Por Gilberto Campos Cruz, @gicamcru Politólogo y Comunicador Político
Las intenciones de voto son volátiles, cambiantes, desafiantes a los paradigmas formales de representación política, difíciles de medir con los instrumentos comunes y planos de las encuestas rápidas, instrumentos con preguntas sin sal como: ¿Si las elecciones fueran hoy, por cuál candidato votaría? debido a que el elector, poco a poco asume el reto de buscar entre la propuesta partidaria lo que más se acerque a su realidad y no un proceso inverso en el que los partidos seducían al elector con su propuesta.
En ese proceso de reconocimiento, no es la racionalidad, sino la irracionalidad del proceso de definición de la intención de voto del elector lo interesante, al encontrar en la personalidad, gestos, estilos, tono y pinta de un candidato, a él mismo, a sus intereses, a lo que considera importante y en suma a la asignación del criterio de veracidad a lo que se construye con arte y ciencia desde la comunicación electoral. Veamos en tres ejemplos, este concepto identificado desde la suplantación del programa por la personalidad del candidato.
En Costa Rica, el candidato oficialista que a dos meses de las elecciones aparecía con un 4,4 % según la encuesta de Opol Consultores, terminó en la primera ronda en segundo lugar con un 21,66 %, detrás del candidato que en diciembre contaba con un 5,5 %, fue al final electo presidente de la República en segunda ronda con un 60,6 %. El escenario es racionalmente poco plausible, debido al descrédito de la gestión del gobierno, los casos de corrupción señalados por medios de comunicación como los más grandes del país, la baja aceptación del gobierno y del presidente, que su programa de gobierno fuese muy similar al de cuatro años antes, y pese a eso, el oficialismo ganó nuevamente la elección.
Carlos Alvarado logró construir un discurso separatista, aislado, incoherente del discurso de gobierno, que de manera efectiva logró deconstruir su imagen de candidato oficial y rehacerla como algo nuevo, ausente de los vicios y los escándalos del gobierno, ocultando sus colores, eslóganes, línea gráfica, estilo, los más básicos principios de su partido y cercanía ideológica con la nueva izquierda latinoamericana, así construyó su mito de candidato amparado a su juventud, su preparación técnica y su agenda dual. Esto le valió la preferencia electoral, centrándose mayoritariamente en que es un joven, preparado que nada tiene que ver con los problemas del actual gobierno.
Veamos el caso hondureño, Salvador Nasralla, de extracto televisivo, de verbo incendiario y reactivo, lanza su partido Alianza de Oposición contra la Dictadura, aprovechando que en ese país, por primera vez, luego de la prohibición vigente desde 1982, se abría la posibilidad de la reelección presidencial, gracias a un fallo de la Corte Suprema. Es claro que en Honduras no hay una dictadura en la actualidad, pero la personificación de la continuidad que se le otorga al proceso reelectivo de Juan Orlando Hernández, se convierte en el pilar de la campaña de oposición.
La personificación del riesgo de una dictadura es una herramienta para mover la intención de voto, efectiva o no, es menester de otro análisis. Lo cierto es que Hernández se reeligió con una diferencia de 1,53 % del total de votos válidos emitidos, lo que desató una ola de protestas con decenas de muertos. Más de 15.000 observadores nacionales e internacionales dieron garantía del proceso y pese a que fueron detectadas suficientes inconsistencias como para determinar el proceso electoral como de “baja calidad” según la observación de la OEA, no fue suficiente como para dar rienda a las acusaciones de fraude.
En Honduras, la propuesta programática, la identificación partidaria, la militancia, pasaron en este proceso a un segundo plano, dejando en evidencia el histrionismo de Nasralla, y la personificación de la posibilidad de la dureza de la dictadura en la candidatura oficialista.
El tercer caso es el de El Salvador, el partido en el gobierno, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) con diez años en el poder, se presenta a esta elección con un desgaste fuerte en las percepciones positivas de los ciudadanos debido a escándalos de corrupción sin investigación, escasez de medicamentos en la red de salud del país, falta de eficacia en la distribución de subsidios para los servicios públicos, la continuidad del éxodo salvadoreño hacia los Estados Unidos principalmente y la poca mejoría en materia de seguridad pese al nuevo impuesto aprobado para tal fin que genera alrededor de nueve millones de dólares anuales dirigidos a seguridad.
La elección en El Salvador, a diferencia de Honduras y Costa Rica, no fue para elegir la presidencia de la república, sino para elegir 84 diputados, sus suplentes y 262 alcaldes para un país con una extensión de 21.041 km2. El fenómeno que por primera vez se presenta en el país, obedece a la participación directa de los precandidatos presidenciales del partido de oposición ARENA, en los comicios locales. Como antecedente, es importante señalar que este tipo de elección no generaba una expectativa más allá que la del universo local, con las limitantes de territorialidad que esto presentaba.
No obstante, el proceso de renovación de alcaldías tomó un nuevo rumbo, partiendo del dinamismo que le imprimió la acción proselitista de los precandidatos de los partidos en contienda, es a partir de esto que se incrementaron las manifestaciones de campaña, anuncios en televisión, prensa y radio, así como una mayor producción y distribución de signos externos y divisas, tanto que el Tribunal Supremo Electoral impuso multas por campaña anticipada.
De toda forma el proceso salvadoreño, también es un ejemplo del cambio de la rigidez del programa político, por el histrionismo de los candidatos, dejando la percepción racional sobre la intención de voto y moviéndola hacia la necesidad del estudio de las motivaciones irracionales de la misma o de sus cambios a lo largo de una campaña electoral.
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