Por Rafa Rubio, @rafarubio, profesor de la UCM. Miembro del Comité de consultores de ACOP
La elección de los magistrados de la Corte Suprema de los Estados Unidos se ha convertido en un acontecimiento mundial, un proceso en el que confluyen el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial, en el que lo jurídico parece pasar a un segundo plano. Esta vez la elección ha despertado todavía más interés, al coincidir con la recta final de las elecciones presidenciales. No siempre ha sido así. Hasta hace unos años los procesos de confirmación transcurrían de manera pacífica. En sus 231 años de existencia, sólo once candidatos han sido rechazados por el Senado y sólo diez retiraron su candidatura con el proceso iniciado. Se trataba de sesiones breves, de perfil técnico y pacífico, centradas en el perfil profesional del candidato, donde las confirmaciones eran la regla general y se adoptaban en la mayoría de los casos sin oposición.
En 1987, con la nominación de Robert Bork por parte del presidente Reagan, estas reglas de cortesía parlamentaria habituales en estos procesos cambiaron de manera radical y, desde entonces, prácticamente todas las nominaciones se han convertido en auténticas batallas campales. Las sesiones se extienden durante días, con una violencia impropia de debates parlamentarios y los senadores bombardean al nominado con todo tipo de preguntas, en el caso del último nominado, Kavanaough, superaron las mil, y que, más allá de lo prefoesional, se centran en aspectos vinculados a las ideas y la vida personal de los nominados.Paradójicamente, en paralelo se ha ido rebajando el nivel de conflicto interno dentro del Tribunal en la toma de decisiones dejando atrás esa imagen que los describía como “nueve escorpiones encerrados en la misma botella”.
Con este cambio, el proceso de selección de Magistrados se ha convertido en una auténtica campaña de comunicación política, una campaña electoral (como recordaba el Juez Roberts durante su confirmación) en la que participan los partidos, los grupos de activistas y los medios de comunicación, responsables últimos del cambio en el tono del debate.
Los consultores políticos se han convertido en los grandes protagonistas de estos procesos, y a la cabeza de un completo equipo apoyan a la Casa Blanca en las tareas de selección, el lobby con los miembros del Senado, el entrenamiento para los agresivos interrogatorios y el cuidado de la cobertura informativa. Algunos de los consultores políticos más conocidos de su generación como George Stephanopulos (All too human: a political education), Karl Rove (Courage and Consequence, 417-425) o Ed Gillespie (Winning Right, 187-232), que le han dedicado un espacio en sus memorias.
El paradigma Bork
Toda esta transformación de un proceso institucional en una batalla política y mediática comenzó con el juez Bork. Cuando en 1987 quedó vacante el puesto de Lewis Powell, de carácter moderado, el presidente Reagan propuso a Robert Bork, un juez con un historial de sentencias desconcertantes (especialmente en considerar aceptables restricciones al voto). No era su favorito, pero en ese momento era el mejor entre los posibles, después de que el primer nombre del presidente, senador de Utah, Hatch, hubiera aprobado una subida de sueldo a los magistrados que, al afectarle, le hacía incompatible con el puesto.
Cuando se conoció el nombre, el senador Ted Kennedy criticó duramente la elección, adjudicando al nominado todo tipo de intenciones, reales e inventadas. Tampoco se quedó corto el senador Biden, al que años después el candidato calificaría como autor de “un informe tan tergiversado que merecería figurar en cualquier antología de la injuria (o de la procacidad)”. Dado lo poco habitual estos ataques sorprendieron a la Casa Blanca que no estaba preparada para responderlos y mantuvo silencio durante más de dos meses.
Mientras se unieron al linchamiento ONGs, como la ACLU, que impulsaron campañas para evitar la confirmación. El proceso fue tan enconado que incluso daría lugar a un nuevo verbo en el idioma inglés “To Bork” que el diccionario de Oxford define como: «Difamar o vilipendiar (a una persona) sistemáticamente, esp. en los medios de comunicación, generalmente con el objetivo de impedir su nombramiento para cargos públicos; obstruir o frustrar (a una persona) de esta manera».
