Por Miguel Candelas, @mikicandelas Politólogo

La Iglesia Católica es la única institución política que ha logrado pervivir en el tiempo durante casi dos milenios, sobreviviendo a todo tipo de cambios políticos, vaivenes económicos o descubrimientos científicos, y saliendo airosa incluso de los siglos oscuros medievales o de las revoluciones contemporáneas que cortaron la cabeza de más de un poderoso monarca. Al margen del uso del poder duro (que obviamente los Papas han ejercido siempre, matanzas inclusive), el otro pilar esencial que le ha permitido navegar a lo largo de los siglos sin zozobrar, ha sido la puesta en práctica desde sus inicios de una eficaz estrategia de propaganda, basada en un sustrato doctrinal simplificado, compensado con una tendencia a la innovación cuando se percibe una amenaza. Por ello, la política del Papa Francisco en absoluto supone una revolución en la Santa Sede como claman las voces más idealistas, sino únicamente, una nueva demostración de la capacidad de adaptación y de supervivencia de esta poderosa institución, la cual es probablemente una de las mejores maquinarias propagandísticas del mundo.

La propaganda católica en la Edad Antigua, en la Edad Media y en la Edad Moderna (Siglos I-XVIII)

Dicha estrategia comienza ya en la Antigüedad con los viajes de Pablo de Tarso a los confines del Imperio romano, que lo convierten en el primer gran propagandista de la Iglesia al tener la inteligencia de ampliar el área de influencia cristiana también a los no judíos (la «Epístola a los Corintios» es un muy buen ejemplo de ello). Esta política de predicación permitió a la Iglesia abrirse camino entre el paganismo, competir con él y finalmente destruirlo, cuando su hegemonía política e ideológica en el seno del Imperio fue tal que acabó siendo declarada como religión única por el Emperador Teodosio, con la consiguiente persecución de los demás credos. Además, a través de los concilios ecuménicos del siglo IV se dio unicidad al culto católico al condenar todas las interpretaciones cristianas alternativas como la arriana o la nestoriana, con lo que también se aseguraba la simplificación del mensaje y la proyección de unanimidad.

El ocaso del Imperio romano y la llegada de los tenebrosos tiempos medievales no terminaron con la Iglesia sino que, por el contrario, la fortalecieron. Aniquilado el poder administrativo y civilizacional de Roma, la doctrina cristiana y la estructura eclesiástica tomaron el relevo, convirtiéndose la Iglesia en la única fuerza ideológica con proyección en toda Europa a lo largo del medievo, al controlar y monopolizar en exclusividad la producción cultural de estos siglos oscuros. La Iglesia así termina de jerarquizar su estructura de poder creando un aparato sofisticado en pleno caos feudal, durante el papado de Gregorio I en el siglo VI, el cual se da cuenta de la enorme importancia de los símbolos en el diseño de una propaganda eficaz hacia unas poblaciones rurales y analfabetas (a las que había que tener atemorizadas y adoctrinadas con un dogma directo, maniqueo y simplificado), lo que da lugar al surgimiento de la mayor parte de la iconografía cristiana en los frisos de los claustros medievales. Siglos después, la convocatoria de las diferentes cruzadas que inicia el Papa Urbano II, al margen de sus objetivos económicos y geoestratégicos, supone también un gran acto propagandístico, destinado a la unión de la cristiandad.

Ya en los albores de la Edad Moderna, la Iglesia Católica es la primera en darse cuenta de la importancia ideológica de los nuevos descubrimientos geográficos y marítimos, gracias a los cuales puede hacer llegar sus mensajes propagandísticos allá donde no había llegado nadie hasta entonces, por lo que la propaganda se sistematiza y perfecciona. La Iglesia colabora decisivamente con los artistas del Renacimiento y del Barroco dando lugar a un nuevo auge del arte propagandístico, y a su vez, surge la simbiosis entre la estrategia militar y la doctrina religiosa, plasmada en los “Ejercicios Espirituales” de Ignacio de Loyola. Este militar convertido en monje y fundador de la Compañía de Jesús (de la que es miembro el Papa actual), plasma en esta obra los verdaderos principios de la propaganda política; todo un manual de persuasión y comunicación que en nada tiene que envidiar a los que en la actualidad elaboran los consultores políticos. Tampoco es casualidad que sea durante estos siglos modernos cuando la Iglesia inventa el término “propaganda” a través de la Bula Inscrutabili Divinae promulgada por el Papa Gregorio XV en 1622, la cual crea la “Sacro Congregatio de Propaganda Fide”, como un organismo encargado de frenar la ideología protestante y contraatacar con una propaganda católica renovada, todo ello en el contexto de la Guerra de los Treinta Años.

