarrollo tecnológico y la autonomía para el acceso a la información y a la creación, es uno de los grandes éxitos de este comienzo del siglo XXI. Las nuevas dinámicas sociales agitan ese statu quo político. El poder ciudadano se ha comprobado en la Primera Árabe o el 15M en España. El sujeto indivi­dual se está reivindicando a sí mismo, redibujando su papel, dotado ahora de una capacidad para interferir en las decisiones políticas como nunca antes. Hemos visto a personas filtrar información altamente confidencial poniendo en aprietos la seguridad y la diplomacia de sus países (Julian Assange, Chelsea Manning). Hemos visto a cientos de ciudadanos alzar su voz contra la intención de sus gobiernos de cerrar las fronteras y, sin embargo, salir con sus pancartas a recibir a los refugiados y darles la bienvenida (Austria, 2015), obligando a hacer girar completamente la política migratoria en la Unión Europea. Hemos visto leyes hechas como salchichas, saltar por los aires una vez pasadas por el filtro de Twitter.

Ese poder que la ciudadanía se ha arrogado, ha generado un terremoto que tiene como epicentro la esfera política. Pero es un terremoto con muchas réplicas, no es devastador de la noche a la mañana. El terremoto también afecta al sector privado, aliado y enemigo de lo público a partes iguales. El efecto de empoderamiento también se está instalando en la empresa pero lo hace desde dentro, desde quienes componen esas bases y je­rarquías empresariales. Y lo hacen, en parte atraídos por el efecto gravitatorio de la masa social, pero también porque entienden que la empresa, que su empresa, puede y debe jugar un papel más relevante en el siglo XXI.

La empresa activista, una vez asumido el desafío, busca en qué involucrarse. Como hemos visto, unas veces encuentra que quiere dignificar de una vez por todas toda su cadena de valor y decide luchar por aprobar un salario mínimo (H&M). O decide apoyar y financiar los planes de lucha contra el cambio climático que Obama está impulsando en su agenda política en su último etapa en la Casa Blanca (Adidas, Mars). O se lía la manta a la cabeza y pide a sus clientes que protesten ante el poder político por una medida que les afecta la cuenta de resultados (Uber). La empresa del siglo XXI está dejando de mantener el perfil discreto que siempre ha mantenido en la escena pública y abraza ya el compromiso ciudadano y el suyo propio. Y se espera que sea sólo el principio.

Hay otras razones que explican el salto hacia delante de la empresa en la escena política. La más evidente es porque quieren ganar reputación con medidas de cara a la galería. Sospecho que ese umbral ya fue traspasado por la gran mayoría de empresas activistas. Muchas, principalmente las de mayor tamaño, son además verdaderos crisoles, que re­presentan un variedad enorme de intereses en función de la religión, la cultura, el idio­ma, los hobbies o la orientación sexual. La empresa es un entorno donde todo eso se confronta, se pone a prueba, en definitiva, se convive. Por tanto, es fácil pensar que los trabajadores y gestores, como ciudadanos empoderados por la tecnología, están encontrando en la empresa una estructura social que tiene recursos, poder y voluntad para transformar la realidad.

Starbucks y Apple, por ejemplo, solicitaron públicamente la aprobación de iniciativas políticas en favor del matrimonio gay y ce­lebraron como una conquista propia la sentencia del Tribunal Supremo que, de facto, lo aprobó. A muchas compañías, sin embargo, no les ha movido la presión interna, sino que ha sido una evolución lógica de su diálogo con stakeholders clave. Se sienten concernidas para luchar por una serie de valores que coinciden con su visión de la sociedad y lo harán frente a quien haga falta y desplegando recursos para ello.