El resultado, además de un apasionado debate en el que se llegaron a revisar hasta los títulos de los vídeos alquilados por el candidato (entre los que se encontraban Un día en las carreras o El hombre que sabía demasiado) fue el rechazo del candidato, tanto en el Comité Judicial como en el pleno del Senado y, sobre todo, el fracaso de la Casa Blanca.
Este fracaso no fue en vano y desde entonces la Casa Blanca modificó el enfoque de este tipo de procesos, prestando mucha más atención al aspecto mediático. Un enfoque que se puso a prueba en 1991, con Bush padre en la Presidencia, cuando la Casa Blanca se enfrentaría a un ataque todavía más ofensivo con la nominación de Clarence Thomas, que aunque finalmente salió adelante, se dejó por el camino el buen nombre del juez acusado de acoso sexual por antiguas colegas de trabajo, lo que provocó la reapertura de la audiencia ya finalizada después de diez días (algo que sólo había ocurrido dos veces en la historia de los EE. UU.), para resultar finalmente elegido de manera pírrica (52-48).
De Clinton a Obama
Las confirmaciones de los elegidos por Bill Clinton fueron más tranquilas, pero también depararon alguna sorpresa. La lista de candidatos que fueron considerados, y llegaron a recibir una oferta, supera la decena. Ser nominado al Supremo comenzaba a tener un precio reputacional demasiado alto y no todos estaban dispuestos a pagarlo. En esta lista se encuentran nombres tan conocidos como el del Gobernador Mario Cuomo, el filósofo y profesor Michael Sandel o Hillary Clinton (una idea sexy en palabras de su marido Bill, que fue finalmente rechazada porque como recuerda Stephanopoulos “Sexy estaba bien, pero seguro era aun mejor”).
Tras una larga lista de descartes y desplantes la elegida fue Ruth Bader Ginsburg, además de por su historial en la lucha jurídica por los derechos de las mujeres, por ser la primera mujer nominada por un presidente demócrata, y la segunda persona de religión judía nominada. La recientemente fallecida fue confirmada por una amplia mayoría y en sólo un mes y medio, en un periodo de tiempo muy parecido al que dispone el Senado para encontrar a su sustituta.
Durante el segundo mandato de George W. Bush, y tras el anuncio de la retirada de la jueza Sandra Day O´Connor, la Casa Blanca llevaba ya cuatro años trabajando en los posibles nominados con un equipo de altísimo nivel del que formaban parte el vicepresidente y su jefe de gabinete, el Fiscal General, el jefe de gabinete y el asesor jurídico de la Casa Blanca. Una vez más y, como consecuencia de los procesos anteriores, muchos de los posibles candidatos rechazaron ser tenidos en cuenta para evitar el desgaste del proceso.
El presidente Bush, tras el filtro inicial, se sentó personalmente con los que pasaron a la última fase y eligió finalmente a Roberts, por su capacidad de liderazgo y construcción de consensos. El nominado preparó su comparecencia con la ayuda de un equipo de la Casa Blanca del que, además de Ed Gillespie, Karl Rove, Steve Smichdt formaba parte el exsenador Fred Thompson, famoso por su papel en la serie Ley y Orden. El nominado contestó durante cuatro días más de 200 preguntas, y sufrió una investigación periodística sobre la forma en la que había adoptado a su hijo. Finalmente fue confirmado de manera cómoda, aunque lejos de la unanimidad (78-22).
Peor le fue a la Casa Blanca, con un equipo similar en el siguiente proceso.