La propaganda católica en la Edad Contemporánea y en el Mundo Actual (Siglos XIX-XXI)

Pero la verdadera prueba de fuego para la Iglesia llega al iniciarse la Era Contemporánea, cuando los franceses (desde Rousseau a Napoleón, pasando por Robespierre), cambian la cruz por la llama de la Ilustración. La revolución que se desencadena no solo corta la cabeza del soberano, sino que inicia una secularización social al amparo de los nuevos movimientos nacionalistas. Esta oleada de laicismo apostaba por la ciencia y la razón frente a la magia y la fe, y se extendió por el resto del mundo cristiano, socavando de nuevo los pilares ideológicos de la Iglesia Católica, hasta el punto de que tras la unificación italiana, el nuevo gobierno de Roma despojó a la Iglesia de sus dominios territoriales (Estados Pontificios) en 1870, dejando a la curia vaticana sometida a un poder laico. Una vez más, la Iglesia se anticipó a los acontecimientos, al haber convocado un año antes el Concilio Vaticano I y reformulando sensiblemente el dogma para adoptarlo a las nuevas realidades de la revolución liberal e industrial, mientras que utilizaba la inmensa fuerza social que aún conservaba (especialmente en Italia), para apoyar al movimiento fascista de Mussolini décadas más tarde, que una vez en el poder, recompensó el apoyo eclesiástico financiando económicamente a la Iglesia y firmando posteriormente el Tratado de Letrán (1929) con el Papa Pío XI (el cardenal Ratti), tratado por el que nacía un nuevo Estado: la Santa Sede, consagrándose las fronteras de la Ciudad del Vaticano que conocemos en la actualidad y permitiendo a la Iglesia recuperar la dualidad de poder (terrenal y espiritual), si bien es cierto que de facto estaba ya creado años atrás.

De ese primer Concilio Vaticano anteriormente mencionado surgió también la “Infalibilidad Papal”, lo que supuso una reacción a la secularización, reforzando la autoridad espiritual del pontífice con respecto a sus feligreses, y por ende, su capacidad de persuasión de las masas. Una vez más, todo un ejemplo de maestría en el arte de la propaganda, leyendo acertadamente las condiciones contextuales del momento y reaccionando a las amenazas con una renovación de los viejos mensajes de siempre (campo ideológico-religioso) y con una articulación de nuevas alianzas estratégicas (campo político-social).

Ya en plena II Guerra Mundial y tras el bombardeo de San Lorenzo, el Papa Pío XII (el cardenal Pacelli, denominado en ocasiones a nivel mediático como el “Papa de Hitler” por su cercanía con el régimen nazi), aparece en público ayudando a rescatar a los heridos de las ruinas, en una nueva y magistral lección de propaganda y de gestión de la imagen pública, muchas décadas antes que Bergogglio. Además, el Vaticano aprovechó su neutralidad en la contienda también para extender su influencia ideológica por muchos de los países en guerra, incluyendo países protestantes, al erigirse en árbitro de ciertas disputas diplomáticas y militares.

