Por Francisco Seoane Pérez, @PacoSeoanePerez Profesor de Periodismo de la Universidad Carlos III de Madrid
Los orígenes del periodismo profesional que se enseña todavía en las escuelas y facultades de comunicación pueden localizarse en el libro Liberty and the news (1920), un compendio de artículos en el que Lippmann daba cuenta de las manipulaciones sobre la Revolución Rusa de las que había sido víctima el New York Times. A partir de entonces Lippmann se convertiría en el adalid de la profesionalización del periodismo y en un demoescéptico muy en la línea de Ortega y Gasset: la democracia ponía demasiado poder en masas desinteresadas y desinformadas. El único antídoto era una prensa profesional dispuesta a comportarse como un ciudadano a tiempo completo.
En 2016, la elección de un presidente posmoderno en EE. UU. se atribuyó en gran medida a los medios sociales: Facebook y Twitter habrían posibilitado la efervescencia de burbujas de opinión receptoras de noticias falsas que a su vez habrían encumbrado a un showman misógino e histriónico como Donald Trump. Los medios tradicionales, en su mayoría adeptos a Hillary Clinton, habrían sufrido una palmaria derrota como formadores de opinión. De repente, los medios periodísticos ya no eran poderosos, sino demasiado débiles. Pese a ello, Trump cargará contra ellos tildándolos, irónicamente, de ‘fake news’.
Hay algo muy viejo y muy nuevo en relación a Trump y las fake news. Lo viejo es la fijación de los líderes populistas con la prensa. Ocurría en los tiempos de Hitler (en los que acuñó el término lügenpresse, la prensa mentirosa) y ocurre en América Latina desde hace décadas. Lo nuevo es la proliferación de noticias falsas en medios sociales que dan rienda suelta a las fantasías más perversas del electorado, confirmando sus prejuicios y sus temores más íntimos, desde la homosexualidad de un Obama secretamente musulmán a las relaciones incestuosas entre Macron y las hijas de su esposa. Lo gracioso es que los beneficiarios de estas noticias falsas, además de los candidatos insurgentes o populistas que ayudan a propagarlas, son un grupo de chavales macedonios que se sacan un sobresueldo mediante los clicks en la publicidad que rodea a sus febriles creaciones. Una paga extra que, gracias al quasi-monopolio que ejercen Google y Facebook sobre la publicidad online, reciben de estos gigantes californianos que, irónicamente, suelen apoyar a candidatos demócratas.
Quizá estemos, como dicen L. O. Sauerberg y T. Pettitt de la University of Southern Denmark, ante el cierre del paréntesis que la imprenta de Gutenberg abrió alrededor del año 1.500. Los medios sociales nos traerían un revival de muchas de las características de la llamada «Primera Oralidad»: las noticias se entremezclan, se recomponen gracias a actores anónimos y nos llegan con cierto halo de sospecha. Las agresivas campañas del New York Times y el Washington Post para convertirnos en suscriptores no serían más que los estertores de ese periodismo profesional que se consolidó en la última fase de la era Gutenberg. En esta «Segunda Oralidad», en la que el foro de referencia son las redes sociales y no los medios periodísticos, todos seríamos más susceptibles de creer rumores congeniales a nuestros prejuicios.
La era de los medios de masas, con su poder casi omnímodo y su proclividad a favorecer el establishment, no parece muy apetecible a las generaciones de nativos digitales. Pero las encuestas nos dicen que los jóvenes todavía acuden a los medios de referencia para confirmar lo que les sorprende en las redes sociales. Mientras cerramos el paréntesis de Gutenberg, seguimos recreando eternos debates filosóficos: ¿qué es la verdad?, ¿cómo podemos conocerla?, ¿de quién nos podemos fiar?, ¿cómo saber si estamos siendo engañados?, ¿puede la democracia sobrevivir en la segunda oralidad de los medios sociales?
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