Por Rina Mussali, @RinaMussali, Analista internacional y autora del libro “AMLO y el mundo, ¿por qué la tercera fue la vencida?” (2020)
En octubre del 2018, después de dos derrotas en las elecciones regionales de su partido, la canciller alemana Angela Merkel anunció que renunciaría al liderazgo de la Unión Demócrata Cristiana (CDU), declinando contender por otro cargo público en el futuro. Esta decisión, que causó gran conmoción al interior del país, también cimbró una estela de inseguridad en la comunidad internacional, pues la culminación del ciclo político de la lideresa más popular del mundo selló un legado incalculable en el orden político y liberal internacional que emanó tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Después de haber hecho pública su decisión, de inmediato empezaron a surgir preguntas en torno a quién podría sucederle, y si él o ella estaría a la altura del puesto -o sería capaz de «llenar sus zapatos»- en un momento en que el mundo atraviesa una crisis planetaria y civilizatoria, amplificada por el tsunami pandémico del nuevo coronavirus. En palabras de la canciller, el mayor reto desde la reunificación alemana y la Segunda Guerra Mundial. Entonces, ¿cómo imaginar el mundo sin ella?, ¿cómo disociar a Europa sin su brújula y comando?, ¿qué sería de la democracia liberal sin su dirección política? Resulta ilustrativo recordar que previo a la pandemia, el mundo atestiguaba una serie de choques en el escenario internacional, una lucha entre fuerzas opuestas y dicotómicas que se produjeron como resultado de las urnas: la pugna entre fuerzas sistema-antisistema, voces aperturistas y cerradas, globalistas y nativistas, así como las fuerzas que apoyaron la política racional versus la política identitaria, todas ellas que encontraron su punto de origen y legitimidad en los Gobiernos electos.
Este fuerte sentimiento anti statu quo vino a cuestionar la ecuación político-liberal en el orden internacional: el libre comercio, la apertura, la porosidad de las fronteras, el multiculturalismo, la agenda de diversidad, la cooperación multilateral, la defensa de los derechos humanos y el ‘cóctel’ de libertades que han sido constreñidos por los Gobiernos autoritarios que buscan subvertir la democracia. Varieties of Democracy, por ejemplo, señala en su informe 2020 que vivimos una tercera oleada autoritaria, -tras el periodo entre guerras y la Guerra Fría-, en el que “por primera vez desde 2001, las democracias ya no son mayoría”. Dicho reporte nos advierte de un crecimiento de los regímenes híbridos y/o abiertamente autocráticos, un total de 92 países en los que viven el 54% de la población mundial, frente a 87 democracias liberales que albergan al 46% de la población restante. Freedom House también se pronuncia de forma similar, señalando que de 41 países considerados ‘libres’ de 1985 a 2005, 22 han registrado declives en las libertades en los últimos cinco años.
Precisamente la conmoción y preocupación de la salida de Angela Merkel deriva por este marco global cada vez menos favorable a la democracia liberal y por la furia rabiosa anti-instituciones. Una «diabetes democrática» -como ha sugerido el Latinobarómetro- ante la asonada de los hombres fuertes y cesaristas que no les gusta vivir bajo los límites que les impone el poder y el juego de pesos y contrapesos que descentraliza su autoridad y dominio. Muchos de ellos, utilizan las ‘mieles’ democráticas para arribar al poder y luego degradan el sistema que los encumbró.
Los ejemplos sobran: Vladimir Putin en Rusia, Recep Tayiip Erdogan en Turquía, Víktor Orbán en Hungría, Jaroslaw Kaczinsky en Polonia, Jair Bolsonaro en Brasil, Rodrigo Duterte en Filipinas o Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en México, por mencionar solo algunos. De hecho, la llegada de AMLO a la presidencia se produjo cuando otros 27 líderes nacionalistas y populistas ya estaban en el poder, incluyendo a Donald Trump en Estados Unidos.
