Leyre Santos Vidal, @leyresantosv, Periodista en la Cadena SER y becaria de la Fundación “la Caixa”
Los procesos soberanistas como el brexit generan un efecto corrosivo en la clase política. La caída de Boris Johnson supone el final de un ciclo cuya herencia permanecerá durante años.
La salida de Boris Johnson puso fin a una tragedia en tres actos: David Cameron, Theresa May y él mismo. Con su expulsión se cierra un ciclo, el del brexit, pero al mismo tiempo se asienta una tendencia: la radicalización, la degeneración del Partido Conservador. Con el relevo de Boris Johnson a manos de Liz Truss, se confirma una realidad que ha llegado, de momento, para quedarse. La nueva primera ministra simboliza, perfectamente, el abismo al que se ha visto abocado el cuarto país del G7 en función del PIB.
Los tories han ido adoptando una deriva cada vez más escorada a la derecha y cada vez más nacionalpopulista. Con la dimisión de Johnson, termina una etapa con innumerables consecuencias para el Reino Unido. El brexit se va, pero su herencia permanece, y parte de esa herencia es la degradación, la radicalización del mensaje. La supremacía del relato y de las armas de la comunicación política por encima de las propuestas. La supervivencia del partido por encima del interés nacional. El continente sobre el contenido.
Tomando la parte por el todo, a modo metonímico, podríamos simplificar en una frase dicha deriva, motivada por toda la retórica en torno al leave. Fue una respuesta que dio Michael Gove, el entonces Lord Canciller y ministro de Justicia, a una pregunta que le hicieron en una entrevista en la cadena Sky News. Tres semanas antes del referéndum, en 2016, le pidieron que nombrara a cualquier economista que apoyara la salida del Reino Unido de la Unión Europea. No dudó: “People in this country have had enough of experts”. El Reino Unido ha tenido suficientes expertos. El Reino Unido está harto de expertos, una declaración sintomática de la enfermedad que en ese momento —y todavía ahora— adolecía la clase política británica.
La salida del Reino Unido de la Unión Europea no se abordó en el momentum político correcto. Entre las filas de los tories, existía un grupo euroescéptico. Este problema, perteneciente a las dinámicas internas del partido, se convirtió en un problema general cuando se creó el UKIP, UK Independence Party, eurófobo, de extrema derecha y cuya principal ideología era el odio a los burócratas de Bruselas, el odio a la supuesta pérdida de soberanía que suponía pertenecer a los entonces Veintiocho. Para paliar la pérdida de votos y el ruido interno, Cameron decidió convocar un referéndum. Esa fórmula ya había tenido éxito hasta en dos ocasiones: con el referéndum de la reforma del sistema electoral en 2011 y con el de la independencia de Escocia en 2014. Los tres tenían un elemento común: se convocaron, no por el interés nacional, sino por intereses políticos. En todo momento, Cameron puso la unidad y el futuro de los tories por encima del interés general del Reino Unido. Así, el referéndum del brexit se convocó para intentar acallar un runrún en el partido. Sin embargo, ese runrún era más poderoso de lo que Cameron pensaba. No era exclusivo de la clase política.
Take Back Control
El brexit se aprovechó de una coyuntura global que favoreció el auge de los nacionalpopulismos de forma simultánea en muchos lugares. De alguna manera, esto estuvo en gran parte motivado por la aparición del UKIP, con proclamas mucho más radicales que las de los tories. Poco a poco, los conservadores fueron integrando dicho argumentario en su discurso. Las críticas al establishment, la tensión entre lo global y lo local, exaltando a los llamados “perdedores de la globalización” y oponiéndose radicalmente al libre comercio, el escepticismo flagrante a la inmigración, motivado por la mala gestión europea de la crisis de refugiados de 2015… todas esas dinámicas del UKIP fue asumiéndolas, poco a poco, el discurso probrexit y, en etapas posteriores, fueron permeando todas las capas del Partido Conservador, en un ejemplo claro del efecto corrosivo del nacionalpopulismo en los partidos políticos tradicionales.
