Por Juan Luis Fernández @juanlu_FL y Vicente Rodrigo @_VRodrigo
Que la política está perdiendo a los jóvenes, desde la perspectiva del análisis electoral y la comunicación política, es un hecho que se viene estudiando durante la última época, coincidiendo con la crisis económica y la fragmentación de los sistemas de partidos¡.
Sirva como ejemplo el caso de España, que enfrenta el 10 de noviembre sus cuartas elecciones en cuatro años. A día de hoy, según el CIS, apenas el 50 % de los jóvenes entre 18 y 24 años están seguros de que vayan a votar y casi el 40 % considera que ningún partido representa sus ideas. La explicación, no obstante, tiende a ser condescendiente: “Los jóvenes suelen votar menos porque el vínculo que se crea con la política está ligado al ciclo vital, y en ese momento es un vínculo más difuso, incipiente y lejano” (Francisco Camas, Metroscopia) o “los nuevos votantes conocen peor el sistema político porque tienen menos experiencia” (Antón Castromil, Universidad Complutense).
En este punto de consenso analítico, conviene reflexionar sobre si debiéramos considerar a la juventud como un actor político más y/o como una variable determinante en la decisión del voto. No se trata de una mera cuestión genealógica. La conocida como Generación Z (nacidos en torno al año 2000) está marcada por una serie de elementos comunes: su socialización política está marcada por un contexto de “crisis permanente”, incertidumbre en el mercado laboral y falta de referentes y marcos políticos. Un paradigma que no encuentra respuesta en los clivajes tradicionales.
Estos jóvenes, que ahora se dan cita con las urnas por primera vez, no solo se encuentran con un entorno político que les es ajeno. En su mayoría son nativos digitales que se comunican de manera diferente, muestran fidelidades volátiles y confían más en el liderazgo social de los influencers que en los representantes democráticos.
Esta aparente apatía contrasta con la fugaz y ferviente politización que acompaña a fenómenos sociales, a menudo, de protesta. Muestra de ello son las movilizaciones en torno al fenómeno Greta Thunberg o su fuerte presencia en las corrientes anti-stablishment, como está ocurriendo en diversos países de Latinoamérica, como Chile, o en los movimientos nacionalistas en Europa. Aparecen de manera repentina en la agenda como agitadores, manipulables, un arma al servicio de los que pretenden romper el statu-quo.
Pero, ¿están realmente desatendidos los jóvenes por los partidos que tradicionalmente has ostentado el monopolio de la representación política? Lo cierto es que, si observamos la agenda partidista y mediática, poco o nada se habla de los temas que más les afectan. Como diría la filósofa Hannah Arendt, “una experiencia hace su aparición cuando es verbalizada. Y a menos que sea verbalizada es, por así decirlo, inexistente”. Dicho de otra manera, en la medida en que sus asuntos no estén reflejados en la conversación pública, los jóvenes no se verán representados por sus representantes.
Lo cierto es que una mayor pluralidad de voces en la comunicación política y electoral no se ha traducido, salvo en contadas ocasiones, en el enriquecimiento de una agenda donde nuevos actores tengan voz.
En el marco de la mercadotecnia electoral, no puede decirse que los jóvenes sean un electorado especialmente goloso. En primer lugar, porque demográficamente constituyen únicamente el 8 % del electorado en una sociedad cada vez más envejecida. Cuestiones como la pensiones o los subsidios por desempleo se antojan como ganchos electorales más rentables para cualquier partido.
Además, resulta complejo amortizar las inversiones y los esfuerzos orientados a un target que es el más infiel y volátil. Las formaciones no solo deben pulsar la tecla adecuada mediante técnicas más sofisticadas de microtargeting y grassroots para activar comunidades heterogéneas, sino que se enfrentan a un público muy exigente, sin afinidades partidistas sólidas, y con una menor fidelidad electoral.
Pero no se trata de una cuestión de mercadotecnia, sino de representatividad. El diagnóstico nos muestra que la salud de nuestras democracias está algo deteriorada, con una creciente fatiga de legitimidad. Su evolución vendrá determinada por su capacidad para desarrollar mecanismos de participación innovadores, más allá de las dinámicas (pseudo)plebiscitarias, que involucren a sus jóvenes en los procesos de decisión, en cuestiones y frames políticos y emocionales en los que se sientan identificados. No consiste en contentarles sino en ofrecerles respuestas. No en vano, el futuro vendrá determinado por la crisis climática y el futuro del trabajo en la era digital y robotizada.
Desgraciadamente, el término “generación perdida” está manido y asentado en nuestra conciencia colectiva. No podemos permitir que dicha generación, en los próximos años, sea además una generación no representada.
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