Aumentar la participación electoral

Las empresas tecnológicas norteamericanas son claramente las más activistas en el plano político, como hemos visto con el caso de Uber, Apple, pero también Airbnb, Aereo o Facebook. La red social puso en marcha hace unos años su proyecto internet.org, con el que pretende hacer llegar la Red a todos los puntos de la Tierra, también los más apartados y recónditos que hoy carecen de ello. Dice la empresa que es una forma de contribuir al desarrollo pues el acceso a internet ha demos­trado ser un acelerador de oportunidades y un catalizador para el emprendimiento. Este mismo año, Facebook puso en marcha una campaña en Estados Unidos (a través de un botón) que envía correos electrónicos a congresistas de cada Estado informándoles que esa persona había apoyado los esfuerzos de Facebook por ampliar la red en puntos de India o Bangladesh. También la empresa tecnológica ha realizado experimentos curiosos como cuando habilitó en 2012, en varias contiendas electorales en los Estados Unidos, una función que avisaba cuándo tus amigos habían votado. Facebook asegura que esa función ejerció como incentivo y que influyó en una más alta participación juvenil en aquellas elecciones.

Los medios de comunicación también se han sumado a esta tendencia. The Economist es, casi con seguridad, el primer gran medio que ha puesto en marcha una campaña entorno a una causa social que busca influir en las políticas públicas de todo el mundo. Y lo ha hecho con un espinoso asunto que genera controversia en buena parte de las sociedades. Se trata del derecho al suicidio asistido por un médico, bajo ciertas condiciones, una medida muy poco regulada y que la revista lleva más de un año apelando a diversos países a que avancen en sus regulaciones. Para ello puso en marcha una página web con todo tipo de contenidos informativos y de opinión que justifican la necesidad de avanzar en el derecho de las personas a acabar con su vida.

En España también existen ejemplos de este tipo. Atresmedia, la corporación dueña de Antena 3 y La Sexta, comenzó hace meses una campaña para recoger firmas (llevan 82.000) para pedir al Gobierno la creación de una Agencia Estatal para la Innovación. El pasado 5 de mayo, el Ejecutivo anunció que la crearía antes de julio de 2015, aunque todavía no lo ha hecho y la cercanía de las elecciones puede desbaratar los planes.

El político ante la empresa activista

Como hemos visto, los ciudadanos/clientes/consumidores están celebrando la paulatina incorporación de las empresas como participantes comprometidas de la agenda pública. Pero, ¿cómo debe enfrentar el político esta nueva situación? Como casi siempre, suele ser un juego de riesgos y oportunidades. Aquellos con buena cintura, los animales políticos, interpretarán sabiamente una ma­nera de invitar al sector privado a un juego en que son dominadores de la escena y extraerán rédito electoral de la contienda. Los más torpes o con peor suerte se buscarán nuevos y poderosos enemigos públicos.

La estrategia ganadora seguro que pasará por la anticipación. Pasa por integrar más al tejido empresarial en el diseño de políticas públicas. Y no estoy hablando simplemente de la su­bida del IVA o reformas en los conve­nios laborales o medidas de conciliación con la vida familiar ¿Acaso a Mercadona, una empresa con 74.000 trabajadores, no le afecta cómo se desarrolle la ley de dependencia? ¿Y si Te­lefónica movilizase a sus millones de clien­tes por una legislación sobre la pro­tección de datos que considerase perjudicial para sus intereses? ¿Imaginamos una campaña de cientos de empresas en contra de la corrupción política y a favor de la transparencia?

¿Y si El Corte Inglés o Inditex liderasen, junto a otras empresas, una campaña para exigir públicamente una reforma de la Constitución que proteja la sanidad y la educación para todos los españoles? Sólo en España, estas dos empresas emplean a 120.000 personas, lo que equivale a la población entera de Cádiz. Sólo El Corte Inglés aportó el año pasado a la renta nacional 3.350 millones de euros. Tene­mos que dejar de ver a las empresas como actores secundarios porque son, de hecho, coprotagonistas de la agenda pública. Tienen valores propios e intereses variados, muchos de ellos coincidentes con el interés general. Más allá de la cuenta de resultados y de la declaración de la renta, la empresa tiene alma y quiere enseñarla.

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