Populismo y malestar global

Por Myriam Redondo, @globograma. Periodista y doctora en Relaciones Internacionales.

«Ya es hora de arreglar cuentas. Aquí estoy. Ven por mí”. Encaramado al mástil de un barco que zozobra en una gran tormenta, el Teniente Dan se desgañita así contra los cielos en la película Forrest Gump. Siente ira. Puede morir y no le importa. Busca explicaciones por una vida y un mar que no le dan sustento.

¿Cómo se manifiesta la dialéctica social en un momento en que las personas se definen cada vez menos por su clase y más por su individualidad? ¿A las puertas de quién debe ir uno a protestar? En el IV Encuentro de Comunicación Política, ACOP organizó una mesa sobre “Narrativas de lucha ciudadana” en la que los expertos Cas Mudde y Thibault Muzergues coincidieron en distinguir al populismo como la opción por la que han apostado muchos para expresar su descontento en un mundo turbulento. Pero antes de etiquetar a este fenómeno como gran demonio actual prefirieron buscar en sus raíces porque ni es nuevo, ni homogéneo, ni está triunfando a partir de la nada.

Aunque se movieron en la complementariedad más que en el antagonismo, ambos muestran una gran diferencia de interpretación. Mudde, holandés, profesor en la Escuela de Asuntos Públicos e Internacionales de la Universidad de Georgia y asociado al Centro para la Investigación del Extremismo de la Universidad de Oslo, cree que el éxito actual del populismo se debe, en primer lugar, a la inacción de las élites ante los grandes problemas que afronta la ciudadanía. Muzergues, francés, director del programa europeo del Instituto Republicano Internacional y ex asesor de Nicolas Sarkozy, entiende que el populismo se ha expandido a raíz de una crisis económica que ha rebajado las expectativas de muchos ciudadanos sin que lo quieran o lo puedan digerir.

El populismo tiene larga tradición en Norteamérica y ha vivido oleadas episódicas en América Latina (Juan Domingo Perón, Alberto Fujimori, Hugo Chávez y los actuales Rafael Correa o Evo Morales). En Europa su éxito es reciente. Entre otros países, se ha expandido en Austria (Heinz-Christian Strache), España (Pablo Iglesias), Francia (Marine Le Pen), Grecia (Alexis Tsipras), Hungría (Viktor Orban), Holanda (Geert Wilders) y Reino Unido (Nigel Farage).

Todos esos nombres surgen durante el encuentro agrupados por el denominador común de aparecer como salvadores ante retos importantes que la población percibía como desatendidos por los gobernantes (inmigración, integración europea). Sin embargo, Mudde no los equipararía dentro de un mismo saco en el que se cuelan componentes como la xenofobia. El populismo es un kampfbegriff, un grito de guerra frecuentemente esgrimido o arrojado contra el otro, pero no todos los populismos son lo mismo, según este experto. Algunos funcionan como correctivo, otros son una amenaza. Y los líderes que son populistas son siempre algo más: a la derecha, generalmente nacionalistas; a la izquierda, partidarios de alguna forma de socialismo.
El fenómeno populista se extiende porque esas élites empiezan a ser percibidas como iguales entre sí, ensimismadas, lo que hace que se refugien en sí mismas dejando campo abierto al discurso alternativo. También se produce una “movilización cognitiva”: la ciudadanía está mejor informada, valora opciones y retira su voto si algo no le gusta, según el profesor holandés.

El populismo tiene consecuencias, dice Mudde: politización de ciertos temas (Brexit); polarización del debate político (tras los populistas aparece el antipopulismo); aumento del uso oportunista de los instrumentos plebiscitarios (Grecia, Hungría) y debilitamiento de instituciones como tribunales y medios. En última instancia, se produce una transformación lenta hacia una democracia iliberal, aquella en la que pueden celebrarse elecciones pero no hay imparcialidad total ni libertades plenas y garantizadas. Y ello porque el populismo prima a la mayoría frente a los deseos minoritarios. Ideología esencialmente moralista, parte de la creencia de que el pueblo es puro mientras todas las élites son corruptas y no escuchan, por lo que debe triunfar la voluntad de la ciudadanía, que es más eficaz, y no la del establishment.

De acuerdo a Mudde, el punto esencial es que “el populismo es una respuesta democrática iliberal al liberalismo no democrático”, a unos cuerpos políticos que han ido alejándose de los procedimientos electorales, como se percibe en las decisiones de los bancos centrales o la UE (ver su presentación).