Al escenario anterior tan desolador, le debemos añadir la carga pandémica de la COVID-19, cuya arma letal ha servido para asaltar a las democracias liberales, reafirmar los estados de excepción y acortar el abanico de libertades conquistadas. Aquellos hombres ‘fuertes’ que no asumen ni reconocen los valores universales de la verdad, la ciencia, los datos y la otredad; aquellos que no autocorrigen y que inclusive están dispuestos a utilizar cualquier tipo de violencia para defender sus metas, y a los que Madeleine Albright (secretaria de Estado durante el segundo mandato de Bill Clinton) describe como tiranos que creen que las leyes y normas deben estar al servicio de sus proyectos personales, en su libro ‘Fascismo, una advertencia’.
Es aquí donde se entrecruza el actuar contrastante de la canciller Merkel, la mujer más poderosa del planeta que encarnó la carta de la estabilidad de la Unión Europea, de la integración supranacional y de la defensa férrea de la democracia liberal. Aquella que consideró a la COVID-19 como un asunto de seguridad nacional, que subordinó los intereses políticos al paradigma de la ciencia e instrumentó políticas públicas pragmáticas sin dogmas o prejuicios para encadenar el bienestar. La misma que se serenó ante los desafíos mayúsculos entregando el ejemplo como arma política y el razonamiento como divisa inspiracional y la que utilizó el hábito de la discreción para allegarse de distintas opiniones informadas y documentadas sabiendo lidiar con la prensa crítica, una muestra más de su arrojo profesional. Ejemplos notables de lo anterior fueron sus decisiones de eliminar gradualmente la energía nuclear a raíz del accidente de Fukushima en Japón (2011); de abrir la puerta a la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo dando completa libertad a los parlamentarios de su bancada de votar sin una consigna partidista (conservadora), o bien el haber apoyado la introducción de un salario mínimo luego de tres años de debate.
Sin embargo, y como menciona la periodista alemana Géraldine Schwarz, el liderazgo de la canciller alemana trasciende las fronteras de su país, al devolver la confianza al modelo de democracia representativa que había perdido crédito y eco en el orden global. Vale la pena enfatizar que los cuatro años del trumpismo fueron terriblemente difíciles para Angela Merkel como artífice del mundo liberal. Aquellos arrebatos que desfundaron la política convencional y complotaron en contra de las instituciones del Estado, -lo que ocasionó el ataque sin precedentes a la democracia estadounidense con el asalto al Capitolio el 6 de enero del 2021- y un ‘cheque en blanco’ para otros proyectos antidemocráticos cuajados por el mundo.
No obstante, resulta imperativo destacar los diversos retos y obstáculos que atestiguó la mandamás alemana durante sus cuatro mandatos: la crisis financiera del 2008, la crisis del euro y de la deuda soberana de Grecia, la crisis de migrantes y refugiados, el brexit, y más recientemente, el shock pandémico de la COVID-19. Años turbios y convulsos que han sido marcados por la ‘década perdida’ en Europa y el ascenso del populismo de extrema derecha que han cuestionado el corazón mismo del proyecto integracionista y supranacional, fuerzas que han retratado a la Unión Europea como ‘monstruo disfuncional’, una burocracia compleja y opaca que ha sido resaltada ser lenta y pasmosa a la hora de tomar decisiones.
Como menciona Christine Lagarde, ex directora del Fondo Monetario Internacional (FMI), Merkel ha actuado bajo las cuatro ‘des’: diplomacia, diligencia, determinación y deber. Sin embargo, muchas de sus decisiones fueron polémicas y altamente controvertidas.
Recordemos que para enfrentar el crack financiero del 2008 y en medio de la debacle griega, ella promovió sendos paquetes de disciplina fiscal y austeridad que levantaron reproches y críticas de la Europa mediterránea. Incluso, la decisión de recibir a un millón de refugiados provenientes de Medio Oriente le implicaron un alto costo político al dividir a la CDU y alimentar el surgimiento del partido de extrema derecha, Alternative für Deutschland (AfD). Este partido le ha dado cabida institucional al racismo y la xenofobia y otorgado licencia para activar el terror extremista que, con su discurso nacionalista, antisistémico y antimigrante empatiza con los postulados neonazis. Al respecto, el reporte de la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia señala que el racismo estructural está ampliamente expandido en Alemania, donde se estima que viven un millón de afroalemanes.
