Ignacio Martín Granados, @imgranados
El ya fallecido ex primer ministro francés Michel Rocard decía que «los políticos son una categoría de la población acosada por la presión del tiempo. Ni noches libres ni fines de semana tranquilos, ni un solo momento para leer, cuando la lectura es la clave de la reflexión».
Es cierto que los políticos carecen de tiempo, son demandados para estar en varios sitios a la vez y la lista de tareas nunca se acaba por lo que siempre deberían estar trabajando dando prioridad a la importante labor pública frente al secundario ocio y desconexión personal. Por otra parte, hoy en día la política está totalmente mediatizada, sufre el fast think de las redes sociales y el culto a la imagen del resto de medios de comunicación frente a la reflexión y maduración de las ideas.
Sin embargo, igual que cuidamos nuestra apariencia física y hacemos ejercicio, deberíamos dedicar tiempo a la lectura (ya se sabe, aquello de mens sana in corpore sano). Leer no sólo puede ser un agradable pasatiempo, sino que favorece la concentración y la empatía, alimenta la imaginación, modifica (para bien) el cerebro, nos hace progresar y mejora nuestra oratoria.
El expresidente de Estados Unidos, Barack Obama, en una de sus últimas entrevistas, afirmaba para el The New York Times que si consiguió sobrevivir a los años en la Casa Blanca fue, justamente, gracias a los libros: «No sé si los libros me hicieron un mejor presidente, pero sí estoy seguro de que favorecieron mi equilibrio».
La lectura ha sido una constante a lo largo de su vida: herramienta crucial para definir en qué creía al empezar su adolescencia; en sus últimos dos años de licenciatura, en un periodo de introspección, leyendo filosofía para desintegrar y poner a prueba sus creencias; las biografías de presidentes anteriores para conocer mejor el reto de enfrentarse a la presidencia a diario; y así hasta la actualidad, en que prácticamente cada noche en la Casa Blanca leía durante una hora, desde literatura de ficción contemporánea, pasando por novelas clásicas hasta ensayos.
De hecho, puede que no haya habido un político que haya hecho más por la literatura que Barack Obama quien se dejaba ver en las librerías (en noviembre de 2015 acudió con sus hijas a una librería independiente de Washington, algo que el sector recibió como un espaldarazo en la dura crisis que atraviesa la industria), compra libros por decenas y comparte su lista de lecturas de verano. Hace poco, le regaló a su hija Malia un Kindle lleno de libros que quería compartir con ella, incluyendo Cien años de soledad, El cuaderno dorado de Doris Lessing y La mujer guerrera de Maxine Hong-Kingston. Algunos lo verán como un ejemplo de política pop, pero qué buen ejemplo.
Por el contrario, recordamos la triste anécdota en la Feria del Libro de Guadalajara del por entonces candidato y hoy presidente de México, Enrique Peña Nieto, quien no fue capaz de citar tres libros que le habían marcado. O en Europa, estando todavía en el Elíseo, a Nicolás Sarkozy le ocurrió algo parecido cuando en un discurso evocó a «Stéphane Camus» en lugar de Albert Camus. Angela Merkel es más honesta y admite que su tiempo libre se le va entre ver la Bundesliga, leer los horóscopos y atender su huerto en su casa de campo de Brandeburgo. Y sí, lo está pensando, el presidente estadounidense actual, Donald Trumfast thinkp, nunca ha tenido problema alguno en admitir que no lee.
Por este motivo, les aconsejamos a nuestros queridos políticos lo que ya nos decía Miguel de Cervantes hace casi cinco siglos: «El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho».
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