Frustración de expectativas

Thibault Muzergues comprende el razonamiento que conduce a culpar al 1% de la casta y no al 99% del pueblo de todo lo que sucede. “La gente está enfadada hoy y su enfado se puede entender […]. La reacción humana habitual cuando te sientes retado no es ‘la próxima vez lo haré mejor’, sino ‘Quema a la bruja’”. Si alguien te dice en ese momento que tires una mesa, la tiras. Es el populismo. Políticos asaltados por ciudadanos en cafeterías, blancos contra negros, partidarios de un líder provocando altercados en los mítines de otro, describe el especialista francés. Es el estrés social lo que provoca todo eso.

Explica que hay una frustración creciente de expectativas personales desencadenada por la crisis desde 2008 (aclarará en el turno de preguntas que ese proceso es compatible con la versión de élites inactivas ofrecida por Mudde, pero la crisis es la causa de fondo). Mientras algunos se han enriquecido, el ciudadano común ha visto empeorar su situación con una competición laboral aumentada en todas las escalas, las altas y las bajas. “Es la tragedia de descender la escalera social”. Como la felicidad es la diferencia entre lo que esperabas y lo que obtienes, hay gente que siente que está obteniendo poco, sobre todo los jóvenes. La mera comparación en redes sociales, donde se comparten principalmente los éxitos, genera envidia.

En ese contexto, una innovación disruptiva puede provocar un estallido laboral: los taxistas rechazan violentamente Uber porque han invertido en licencias, pero los desempleados del cinturón parisino ven una oportunidad de empleo en esa aplicación. “Si haces una elección racional, vas a dejar a una categoría de población muy enfadada”, explica Muzergues poniéndose en el lugar de los políticos.

Los perdedores de la globalización se desconciertan ante la emergencia de nuevos mecanismos económicos y surgen las crisis de identidad, explica. Quiénes somos como nación y sociedad y, en el caso de los partidos, qué nuevo modelo establecemos para no perecer. Hay diferencias geográficas. En España, a la crisis de identidad se suman las diferencias regionales: “Al final del día, la cuestión es quién somos como país. Y los populistas lo contestan mejor que otros”, considera Muzergues.

No se sabe muy bien qué pueden hacer los políticos para reaccionar ante todo ello. Según Mudde, la lógica de los medios es un viento favorable para los representantes populistas y existe la tentación de seguirles: tienen atractivo social y conectan rápidamente con el espectáculo de “buenos y malos”: se les ama o se les odia. Pero imitarles no siempre sale bien. Por su parte, Muzergues percibe tres formas de afrontar el desafío populista: a) subirse al vagón con la gorra del Make America great again, aunque no está claro que eso funcione; b) “hacer el Rajoy”, quedándose en el centro de la habitación “con el abrigo puesto a la espera de seguir ahí cuando descienda el agua”, tampoco está claro que sea positivo a largo plazo; y c) dejar de apuntar a otros con el dedo y reinventar el modelo de comunicación política actual.

¿Cómo hacerlo? La transparencia es un buen paso en un momento en que han dejado de consentirse cosas que antes se pasaban por alto. Pero no es suficiente. Tampoco funciona el intentar ser perfecto: “La gente no espera supermanes, personas que no cometan errores, sino personas que sean claras sobre lo que pueden y no pueden hacer”, apunta Mudde, para quien “los políticos son falibles, los periodistas son falibles, los académicos son falibles”. Nadie conoce bien la dirección que seguir: “Por el momento, me centro en qué estamos haciendo mal. Sólo sé que hay que cambiar”, asume Muzergues (ver su presentación).

Tanto Mudde como el politólogo francés trataron de despojar su análisis de ideología (“Yo no voto pero no creo que votara dos veces al mismo partido, decepcionan”, dijo el primero; “No hablo en nombre del Partido Republicano. No tengo nada que ver con Donald Trump”, aclaraba el segundo). Pero al finalizar su conversación uno siente precisamente que sigue sin haber explicaciones universales sanadoras, que sólo la ideología íntima de cada uno ofrece una narrativa de lucha ciudadana clara, errónea o no: aferrarse a la creencia de que en el establishment no hay responsables individuales de las hecatombes complejas que está sufriendo el mundo o subir al mástil y lanzar el kampfbegriff del Teniente Dan contra la élite personal y cuidadosamente elegida.

 

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