Esto se sumó a una brutal campaña de desinformación, que impuso un relato y una visión de la Unión Europea completamente alejada de la realidad. La desinformación es un sujeto activo, una campaña intencionada y motivada desde agentes externos que busca socavar la credibilidad en las instituciones y los medios de comunicación. Como ha afirmado el profesor de la Universidad de Navarra Jordi Rodríguez-Virgili en numerosas ocasiones, lo que busca la desinformación no es tanto que uno crea una idea o apoyar una causa concreta, sino la desafección, el descrédito, la deslegitimación de las instituciones democráticas. La desinformación no busca que el ciudadano crea algo, busca que no se crea nada, y por eso es tan peligrosa para los regímenes democráticos.
El cerebro de esa campaña fue Dominic Cummings. Se ha escrito mucho acerca del papel que los asesores políticos, los spin doctors tienen en las democracias occidentales. Toni Aira, profesor de Comunicación Política en la Universidad Pompeu Fabra, explica que, en muchos casos, han pasado de tener una función consultiva, de estar en el ámbito de la comunicación política, a estar en el lado ejecutivo, a participar en la toma de decisiones. Nadie les ha votado, pero ellos sitúan el debate. Su función, a grandes rasgos, es fijar agenda, construir un relato, manipular una opinión pública cambiante.
Eso se consigue a través de distintas estrategias. Según McCombs y Shaw, que enunciaron la teoría de la agenda setting, los ciudadanos, en el contexto de una campaña electoral, se centran en unos u otros temas en función de los medios de comunicación. Es decir, el conocimiento y la percepción que el ciudadano medio tiene del mundo y la actualidad deriva de su consumo mediático. Por eso, no solo importa el tema central, sino también desde qué perspectiva se aborda. Los medios de comunicación son los definidores de la realidad y establecen los marcos de discusión, y los spin doctors se aprovechan de eso a través de distintas herramientas, como los soundbites, breves clips de discurso repetidos constantemente en la prensa generalista. Durante la campaña del brexit, Cummings consiguió, a través de distintas técnicas, que el framing central fuera la soberanía, el control, la seguridad.
Licenciado en Historia Antigua y Moderna por Oxford, Cummings fue asesor de Michael Gove y dejó la política en 2014, solo para volver poco después, en 2015, con un único objetivo: que ganara el leave en el referéndum convocado por David Cameron. Casi desde el principio, supo ver que Cameron y su equipo tenían algo en contra: las expectativas. Prácticamente todo el mundo daba por hecho que el Reino Unido iba a decidir quedarse en la Unión Europea —eso favoreció, entre otras cosas, la abstención juvenil o el voto de castigo a Cameron—.
Aprovechando la brecha territorial, Cummings centró sus esfuerzos en el electorado de Inglaterra. Su lema era simple, limpio y conciso: Take Back Control, haciendo referencia a la soberanía británica supuestamente robada por la Unión Europea. La campaña del leave se basó en tres cosas: la segmentación del electorado, la desinformación y la manipulación del voto a través de Facebook gracias a AggregateIQ (AIQ), compañía aliada de Cambridge Analytica. Conscientes de la importancia de los medios de comunicación de masas en la opinión pública, los partidarios por el brexit hicieron un uso activo de la desinformación —porque la desinformación es una estrategia activa—. La noticia falsa más conocida difundida en campaña es la que afirmaba que cada semana el Reino Unido daba a Bruselas 350 millones de libras y que ese dinero, inmediatamente después del referéndum, podría comenzar a destinarse al NHS. También azuzaron el pensamiento en contra de la inmigración, jugando con la crisis de refugiados y con una hipotética entrada de Turquía en la Unión Europea.
Eso en cuanto a los aspectos de fondo, de contenido. Pero, al mismo tiempo, también se puso especial atención a los aspectos formales que radicalizaron a la población, como el denominar “proyecto miedo” al proyecto europeísta que abogaba por permanecer en la UE. El filólogo Victor Klemperer habla en varias ocasiones del efecto corrosivo de las palabras. Estas actúan, a su parecer, como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno y, al cabo de un tiempo, se produce el efecto tóxico. Las palabras aisladas, las expresiones de formas sintácticas que se imponen repitiéndolas millones de veces y que son adoptadas de forma mecánica e inconsciente tienen un efecto corrosivo en la sociedad. Atraviesan todas las capas y se impregnan como el polvo en el ambiente. Una predisposición adecuada a una idea, una queja generalizada, aunque no expresada, ese runrún que se mencionaba en párrafos anteriores puede ser el caldo de cultivo perfecto para un proceso como el brexit.