La nominada, Harriet Miers, también fue objeto de una dura pugna protagonizada, en este caso, por el rechazo de los grupos jurídicos conservadores que, a pesar de su curriculum como brillante abogada y sus años de trabajo como asesora jurídica de la Casa Blanca, no le reconocieron suficientes méritos, lo que acabó provocando su retirada y la nominación del juez Alito. Él tampoco se libró de un proceso desagradable con preguntas interminables como las de Joe Biden (24 minutos) o los insultos de Ted Kennedy, acusándole de racista, pese a ser hijo de inmigrantes, que llevaron hasta las lágrimas a la mujer del candidato. Además tuvo que superar un intento de filibusterismo (la sucesión de intervenciones sin fin, y sin relación alguna con el asunto en cuestión, para bloquear la decisión) y fue nominado ajustadamente (58-42).
Durante el mandato de Obama (que durante sus años en el Senado había votado siempre en contra de las propuestas presidenciales) las confirmaciones de Sotomayor (68-31) y Kagan (63-37) continuaron siendo largas y complejas. Pero la gran batalla fue la de la sustitución del juez Scalia, fallecido repentinamente durante el último año del mandato de Obama. Su nominado, Merrick Garland sufrió el bloqueo del Comité Judicial del Senado, dominado por los Republicanos, y ni siquiera fue sometido a votación, creando un precedente que ha sido invocado en el proceso empezado. Aunque la situación no es la misma, los principios han vuelto a ceder frente a los intereses de unos y otros, y los que en 2016 defendieron el derecho del presidente de nominar un candidato hasta su último día en la Casa Blanca, hoy se agarran al calendario.
El calvario de Kananaugh y la última batalla de Trump
Los elegidos por Trump también han pasado auténticos calvarios para ser confirmados. El primero, Gorsuch además de ser acusado de plagio sufrió también un intento de filibusterismo. Sería el último, porque los republicanos lograron desactivarlo al extender el uso de la “opción nuclear” (establecida por los demócratas en 2013 para sacar adelante las nominaciones judiciales federales) a los jueces del Supremo, lo que permitía aprobar su confirmación por mayoría simple. Eliminada esta posibilidad de dilación parlamentaria el nominado logró de manera muy ajustada su confirmación (54–45). Más difícil lo tuvo Kavanaugh que sobrevivió a uno de los procesos de confirmación más virulentos de la historia. El nominado por Trump fue acusado de acoso sexual por tres mujeres, sufrió manifestaciones continuas a las puertas del Senado donde se celebraba su confirmación (con más de 200 arrestados) y llegó a perder los nervios en unas audiencias que se prologaron durante cuatro días, donde tuvo que responder a más de 1.200 preguntas, y donde Kamala Harris, actual candidata a la vicepresidencia del país, tuvo un papel protagonista, para terminar siendo elegido en el resultado más ajustado de la historia (50-48).
Es posible que la situación se repita tras la nominación de Amy Coney Barrett. En esta nueva y decisiva batalla no se han escatimado recursos. Tras la muerte de la juez Ginsburg se hizo pública su voluntad de ser renovada tras las elecciones, una revelación de alto impacto mediático, pero difícil encaje institucional. A continuación, se señaló la incoherencia de los republicanos, por hacer ahora lo contrario que en 2016 (aunque algo parecido podría decirse de los demócratas a sensu contrario). Tras conocerse la nominación de Barrett las críticas se centraron en lo personal, principalmente en su condición de católica y madre de una familia de siete (de los que dos son adoptados y uno tiene síndrome de Down). Estos ataques, que amenazaban con volverse en contra de los demócratas en las elecciones del 3 de noviembre han sido sustituidos por otros más ideológicos acusándola de pretender derogar el Obama Care, o revertir la famosa sentencia sobre el aborto (Roe vs Wade), algo improbable.
Sus repercusiones electorales no están claras. Poner este tema en el centro de la agenda puede distraer de la hoja de ruta demócrata que estaba funcionando a la perfección hasta la fecha, y aunque puede servir para movilizar a aquellos demócratas descontentos con la elección de Biden que votarían para mantener vivo el legado de Ginsburg, a los que sin duda moviliza es a aquellos republicanos decepcionados con Trump, pero para los que en casi un 70 % (Pew Research Center, agosto 2020) este es un motivo muy importante para acudir a las urnas. La respuesta el 3 de noviembre.
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