Jesús Espino González

@jesusespino

Director general de Comunicación del Ayuntamiento de Málaga

El alcalde de Londres, Sadiq Khan, explica recurrentemente que el siglo XXI es de las ciudades mientras que el XX fue de los estados nación y el XIX, de los imperios. Ciertamente, por méritos propios, las ciudades se han convertido en actores políticos de primer orden, anteponiéndose con frecuencia a sus regiones y a veces hasta a sus naciones. Más de la mitad de la humanidad está concentrada en urbes y la tendencia es continuar creciendo a un ritmo vertiginoso: el Banco Mundial prevé que en 2050 serán siete de cada diez personas las que vivan en grandes municipios, algunos de ellos hiperpoblados, lo cual supondrá un reto sin precedentes para la sostenibilidad medioambiental, económica y social.

Las ciudades, preexistentes a la organización estatal, compiten unas contra otras por lograr notoriedad, es decir, agitan su marca para imponerla. Pero la consolidación de las enseñas territoriales en el imaginario global no es el objetivo último. En términos de gestión pública, el verdadero propósito es mejorar la calidad de vida de los vecinos, captar residentes e inversores, atraer y retener talento. En definitiva, generar actividad económica, empleo, conocimiento y bienestar. La marca es un medio, no un fin; es un relato, no un logotipo; es una estrategia, no una táctica.

Hay cuatro componentes elementales de la marca territorio: condiciones naturales, planificación estratégica, estabilidad política y colaboración público-privada. No siempre actúan en ese orden, pues por positivas que sean las condiciones poco puede hacerse sin un Gobierno estable; del mismo modo, de nada sirve programar si la sociedad civil no está comprometida, no colabora ni se identifica con la ruta trazada. Quizá la forma más sólida de construir una marca es siguiendo la secuencia lógica, de abajo arriba, a partir del terreno de las condiciones naturales, el forjado de la planificación estratégica, el hormigón de la estabilidad política y los ladrillos de la colaboración público-privada.

Comencemos pues por las condiciones naturales para construir un edificio robusto. Es evidente que un lugar bendecido por el clima, bien emplazado, fácilmente conectado y con abundantes recursos –empezando hoy por el capital humano– parte con ventaja. Hay excepciones paradójicas como ciertas zonas de Oriente Medio que han sabido suplir sus carencias y colocarse en el mapa a base de efectismo e impostura ilimitados. España, sin necesidad de artificios, tiene todo a su favor y construyó marca, desde el Spain is different acá, con el gancho del Sol y la playa. El litoral, la vegetación, el patrimonio histórico, la gastronomía… Son fortalezas orgánicas que crean una industria cuya modernización demanda de las administraciones apoyo a las iniciativas emprendedoras, así como promoción del destino y sus productos para ganar competitividad, fidelizar clientela y abrir nuevos mercados.

En lo que a planificación estratégica se refiere, ahora vemos clara la brújula en los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), establecidos por Naciones Unidas para 2030. Pero mucho antes ya había territorios anticipándose, confeccionando planes propios ambiciosos, pensando a medio y largo plazo para que la transformación de sus municipios fuese institucionalizada, fijada por escrito en un documento consensuado y compartido. Barcelona fue pionera y marcó el camino a otras capitales españolas. La captación de fondos europeos ha resultado un ejercicio muy provechoso: incrementó la complejidad de los procesos y controles en la Administración local obligando al diseño de políticas públicas con perspectiva.

Trabajar a largo plazo es hacerlo pensando no en los próximos cuatro años, sino a décadas vista

Nos referíamos a la estabilidad política, metafóricamente, como hormigón. Sin estabilidad política, seguir los pasos pautados en un plan estratégico puede ser muy difícil, incluso del todo imposible. Porque trabajar a largo plazo es hacerlo pensando no en los próximos cuatro años, sino a décadas vista. Menos fachada y más cimientos. En este sentido, las mayorías estables son un agente que opera a favor de la planificación porque imprimen velocidad y certidumbre a los proyectos y, por consiguiente, facilitan la transformación de los territorios. La pluralidad es deseable, pero la atomización de los plenos municipales suele acabar convirtiéndose en una debilidad porque, en el afán de hacer distinguible su oferta electoral, los partidos pequeños ralentizan o bloquean la acción para ser sujetos de la conversación pública. Y si están en el Gobierno erigidos en llave, necesitan una visibilidad aún mayor que sólo logran condicionando, mediante una escenificación casi siempre agresiva y ruidosa, a los socios grandes, atrapados en la coalición –a escala local, recordémoslo, no cabe adelantar las elecciones–. ¿Hasta qué punto afecta el bloqueo político a un territorio? Para la gestión pública, el efecto de no disponer de ordenanzas fiscales –donde se establecen los ingresos– y presupuestos –donde se establecen los gastos– es demoledor y paralizante: acaban prorrogándose las cuentas anteriores y, en ese modo piloto automático, no hay posibilidad de introducir nuevas inversiones hasta el siguiente ejercicio.