¿Democracia parlamentaria o democracia plebiscitaria?
La opinión pública es manipulable y muy susceptible de cambiar su voto ante algunos mensajes. Por eso, la fórmula elegida, un referéndum, siempre jugó a favor de la salida. Los referéndums plantean, a priori, varios problemas. En primer lugar, hay una cuestión de legitimidad: en una democracia representativa como la británica, el poder reside en el parlamento. Es él quien tiene el mandato de la soberanía popular para tomar las decisiones. Por lo tanto, a todos los efectos, el referéndum sólo es consultivo. Ahora bien, un referéndum es una foto fija en una realidad cambiante. Y esa foto fija se basa en una opinión ante una pregunta que, en la mayoría de los casos, es una falsa dicotomía: “Sí o no, dentro o fuera”. Una falsa dicotomía: soluciones simples a problemas complejos.
En el caso del Brexit, la dicotomía no podía haberse planteado de una forma más escueta. La pregunta inicialmente formulada en 2015 por el Gobierno de Cameron era: “¿Debe el Reino Unido permanecer como miembro de la Unión Europea?”. No obstante, la Comisión Electoral británica consideró que esa redacción podía favorecer a los candidatos del remain, así que se modificó: “¿Debe el Reino Unido permanecer como miembro de la Unión Europea o debe abandonar la Unión Europea?”. El cómo, el cuándo y, en fin, las condiciones de esa salida ya eran sujeto de otra fase.
El referéndum plantea una pregunta de sí o no, no contempla más escenarios, convierte a una sociedad diversa en un sistema binario. ¿Y si una parte de la ciudadanía británica quería quedarse imponiendo condiciones más duras a la Unión Europea? ¿Y si otra parte quería salir, pero solo si se imponía un acuerdo determinado? ¿Y si los ciudadanos cambiaban de opinión según avanzaban las negociaciones? Nada de eso podía estudiarse, porque ese tipo de decisiones las toma un gobierno ejerciendo su tarea, con un mandato de las urnas concedido unas elecciones. El gobierno, en función del transcurso de los hechos, toma unas u otras medidas, no fijas, sino dependiendo de las circunstancias y el interés general, intentando cumplir con el compromiso asumido en campaña, pero no siempre, porque no siempre se puede—ese es uno de los acuerdos tácitos de la democracia—. El referéndum, en cambio, establece un mandato fijo y simple, ignorando las circunstancias y la letra pequeña. Esa es su mayor carencia en materia de legitimidad.
Get Brexit Done: el cénit de la degradación
El triunfo del referéndum no fue el final, sino tan solo el principio de un proceso político que ha conseguido derribar a tres primeros ministros y que ha tenido muchas consecuencias. En primer lugar, el resultado de la votación evidenció un problema territorial —el leave perdió en Escocia, Gales e Irlanda del Norte—, un conflicto generacional —la mayoría de los jóvenes votó remain, pero su participación fue significativamente inferior a la de otras franjas de edad—, un conflicto demográfico entre ciudad, que vota quedarse, y campo, que vota irse, un problema de interpretación, pues la consulta no especificaba cómo debía desarrollarse esa salida y, por último, un vacío de poder, el fin de la carrera política de David Cameron, la primera victoria del soberanismo sobre un primer ministro en ejercicio. Y faltarían dos más.
A Cameron le sustituyó Theresa May, la segunda mujer en ocupar el cargo desde Margaret Thatcher. Tras ocupar el cargo, convocó elecciones para legitimarse, pero sus constantes disputas con el parlamento y la problemática de no poder llevar a cabo de forma efectiva la salida del Reino Unido de la Unión Europea la llevaron a dimitir. Segundo premier que liquidó el proceso.