También durante este primer siglo y medio de la Edad Contemporánea, la propaganda vaticana se adapta al surgimiento de los medios de comunicación de masas, creando el Papa León XIII el diario “L´Observatore Romano” como prensa oficial de la Santa Sede en 1883 (aunque los orígenes del diario se encontraban en dos jóvenes abogados católicos décadas antes), inaugurando el Papa Pío XI la “Radio Vaticano” en 1931 (con la participación del propio Marconi en sus primeras emisiones, presentando al nuevo pontífice, para sacar todo su potencial al arma de propaganda por excelencia durante este periodo de entreguerras), e instaurando finalmente el Papa Pío XII la “Comisión de las Comunicaciones” en 1948 (un órgano que unificaba a dichos medios de comunicación para dotarlos de una mayor coordinación en su eficacia propagandística, y donde posteriormente también se sumarán la televisión e internet).

Posteriormente, tras el final de la II Guerra Mundial y el surgimiento en Occidente de la nueva sociedad “abierta” (con todos los matices y reservas que pueden realizarse a dicha definición de Karl Popper), se inició un nuevo ciclo político caracterizado por el keynesianismo económico, la sociedad de consumo y la revolución educativa, que socavó los cimientos de la estructura familiar y social tradicional. Ante las nuevas demandas de esta sociedad (que combinaba su escepticismo hacia la Guerra Fría con la música pop, los pantalones vaqueros o la libertad sexual), la Iglesia Católica se vio de nuevo obligada a realizar cambios en sus estrategias de propaganda, ante el riesgo de perder a su parroquia en el mundo desarrollado. La amenaza en esta ocasión no era directamente militar como en ocasiones anteriores, pero sí que era lo suficientemente importante como para llevar a cabo una nueva reforma.

Así nace el Concilio Vaticano II en 1959 de la mano del nuevo Papa Juan XXIII (el cardenal Roncalli), al cual se aúpa a la Silla de San Pedro para que vertebre un nuevo discurso más acorde con los nuevos tiempos, y el cual permitió que se pudiesen acometer diversas reformas que muchos cristianos venían reclamando desde décadas atrás. La clave del éxito del concilio fue en esencia la revitalización de los canales de comunicación entre la Iglesia y su base social, y situaciones que hoy en día nos parecen tan habituales como escuchar una misa en la lengua vernácula del país en lugar de en latín, o ver a un cura cantando y tocando la guitarra sentado en el suelo de igual a igual con sus feligreses, provienen de la doctrina social surgida de este concilio. Por ello, Juan XXIII ha quedado en el imaginario popular como el “Papa Bueno”. Como curiosidad, mencionar que había sido, durante la II Guerra Mundial, el nuncio vaticano en la neutral Turquía, por lo que fue el jefe de la red de espionaje de la Santa Sede en la ciudad de Estambul, con lo que ello conllevaba. Pablo VI (el cardenal Montini) prosiguió la línea comunicativa de su antecesor e incluso la intensificó, posicionándose abiertamente frente a dictaduras nacional-católicas como la de España, lo que provocó grandes tensiones entre los nuncios vaticanos y los arzobispos de dichos países. Al mismo tiempo, Pablo VI se situó en contra de las tensiones de la Guerra Fría y los conflictos regionales que de ellas se derivaban, elaborando un discurso político pacifista y antinuclear que permitía que la Iglesia no se desconectase del todo de los nuevos movimientos sociales de izquierdas surgidos tras el Mayo del 68 (ecologismo, antibelicismo, feminismo). Igualmente, su sucesor Juan Pablo I (el cardenal Luciani) leyó muy bien de nuevo la situación de la batalla comunicativa, y su efímero papado (fue sospechosamente hallado muerto un mes después de su elección), generó también una gran expectación y entusiasmo entre los católicos del mundo entero, similar a las que genera el Papa Francisco en la actualidad.