Y llegamos a la colaboración público-privada. Sin la intervención de la sociedad civil, los planteamientos teóricos nunca podrían ser llevados a la práctica. Los planes estratégicos r­equieren un consenso que no puede quedarse en los distintos niveles de la Administración; tienen que participar en ellos representantes de los ciudadanos más allá de los electos. La implicación de expertos, profesionales, empresarios, sindicatos y vecinos en general a través de movimientos asociativos es imprescindible.Colaboración público-privada es simplificación burocrática y ventajas fiscales, que un parque temático se inaugure y mantenga sus puertas abiertas, que un gran centro de trabajo –fábrica, almacén desde el que distribuir mercancía en el entorno, sede de una multinacional…– se instale o amplíe su actividad gracias a la acogida que encuentra, hacerse con un congreso internacional, que las denominaciones de origen funcionen, que un coleccionista aporte sus cuadros para que estén expuestos en museos, que se facilite el rodaje de películas, series y anuncios publicitarios. Hay agencias de viajes que venden paquetes para visitar escenarios de Juego de Tronos: Pozo Dragón, en Desembarco del Rey, está recreado en la imponente Itálica (Sevilla) y hay otras muchas localizaciones españolas en aquella producción de HBO. Descendamos a ejemplos concretos: marca territorio es que en las bolsas de Mango mencionen a Barcelona, que Mercadona apueste por el deporte y el emprendimiento en Valencia, que Antonio Banderas estrene en su Teatro del Soho Caixabank de Málaga o, por citar otro caso reciente de la ciudad andaluza, que en los lineales de s­upermercados r­epartidos por toda Europa los e­nvases de la cerveza Victoria incluyan el nombre de la capital de la Costa del Sol con la icónica imagen del sudoroso turista alemán.

La marca territorio ha desbordado los límites del turismo. Así empezó todo –como apunta Jordi de San Eugenio, “las marcas turísticas son las abuelas de las marcas territorio”–, pero hace tiempo que entramos en otra fase, en una segunda época. Sucedidas las marcas turísticas por renovadas enseñas de mayor espectro, la pisada abarca mucho más y deja una huella que supera la profundidad de su precedente: turismo, cultura, deporte, salud, educación, sostenibilidad, movilidad, seguridad, asentamiento de nómadas digitales, captación de inversión y por tanto generación de empleo. Las metas recogidas en los planes estratégicos pueden y deben distinguirse con la marca territorio: lo ideal es que haya una correspondencia total entre el plan y la marca, que la marca apunte al plan y viceversa.

En la última edición de Fitur escuché a responsables de Turismo del Ayuntamiento de Madrid desgranar sus planes futuros: una de las metas consiste en entrar en el top ten mundial de los musicales, ser una de las diez ciudades del mundo con mayor oferta en este tipo de espectáculos, una línea en la que ya se viene trabajando desde hace mucho tiempo, como acredita el gran éxito de El Rey León y otras funciones. Pensemos en algunos posicionamientos consolidados: Burgos, con el yacimiento arqueológico de Atapuerca y el Museo de la Evolución Humana; Toledo, con un casco histórico que pasaría por plató y un punto de interés como Puy du Fou; Granada, con el c­repúsculo del Albaicín inmortalizado en aquella foto de Bill Clinton y Sierra Nevada a tiro de piedra; San Sebastián, Valladolid y Málaga, con festivales de cine que llenan horas de televisión no sólo en España; el julio de Pamplona, el abril de Sevilla o la tomatina de Buñol (Valencia), tres fiestas rotundas cuyas imágenes se viralizan cada año.

¿Dónde acaba la marca de la institución que administra la localidad y dónde empieza la marca territorio?

¿Dónde acaba la marca de la institución que administra la localidad –localidades, en plural, si es entidad supramunicipal, mancomunidad o diputación– y dónde empieza la marca territorio? La frontera se dibuja al contemplar dos planos diferenciados: transacción y relación. La transacción, más racional que emocional, más percepción que sensación, conecta a la Administración local con los ciudadanos que residen en la ciudad, quienes pagan sus impuestos y tasas municipales, quienes exigen servicios públicos de calidad porque son, en cierto modo, accionistas y demandan su porción de resultados, eficacia y eficiencia a pie de calle, en la puerta de casa. La relación, más emocional que racional, más sensación que percepción, no es un nexo tan fuerte, sino un lazo que envuelve al turista o visitante, persona de paso que no decide quién gobierna: también desea que todo funcione, claro está, pero no repara en la sala de máquinas del municipio. La transacción tiene categoría estructural, mientras que la relación se queda en coyuntural.