Y, finalmente, llegó Boris Johnson, la máxima expresión del fenómeno de la personalización de la política. El Partido Conservador se fue radicalizando y, con él, su clase política. Los tories fueron, poco a poco, exigiendo más mano dura para terminar con el proceso soberanista, y eso provocó que Johnson, que prometía una salida fuera como fuera, llegara a Downing Street. En términos aristotélicos: el pathos y el ethos de un líder carismático pasan a ser más importantes que el logos. A este respecto, Boris Johnson es un ejemplo paradigmático. El cierre ilegal del parlamento nada más asumir el cargo, el nombramiento y la expulsión del siempre polémico Dominic Cummings, las amenazas de imponer un Get Brexit Done sin acuerdo o la tensión con Bruselas en lo referente a Irlanda del Norte son elementos que confrontan, por ejemplo, con su infancia en la Escuela Europea de Bruselas, sus estudios humanísticos en las mejores universidades del Reino Unido, su labor como periodista o su papel ciertamente racional en la respuesta occidental a la guerra de Ucrania.
Ese carácter dual de su personalidad como líder responde más a una estrategia que a un hándicap personal. Su papel en el brexit, primero en el referéndum y, después, ya como primer ministro, su aparente personalidad excéntrica, su carácter populista, su pelo despeinado para desligarse de un establishment al que pertenece desde que nació, todo está pensado al milímetro para cumplir su papel. Pero, como los anteriores, él tampoco ha sido inmune al efecto corrosivo del proceso en la clase política. Las fiestas, los escándalos, pero, sobre todo, el personaje que ha creado a partir de lo anterior le han hecho llegar a un precipicio del que le han empujado, agonizante y paradójicamente, sus propios compañeros, esos que pedían, de forma ferviente, a un político como él tras la salida de Theresa May.
El brexit se va, su herencia permanece
Los candidatos para relevar a Boris Johnson, Liz Truss y Rishi Sunak, confirmaban la deriva que el Partido Conservador ha adoptado a raíz del brexit y que viene para quedarse. No sólo son el populismo, la campaña permanente y los mecanismos comunicativos, es también la propia radicalización ideológica, asumida del UKIP, que ha permeado a la derecha británica, pero también al centro y a la izquierda. Y la victoria de Liz Truss, la candidata más radical, que busca la confrontación más absoluta con Bruselas, que promete bajadas de impuestos y que niega rotundamente la posibilidad de cualquier corte energético en el Reino Unido, mientras el país afronta una crisis del coste de la vida que, según los expertos, va a costar muchas vidas en invierno, es solo un paso más en una degradación que aumenta en escalada. Se calcula que las familias británicas más vulnerables van a tener que destinar la mitad de su sueldo a pagar la factura de la luz y, mientras tanto, la gestión política ni está, ni se la espera.
El final del brexit nos deja una primera ministra que no quiere nadie —el 52% de los británicos creen que va a ser mala o terrible, según una encuesta de YouGov— y a la que solo han podido optar a elegir el 0,36% de los votantes —los alrededor de 172.000 afiliados al Partido Conservador con derecho a voto—. Durante los últimos meses, desde la dimisión forzada de Johnson, hemos presenciado una campaña electoral con dos programas que confrontaban, con propuestas nuevas y con un panorama radicalmente distinto al de las elecciones generales de 2019, y de la que se ha excluido, completamente, a la totalidad de la ciudadanía británica. Y lo paradójico de la situación es que en el seno del Partido Conservador nunca dejan de sonar los tambores de guerra; ya han voces críticas que buscan un relevo de cara al próximo año.
El brexit fue el primero de los grandes eventos antiestablisment, antisistema, nacionalpopulistas y de extrema derecha de las democracias occidentales. La victoria de Trump en Estados Unidos, de Bolsonaro en Brasil, de Orbán en Hungría o el auge de Marine Le Pen en Francia son hechos que corresponden al mismo fenómeno. Y son tendencias que, por ahora, han venido para quedarse. Ante esto, la gran pregunta es qué respuesta tienen los férreos sistemas liberales para sortear esta deriva, qué plan tiene la Unión Europea para cuando ocurra lo peor en una de sus potencias o, en definitiva, cómo volver a los mecanismos políticos tradicionales, si eso es posible y si han sido verdaderamente tradicionales alguna vez.
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