Sus sucesores, Juan Pablo II y Benedicto XVI (los cardenales Woj­tyla y Ratzinger respectivamente) ideológicamente iniciaron una línea política mucho más conservadora, caracterizada por un ferviente anticomunismo y una rigidez moral en las cuestiones sexuales, pero comunicativamente de nuevo hicieron gala de una extraordinaria habilidad para la propaganda, especialmente el primero, que aprovechó como nadie la televisión (creando de hecho el “Canal de Televisión Vaticana” en 1983 como cadena oficial de la Santa Sede) y realizó una cantidad inmensa de viajes alrededor del mundo jugando mucho con la realidad de la nueva política-espectáculo (fue la primera vez que vimos a un pontífice esquiando, por ejemplo). En el terreno de las relaciones internacionales, concretamente en el contexto de la guerra que asoló los Balcanes durante los años 90, este Papa utilizó el dinero del Óbolo de San Pedro para financiar en secreto las campañas de propaganda a favor de la independencia de Croacia y de su ejército durante la contienda bélica. Todo ello se hizo a través de empresas de relaciones públicas alemanas, y su resultado fue que, a ojos de la opinión pública mundial, el genocidio que los croatas provocaron pasó completamente desapercibido, y solamente se habló del que cometían los serbios.

Ratzinger por su parte tuvo un perfil mediático más bajo debido a su avanzada edad y a su condición de académico, pero aun así también supo hacer un uso magistral de la propaganda en actos como la “Jornada Mundial de la Juventud de 2012 en Madrid”, donde la Iglesia desplegó toda su maquinaria movilizadora para reclutar a miles y miles de jóvenes que acudieron desde todas las partes del mundo para ver a Benedicto XVI. Igualmente, este Papa alemán tuvo también la inteligencia de dimitir y retirarse a Castelgandolfo cuando se percató de que su imagen estaba comenzando a deteriorarse y de que la Iglesia necesitaba un nuevo cambio de imagen. Cabe mencionar también que fue durante los pontificados de estos dos Papas cuando el Vaticano se lanza al ciberespacio, creándose en tiempos de Juan Pablo II la página web del Vaticano, y ya con Benedicto XVI, la cuenta de Twitter del Papa, lo que allanará bastante el camino a la exitosa política comunicativa del pontífice actual.
Y finalmente, con la dimisión de Rat­zinger llegó la elección del Papa Francisco (el cardenal Bergoglio). La historia aquí ya es de sobra conocida y se han escrito páginas y páginas en diarios y revistas a lo largo de estos dos últimos años (discurso progresista, visión latinoamericana, sentido del humor, opción preferencial por los pobres, austeridad, etc.). No obstante, merecen hacerse dos breves apreciaciones para cuestionar dichos mensajes triunfalistas de los medios que señalábamos al comienzo de este artículo. En primer lugar, se trata del enésimo cambio de imagen en la Silla de San Pedro: si al “Papa de Hitler” (Pacelli) le había sustituido el “Papa Bueno” (Roncalli), ahora, al distante y anquilosado Ratzinger, le sustituía un bonachón, dinámico y divertido Bergoglio. En segundo lugar, su condición de jesuita más que un signo de rebeldía o progresismo, es sobre todo un signo de gran estratega de la guerra y de la propaganda, tal como lo era el fundador Loyola. Por ello, los gestos, mensajes y cambios protagonizados por Bergoglio hay que analizarlos en clave propagandística más que ideológica.

En resumen, como se ha vislumbrado a lo largo del artículo, la Iglesia lleva 2000 años sobreviviendo a todos sus enemigos (romanos paganos, invasiones bárbaras, islam, cismas, reforma protestante, Ilustración, secularización, laicismo, ateísmo, comunismo, revolución sexual…), a través, de un uso efectivo del poder duro, pero sobre todo, de una utilización magistral de la comunicación propagandística a lo largo de etapas y periodos tan dispares. Sus estrategias de persuasión cambian, mutan y se adaptan a cada contexto, pero su mensaje central sigue perenne e inmutable, y por ello, los tuits, los chistes o las zapatillas deportivas de Bergoglio hay que entenderlas dentro de esa historia cíclica y esa visión estratégica que ha caracterizado a la Iglesia durante sus dos milenios de existencia. El Papa Francisco, del mismo modo que Pablo de Tarso, Gregorio I, Ignacio de Loyola, Pío XII, Juan XXIII o Juan Pablo II, es un maestro de la propaganda. Nada nuevo bajo el sol.

 

 

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