Es en este punto en el que Alemania subyace conmocionada. Aunque para contrarrestar la pandemia actual, su país lo ha hecho excepcionalmente bien en cuanto a pruebas, contención y despliegue de personal médico -mejorando la posición del partido de cara a la elección de septiembre de este año-, los actos de terror cometidos por la extrema derecha causan alarma y perturban la convivencia pacífica. Ahí se apunta la masacre de Hanau cuando Tobias Rathjen irrumpió en dicha ciudad y asesinó a nueve personas de origen extranjero. Al mismo tiempo ha surgido un movimiento identitario alemán denominado PEGIDA (Patriotas Europeos Contra la Islamización de Occidente), que predica la defensa de la raza blanca y el combate a la islamización del país, una expresión que articula lazos con la derecha internacional y grupos blancos supremacistas.
Incluso, no podemos olvidar lo sucedido en Turingia hace más de un año cuando Thomas Kemmerich obtuvo la jefatura de dicho Estado bajo la maniobra de lograr el respaldo de la fracción regional de la CDU con la AfD, un principio contrario al fijado por el partido de la canciller de no aceptar alianzas con la ultraderecha política. Aunque el bloque conservador le retiró su respaldo un día después y se haya celebrado una nueva votación, este ‘terremoto político’ detonó una enorme crisis al interior de la CDU, provocando la renuncia de su dirigente nacional, Annegret Kramp – Karrenbauer, la delfín política de Angela Merkel y artífice continuista de su encomienda, quien ahora se desempeña como secretaria de Defensa.
Será turno del nuevo jefe de la CDU, Armin Laschet, mantener íntegro el legado de Merkel en caso de ganar las elecciones de septiembre; aunque para ello deberá desempeñarse adecuadamente durante las próximas elecciones regionales y asegurar su nominación. Hay puntos muy favorables al respecto, pues como ella, ha excluido toda relación con la AfD -que ha descendido a menos del 10% de intención de voto- y gusta anclarse al centro del tablero político. Él representa el pragmatismo y la moderación, en tiempos de polarización internacional. Todo indica que será el próximo canciller de Alemania.
La popularidad de Angela Merkel es tan alta, por encima del ochenta por ciento, que se ha convertido en la política más querida del país. A nivel europeo ha puesto broche de oro a su legado al rematar con una presidencia semestral de la Unión Europea llena de logros históricos, el último de ellos, el fondo europeo de recuperación para combatir la pandemia sanitaria. No en vano, la era Merkel vio a Alemania pasar de ser un «enfermo de Europa» a convertirse en la cuarta economía más potente del mundo.
¡Cuánto vamos a extrañar a Angela Merkel con su partida! Konrad Adenauer pudo obtener el reconocimiento de grandeza a través del Westbindung, que ancló a la joven república de Alemania Occidental en la alianza trasatlántica; Willy Brandt, lo consiguió tras la reconciliación con Europa del Este; y Helmut Kohl luego de lograr la reunificación de las dos Alemanias, con la introducción del euro por encima del marco alemán. Como ellos, Angela Merkel se abre paso en esa lista llegando a ser considerada como la «líder del mundo libre».
Siendo protestante (luterana), asumió el liderazgo del partido en el año 2000 tras un choque discordante por un escándalo financiero de una CDU dominada por hombres y mayoritariamente católicos. Símbolo de estabilidad y ascenso, de pragmatismo y orden; ella le ha conferido a su partido victorias en cuatro elecciones consecutivas, y dejando en bandeja de plata una quinta. No en vano Merkel asumió el cargo de canciller, convirtiéndose en la primera mujer, -y la primera de Alemania del Este- en ocupar el máximo encargo.
Esta guerrera y superviviente de la política alemana ha visto de todo, pues en sus casi dieciséis años de Gobierno se ha enfrentado a seis líderes del partido socialdemócrata; mientras que en el plano europeo se ha entendido con cuatro presidentes franceses (los últimos tres de distinto partido, más la continua popularidad de la antieuropea Marie Le Pen), cinco primeros ministros británicos tanto conservadores como laboristas y ocho italianos incluyendo centristas y euroescépticos. Un liderazgo que pese a los vaivenes políticos ha demostrado firmeza con sus principios y valores. Sin duda, un modelo a seguir para muchas mujeres y niñas de todo el mundo y como prueba fehaciente de lo lejos que uno puede llegar cuando la disciplina, la razón y el tesón son la guía del estadista.
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