Hugo Egido, @egido300, sociólogo
Hace unos meses se cumplía la efeméride de los setenta años del suicidio de Adolf Hitler en el bunker de Berlín (30 de abril de 1945). Aunque mucho se viene escribiendo en este tiempo del siniestro personaje que lo propició, de lo ya escrito, debo mencionar la voluminosa y detallada biografía que Iam Kershaw ha dedicado a Hitler, con el rigor y la perspectiva multiangular que es preciso adoptar para no perder objetividad de análisis. Pese al paso del tiempo, creo que todos seguimos preguntándonos ¿cómo fue posible que un ser tan vulgar, de pensamiento tan limitado, sin ninguna capacidad o cualidad conocida hasta su llegada al poder, salvo la charlatanería, la vehemencia y el fanatismo pudo arrastrar a un pueblo vertebrado y cultivado como el alemán al desastre y, con él, al resto del mundo?
En las próximas líneas intentaré enmarcar cómo las ideas políticas más simples, basadas muchas veces en burdos estereotipos culturales, siguen teniendo tanto poder de penetración en el alma colectiva de la sociedad y, por ello, continúan siendo utilizadas como elementos de comunicación política. Les sonarán, como muy contemporáneas las simples dicotomías: “ellos y nosotros”, o la manida “nos contaminan”, “no son como nosotros”, “nos roban nuestros recursos”, “España nos roba”, “los intereses privativos de la casta frente a los intereses comunales del pueblo”. Todos estos eslóganes, frases hechas, mantras, siguen siendo utilizados en la actualidad por la sencilla razón de que funcionan, y mucho.
Recientemente he publicado la novela “Las Memorias de Bastián Höss, 1936-1937” cuya trama está centrada en las memorias, recuperadas años después, de su protagonista: un joven y prometedor sociólogo que se ve arrastrado por las circunstancias a colaborar en un primer programa gubernamental dirigido y tutelado por la siniestra figura de Reinhard Heydrich, cuyo objetivo será diseñar los cimientos de lo que luego la historia conocería con horror como “La solución final al problema judío” (el holocausto, la Shoah). Pero el libro aborda también otros aspectos; habla de la lucha que se estaba librando en la universidad alemana entre la dogmática ideología nazi y los profesores que todavía intentaban impartir conocimiento y ciencia, conscientes del momento crítico en la historia por el que estaba atravesando Alemania, conscientes también de lo inútil de su acto pero, pese a ello, tenaces en la defensa de la libertad de cátedra y de la independencia de la universidad.
El título del presente artículo no es en ningún sentido casual. A través de la mencionada novela se narra cómo la arquitectura y la propaganda del régimen nazi se cimentó, entre otros pilares, en un férreo control de los medios de comunicación. Es profusamente conocido este control y la machacona propaganda cuyo único objetivo era generar un nuevo “ethos”, un nuevo marco regulador que favoreciese y potenciase al Estado y, sobre todo, a su líder.
El híper liderazgo es una de las características buscadas por el régimen nazi y por Hitler, en todas y cada una de las acciones propagandísticas que llevaron a cabo a lo largo del III Reich alemán. En este sentido, existe numeroso material académico que analiza los distintos soportes utilizados por el régimen, desde cuñas de radio a carteles propagandísticos, desde octavillas a marchas y paradas paramilitares, su estética y simbología. La total supeditación de la información a los intereses del Estado y los intereses del Estado supeditados a los de su líder carismático, su guía, el único capaz de conducir al pueblo al Reich de los mil años. Hoy todavía nos sobrecoge por su belleza y eficacia visual la famosa película de Leni Riefenstahl, “El triunfo de la voluntad”, uno de los mejores ejemplos de propaganda en la historia del cine. Pero, no podemos analizar con un mínimo de rigor el periodo, desde la perspectiva de la información al servicio del poder del Estado o de la propaganda, sin posar nuestra mirada en la figura de Paul Joseph Goebbels (1897-1945). El control total que ejerció desde el Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda no sólo resultó eficaz para los objetivos del Partido Nazi y su líder, sino que implementó y consolidó nuevas técnicas de propaganda que hasta ese momento no habían sido utilizadas. Sus famosos “Once principios para la propaganda”. Situemos nuestra mirada sobre alguno de ellos.
Principio de la vulgarización.
Toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. La capacidad receptiva de las masas es limitada y su comprensión escasa; mensajes simples para que no los olviden.
Principio de orquestación.
La propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incansablemente, presentarlas una y otra vez desde diferentes ángulos, pero siempre convergiendo sobre el mismo concepto. Sin fisuras ni dudas. “Si una mentira se repite lo suficiente, acaba por convertirse en verdad”.
Principio de la verosimilitud.
Construir argumentos a partir de fuentes diversas, a través de los llamados globos sonda o de informaciones fragmentarias. Utilizar personas con prestigio social para que realicen la argumentación.
Principio de la silenciación.
Acallar las cuestiones sobre las que no se tienen argumentos y disimular las noticias que favorecen el adversario, también contraprogramando con la ayuda de medios de comunicación afines.
Principio de la transfusión.
Por regla general, la propaganda opera siempre a partir de un sustrato preexistente, ya sea una mitología nacional o un complejo de odios y prejuicios. Se trata de difundir argumentos que puedan arraigar en actitudes primitivas de la población.
Principio de la unanimidad.
Llegar a convencer a mucha gente de que piensa “como todo el mundo”, creando una falsa impresión de unanimidad. El famoso, “como todo el mundo sabe”, “el pueblo está harto de sus políticas, señor mío”, etc.
