Por Alberta Pérez, @alberta_pv
En diciembre me topaba con este vídeo publicado por el medio francés Brut, que recopila fragmentos de los (mismos) discursos de fin de año de los distintos presidentes franceses desde 2008 hasta 2022, en los que se repite la misma cantinela resumible en la siguiente frase: «Queridos compatriotas, ha sido un año difícil, pero el siguiente apunta a que será mejor».
En un principio me pareció frívolo, después lo vi como un gesto de empatía necesario y lógico, desde su posición, hacia aquellos que no celebran con buena cara el fin de año, insatisfechos con sus acontecimientos, y finalmente, he terminado por darme cuenta de que, como todas las tradiciones en estas fechas nos da lo que ya conocemos y no nos cansamos de recibir. ¿Por qué? Porque está tintado de un forzado optimismo del que tampoco queremos escapar. Es como desearnos entre nosotros un feliz año a partir del uno de enero, o comprar la Lotería. La etapa ficticia que cierra el año viejo y las incertidumbres que propone el nuevo, nos hacen agarrarnos a todo aquello que nos quite la sensación de desasosiego que nos provoca, como humanos que somos, lo desconocido. ¿Qué nos depara el año nuevo? A pequeña escala lo mismo que ayer, a gran escala, otro escalón en nuestra experiencia vital. El paso atrás en perspectiva que nos obliga a tomar sobre nuestra vida el año nuevo da miedo. Por fin he descubierto por qué desde pequeña me pongo nerviosa tomando las uvas.
También me he dado cuenta de que mi desconfianza por asumir que me gustan las Navidades viene del hecho de que resultan un bucle infinito, de forma similar a lo que ocurre en el vídeo antes mencionado. Paradójicamente, nuestros esfuerzos por conseguir que sea una etapa especial del año terminan por convertirse en un dejà vú constante.
Tenemos otra vez la cena de empresa, un evento donde nadie tiene claro todavía qué debe ocurrir exactamente para que sea un éxito. Por otro lado, el amigo invisible, que se llama así no porque no conozcas su identidad, sino porque realmente no es tu amigo. La lista de sinsentidos, si te pones a ahondar en los ritos característicos de estas fechas, puede ser extensa: la obligación que siente aquél que debe y puede acudir a los eventos familiares, y la soledad que del que no. Mariah Carey cantando All I want for Christmas is you, todo el rato, a todas horas, en todos los lugares. Las mismas luces en las calles de todos los años, que provocan aglomeraciones en las calles al hipnotizar a las personas más sensibles, provocándoles incapacidad para saber caminar o conducir manteniendo el orden vial.
Se les reconoce porque deambulan con paso corto, esquivando niños que se creen que son reales, aunque claramente antes de estas fechas no existían. Y mi favorito: la decoración navideña, todos esos cachivaches feos y horteras que esparces por tu casa y que solo eres capaz de verlos tal y como son, es decir, feos y horteras, a partir del 15 de enero. Porque aquél que alarga demasiado la decoración navideña sólo se debate entre dos perfiles, vago o psicópata.
Es todo tan horrible como encantador, me estremezco no sé si de alegría o miedo, quizás ambos, al pensar en cuántas Navidades me quedan para que caduque una ilusión que trato de conservar al vacío desde mi niñez. Aunque puede que sea una preocupación en vano, pues resulta imposible no disfrutar aquello que por norma solo ocurre una vez al año: tomarte una copa con tu jefe, que te regalen otra taza que mantenga el desequilibrio estético de tu vajilla, comer Roscón de Reyes, escuchar cascabeles en la radio, tener una excusa para ir más lento y coger vacaciones o romper el papel de regalo con ilusión pese a defender el ecologismo. Creemos falsas etapas y perpetuemos el rito de cerrarlas con optimismo, solidaridad y buenos deseos porque si nada va a cambiar, es la mejor forma de disfrutarlo.
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