Por Francesca García Delgado , @Fchzk,
Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC)
Si nos ceñimos a la noción básica de democracia, esta solo existe si el poder emana del pueblo. La construcción y afianzamiento de la democracia, entonces, está directamente relacionada con el ejercicio libre de la ciudadanía, con reconocerles a las personas los derechos de intervenir en la vida política y que eso no implique solo sufragar en cada proceso electoral. Un camino para apuntalar ese ejercicio de libertad es garantizar que las y los ciudadanos accedan a información verificada, clara y sin manipulaciones para que tomen mejores decisiones.
Brindar información veraz es un reto fundamental en un mundo globalizado e hiperconectado, donde la desinformación gana terreno a una velocidad avasalladora. En América Latina, abundan los ejemplos de cómo la desinformación está contribuyendo a debilitar las instituciones democráticas y a desviar el foco público de los temas importantes. La desinformación está degradando el pensamiento crítico, el criterio de discernimiento, la confirmación de hechos en base a evidencia, y por el contrario, está reforzando prejuicios, sesgos, odios, miedos y creencias. Quienes practican la desinformación emiten información errada, engañosa y fuera de contexto para beneficios particulares.
Frente a ello no se trata de hacer solo un llamado de acción a medios de comunicación, comunicadores y periodistas para que mejoren sus mecanismos de verificación. Se trata de un reto más amplio que involucre a las audiencias como aliados contra la desinformación, para recuperar su confianza y proteger a largo plazo la democracia. Necesitamos una ciudadanía más empoderada en base a buena información, aquella que le permita contrarrestar las mentiras, dudar antes de compartir datos, reportar los bulos y que luego, tras conocer la verificación, vuelvan a sus grupos más cercanos, a sus familias, amigos a enseñar y difundir la verdad.
Este no es un proceso sencillo. Implica que los comunicadores mejoremos el modo en que tradicionalmente hemos difundido la información a las audiencias. No podemos estar presentes en todos los grupos de redes sociales o evitar que alguien difunda una “noticia falsa” pero sí hacer incidencia en la gente para mejorar sus mecanismos de defensa. Según un estudio del MIT, las informaciones falsas son compartidas siete veces más que las veraces. El mundo digital amplifica mentiras a un ritmo imparable. Es preciso transparentar con nuestras audiencias el método de verificación, enseñarles lo peligroso de difundir contenido no contrastado y convencerlos que hacen un cambio fundamental al alertar y no difundir datos ante la duda.
Ante este escenario, están surgiendo iniciativas periodísticas de verificación de datos o fact-checking. Se tratan de medios independientes, incluso unidades creadas dentro de los medios tradicionales o instituciones públicas, que someten a revisión cualquier declaración sospechosa o hechos, y que a través de las técnicas tradicionales del periodismo le hacen frente a la desinformación. El método de verificación y las fuentes deben estar especificados en cada publicación para atacar la mentira con hechos contrastables y argumentos basados en evidencia. Además, una explicación sencilla para que las audiencias sepan dónde acudir ante la duda.
Incluso queda espacio para cuestionar el desempeño de los medios de comunicación tradicionales, a quienes las audiencias identifican como empresas periodísticas que se mueven por sus propios intereses, sesgos o líneas editoriales. Algo que no los ha librado de caer en desinformación en etapas críticas como la pandemia por el COVID-19 o los procesos electorales. En el Perú durante la última elección presidencial de 2021, los medios tradicionales contribuyeron a que el grupo político perdedor y sus voceros difundan la narrativa del fraude electoral sin evidencias. La difusión sistemática de este discurso puso en cuestión la propia idoneidad de las instituciones democráticas. Los desinformadores se valieron del descontento popular sobre el desempeño de una democracia débil como la peruana y de la fragilidad de sus instituciones para cambiar el foco de la atención pública sobre una realidad que no les convenía. Al final la institucionalidad se impuso pero el golpe ha sido brutal.
¿A qué democracia aspiramos si la opinión pública se basa en desinformación? Para hacerle frente a la información falsa no basta con verificar datos, necesitamos de nuestras audiencias para crear acciones de alerta y compartir aprendizajes que mejoren sus sistemas de defensa frente a las mentiras.
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