Las administraciones promotoras de las marcas territorio deben asumir que dichas marcas no son un logotipo bis de la Administración. Convivirán mediante un sistema reglado, pero nunca estarán al mismo nivel. Excepcionalmente, las marcas territorio eclipsarán a las de los ayuntamientos, las mancomunidades, las diputaciones, las comunidades autónomas y el Estado, y será bueno que así sea porque convendrá a la estrategia de comunicación que toque llevar a cabo. Normalmente, aparecerán de forma conjunta porque la marca territorio es una extensión de la Administración que la crea, sostiene, impulsa y divulga. Pero habrá momentos de autonomía y supremacía dentro de las reglas del juego elaboradas para ejecutarse durante la implementación de la enseña.

La España democrática y moderna se presentó internacionalmente con eventos que aceleran y propagan la marca territorio: el Mundial de Fútbol, en 1982; los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla, en 1992; la Exposición Internacional de Zaragoza dedicada al agua, en 2008. El mundo ha cambiado: el pabellón de España en la Exposición Internacional de Dubái –2020, pero celebrada en 2022 por culpa de la pandemia– incluía, en lugar preferente, un maniquí vestido con el mono original de La casa de papel, prenda roja reconocida globalmente gracias a Netflix. Ahí también está la marca España, sin desdeñar la importancia del idioma –el español es la segunda lengua materna del mundo, sólo superada por el chino mandarín, con 500 millones de hablantes–, nuestr­a prolija Historia e hitos como el liderazgo mundial en trasplantes que viene de una sanidad pública envidiada en países más ricos que el nuestro.

La marca territorio se fundamenta en un “comportamiento de base”, que diría Harold Burson: eres lo que haces, no lo que dices. Tus palabras no son autosuficientes porque el relato de la marca no es el eco de tu promesa, sino la suma de todas las voces, lo que afirman quienes, transaccional o relacionalmente, protagonizan las experiencias que ofrece el territorio. Una suerte de Tripadvisor continuo, sujeto al elogio o la crítica permanentes, que expone descarnadamente la cotización de tu reputación en tiempo real.

Construir una marca no es fácil, mientras que destruirla resulta demasiado sencillo. Lo mucho que le ha dado a Barcelona acoger el Mobile World Congress (MWC) desde 2006 puede quitárselo el polvo de pintura lanzado por activistas a directivos asistentes a The District, el congreso inmobiliario celebrado en septiembre. También puede producirse rechazo hacia la marca, polémica y alboroto nada más lanzarla, como acaba de ocurrir con Castilla y León Excelente. Esto último se evita con licitaciones potentes, consignando una cantidad adecuada, elaborando un pliego denso trabajado durante meses con criterios profesionales, avalado por las asociaciones profesionales del branding y un jurado incontestable. La creación de una marca territorio requiere más de un año de trabajo: es un proceso largo que debe contar con el comisariado de un experto para e­levarse sobre los criterio­s político­s y primar lo técnico. Quien crea que esto se despacha chascando los dedos peca de ingenuo y está cometiendo un inmenso error.

La marca territorio sintetiza la gestión del espacio que comprende. Es comunicación institucional integral y, en parte, comunicación política. El profesor De San Eugenio cree que hablar de marca es hablar de gestión transversal, una oportunidad de estar presente en muchos ámbitos. Argumenta que la marca acompaña a una intervención estratégica, aunque el destino del territorio lo dirige el plan estratégico, no la marca, que es la punta del iceberg, lo que vemos desde fuera. Considera conceptos clave la experiencia con el lugar, el sentido del lugar –vínculo afectivo–, la identidad del lugar y la imagen del lugar, percibida y proyectada.

De San Eugenio resume así de dónde venimos y dónde estamos: la marca propone un viaje desde una identidad territorial preexistente hacia una identidad territorial competitiva fijada como objetivo estratégico. No se trata de vender un producto unitario, sino de que el territorio sea más próspero mediante objetivos alcanzables a largo plazo: desarrollo y prosperidad, promoción económica y fomento de la calidad de vida. La marca, concluye el profesor, canaliza todo lo que está pasando en un lugar: constituye un relato, una narrativa territorial, una historia compartida. Va muchísimo más allá de la promoción y la imagen. Porque es gobernanza y conforma un contundente plan de comunicación tremendamente útil.

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