Principio de exageración y desfiguración.
Tenemos ejemplos recientes de utilización de estos dos principios. Uno muy famoso, planetario. No podemos borrar la imagen de la caída de las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001. Las hemos visto caer mil veces, desde miles de ángulos, con detalles, muchas veces morbosos. El efecto amplificador que el hecho ha tenido a posteriori en la “aldea global” (que tan magníficamente supo ver Marshall McLuhan) ha supuesto que todos los países occidentales viésemos en el efecto de la caída de ese símbolo y la materialización de las teorías de Samuel Huntington y su famoso “choque de civilizaciones”, donde clasifica las civilizaciones islámicas como rivales de la occidental. Pero no es mi propósito analizar la obra politológica de Huntington. Sólo quiero pararme, por un instante, en los años posteriores al 11 de septiembre de 2001. El miedo posterior generado en la sociedad norteamericana por ese cruento acto fue, desde mi punto de vista, bien utilizado por la administración Bush. En el sentido de plantear al ciudadano el manido dilema de “un poco de tu libertad a cambio de seguridad”, con la simple lógica de “ustedes tienen que ceder algo de su libertad para que nosotros, Estado, podamos protegerlos de forma más eficaz”. De esa forma guerras basadas en pruebas manipuladas, prisiones fuera de cualquier marco legal o sujeto al derecho internacional se fueron produciendo en una insólita cascada. Pese a la cesión de la sociedad, el tiempo nos ha demostrando que no estamos más seguros, ni mucho menos.
Como pueden constatar, muchos de estos once principios son aplicables a la sociedad actual española.
Si nos detenemos en los principios de vulgarización y orquestación, hoy día, en España, seguimos atendiendo a la banalización de la comunicación política. A base de la insistente y machacona simplificación de la realidad a través de frases sencillas, eslóganes directos que cada partido y representante político repite (ya que es un argumentario prefijado desde los aparatos de los partidos) para que sea repetido hasta la extenuación por sus representantes. No importa si es cercano a la verdad, lo importante es que se repita y cale en la opinión pública.
Y, respecto al principio de la verosimilitud, no creo que a nadie nos sorprenda ver, a posteriori, como este argumentario político es repetido por los “tertulianos/as” profesionales que en distintos medios de comunicación, repiten como un “mantra” el argumento dictado desde los aparatos de los partidos políticos. Amplificando su transmisión y consolidando su voluntad de verosimilitud, ya que la misma es apoyada por personas ajenas al partido (generalmente analistas políticos o profesionales de los medios de comunicación cercanos al poder o al partido político en cuestión), pero que gozan de prestigio social.
Cada sociedad tiene su momento en la historia y sus paradigmas que intentan responder a los retos que se van planteando en el día a día y anticipar los futuros. Ese fue uno de los retos de la sociedad alemana en 1936 y 1937, los dos años en los que se centra la mencionada novela. Vislumbrar azarosamente el peligro que como sociedad se estaba materializando desde 1933, ser capaz de dimensionar el insondable abismo que se cernía sobre ella. El bien contra el mal, en esa eterna lucha, tantas veces repetida. Las Memorias de Bastian Höss nos legan el recuerdo de un tiempo no tan lejano.
La novela, centrada en casi toda su trama argumental en Berlín, también habla del deterioro de la sociedad berlinesa, de sus valores cosmopolitas, de cómo la intoxicación del régimen fue permeando la ciudad y a sus habitantes, de cómo un corrosivo veneno lo invadió todo hasta sepultar la libertad, hasta adormecerla en un marco aparente de legalidad. Habla, cómo no, de los judíos, de los comunistas, de los ciudadanos que ya en esos dos años, 1936-1937, perdían su trabajo e iban perdiendo sus derechos ante la pasividad, en algunos casos o la complacencia, en muchos otros, de la sociedad civil alemana. Pero, sobre todo, el hilo conductor de toda la trama de la novela es la moral frente a la amoralidad, la virtud, frente a la perversión, los valores y la justicia, frente a la arbitrariedad y el terrorismo de Estado. Es en este universo de tensiones en el que habitan los distintos protagonistas de la historia; unos, simplemente amoldando con resignación su vida a cada cambio, a cada nueva coyuntura, que les hace constatar que el mundo que conocieron, que el universo imperfecto pero democrático en el que se desarrollaban sus vidas, ya formaba parte del pasado. Otros, los más valerosos, luchando. En la novela, como en la vida real, no hay héroes, sólo ciudadanos normales que luchan contra un Estado totalitario y asesino, que luchan por los valores en los que creen, que luchan, en definitiva, por nuestra imperfecta sociedad democrática.
Espero que el mundo en el que vivimos actualmente, su sociedad, sea cada vez mejor. Para ello, así lo creo, los ciudadanos debemos involucrarnos más, debemos sentirnos concernidos ante nuestra imperfecta democracia, no sólo cada cuatro años, sino cada día, cada semana. Máxime si, como hemos visto estos últimos años, importantes actores e instituciones del sistema no han estado a la altura, nos han fallado. Como les pasó a algunos de los personajes de la novela, pero basado en la historia real europea, no esperemos que sean otros los que hagan las cosas por nosotros. No creamos que podemos cambiar el status quo sentados cómodamente en el sofá de casa con el mando a distancia de la televisión en la mano. Las democracias garantizan deberes y derechos, pero son los hombres los que deben luchar por ellos.
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