Por Carolina García, @CarolGAg, Asesora de Comunicación y Relaciones Públicas en Agencia Comma
Cuando en 1957 la Unión Soviética hizo efectivo el lanzamiento de Sputnik 1 hizo también visible el inicio de una nueva carrera: la de la conquista espacial. Esta pugna, que enfrentó durante más de 20 años a la URSS y a Estados Unidos, supuso una de las tramas más determinantes de la Guerra Fría y llevó a ambas potencias a volcar todos sus esfuerzos y recursos en el desarrollo de tecnología de satélites y en la exploración del espacio exterior y de la superficie lunar. Esta carrera se constituyó como uno de los ejes protagonistas en la rivalidad cultural y tecnológica entre ambas partes, no solo por las aplicaciones que cada descubrimiento pudiese tener en campos como el militar sino, y sobre todo, por el impacto que cada uno de esos avances tenían en la opinión pública de cada país y a nivel global. Y es aquí donde entra en juego el (enorme) poder de la comunicación. ¿Cómo demostrar la capacidad científica, tecnológica y militar de un país si no es a través de una campaña de propaganda que ensalce los avances propios mientras desacredita los del adversario?
El escenario global de entonces, caracterizado por el fin de la Segunda Guerra Mundial y los múltiples conflictos que a ella siguieron, fue determinante para el posicionamiento estratégico de cada parte en la carrera espacial. Aunque compartían objetivo, superar a su adversario. Acontecimientos como la crisis de los misiles soviéticos en Cuba, las derrotas estadounidenses en Vietnam y Laos, la crisis del petróleo en Oriente Medio… Cada uno de ellos, amén de todos los no mencionados, debilitaban a una parte mientras la otra se regocijaba e iban sumando causas a la lista de razones por las que cada una se embarcó en la carrera espacial: quién antes llegase a la meta se sobrepondría sobre la otra. La hegemonía del mundo estaba en juego y cada una tenía sus propias armas de comunicación con las que influir en la opinión pública nacional y global, y en las que primaban una propaganda exacerbada en forma de eslóganes, vídeos y anuncios, pero sobre todo, de imágenes. Una auténtica batalla de raíces ideológicas en la que el objetivo era demostrar la superioridad de dos formas opuestas de entender la sociedad y el mundo: el comunismo y el capitalismo.
La carrera espacial fue la excusa perfecta para librar una guerra sin armas, por debajo del tablero, con la que mostrar y demostrar quién poseía la hegemonía mundial. Prueba de ello la tenemos en los discursos políticos, otra de las herramientas comunicativas por antonomasia para influir en la opinión pública. Como ejemplo, rescatamos estas esclarecedoras declaraciones de John F. Kennedy en septiembre de 1962 en la Universidad de Rice: “Ninguna nación que espera ser líder de otras naciones puede plantearse quedarse atrás en la carrera espacial […]. Hemos jurado que el espacio no lo gobernará una bandera de conquista hostil, sino un estandarte de libertad y paz […]. Elegimos ir a la luna y elegimos ir a la luna en esta década”. Unos meses después, el presidente confesaría al entonces director de la NASA, James Edwin Webb: “Yo no estoy interesado en el espacio, solo en la batalla contra los rusos […]. Si llegamos segundos a la luna estará bien, pero seremos los segundos para siempre”. Lo importante era que la audiencia tuviese claro que se llegaría antes que el adversario. Dónde llegar y de qué forma era lo de menos.
El nuevo tablero del juego
La situación actual dibuja un escenario, a priori, distinto. Sociedad globalizada, relaciones comerciales normalizadas, relaciones políticas estables, alto grado de desarrollo tecnológico e industrial… Sin embargo, si nos paramos a analizar cada una de esas variables encontramos muchas similitudes con el escenario ‘espacial’. Las rivalidades entre países siguen existiendo bajo ese tablero (y también por encima de él). Además, en esencia, los protagonistas no parecen haber cambiado demasiado: EE. UU. sigue siendo uno de los jugadores, la mano de la URSS ahora está repartida entre China y Rusia y tenemos un tercer participante en la mesa, la Unión Europea. Todos comparten, de nuevo, objetivo, hacer valer su poder por encima del resto. Sin embargo, algunas de esas variables (la tecnología y la globalización) han permitido la evolución a unos niveles inesperados de la máxima que nos ocupa, la comunicación, y por ende, del tablero del juego y los roles de cada participante.
Llegados a este punto, el ejercicio consiste en sustituir las palabras ‘espacial’ y ‘luna’ por ‘vacunas’ y ‘vacunación’. Estamos viviendo una nueva carrera por el liderazgo mundial a través del campo de la farmacología en la que lo importante es ser el primero en distribuir vacunas entre la población y comunicarlo.
Y es que la COVID-19 ha puesto sobre el tablero la enorme influencia que tiene –sobre- la opinión pública –sobre- la capacidad de desarrollo y respuesta de los países ante un tipo de amenaza para el que sociedad global actual no estaba preparada: las pandemias. Un enemigo ante el que, en principio, parece que la sociedad internacional está dando respuesta de manera unitaria pero que ha iniciado una nueva partida por el liderazgo: quién antes tenga una vacuna eficaz contra el coronavirus y antes inmunice a su población, dará un paso al frente por la hegemonía mundial. Parece un juego a tres bandas, pero este triángulo tiene un centro de gravedad que determina el juego entre las partes: la economía global representada por los intereses empresariales y, en concreto, los de las farmacéuticas. La empresa privada es el eje del juego.
La biopolítica es la nueva normalidad
Si hace 60 años empezaban a ser familiares disciplinas como la geopolítica, de un tiempo a esta parte la influencia ha cambiado de manos (¿o no?) y ahora está en la de aquellos países que lideran el campo de la salud pero, por encima de todo, el de la farmacología. Y es que la COVID-19 ha puesto en el pódium el poder de la farmacia y la bioteconología para influir en los mercados, en los Gobiernos y en la opinión pública. Se trata de un poder que lleva gestándose décadas, la diferencia es que la pandemia le ha otorgado en la actualidad un papel protagonista y sobre todo visible más allá de los lobbies a los que estaba acostumbrado. La biopolítica es la verdadera nueva normalidad de la sociedad global. Y, he aquí de nuevo, donde entra en acción el poder de la comunicación. ¿Cómo demostrar que la capacidad científica y tecnológica de un país es superior a la del resto si no es a través de una campaña de comunicación que ensalce los avances propios?
Para analizar el papel de esta disciplina en esta nueva guerra sin armas primero hay que tener en cuenta el grado de globalización en el que nos encontramos. El siglo XXI ha sido calificado como el Siglo de la Comunicación tras el desarrollo en la centuria anterior de la comunicación de masas gracias a los avances de la radio y la televisión. Le sigue la explosión de las tecnologías de la información y la comunicación (TICs) con Internet como figura estandarte y catalizador de los medios digitales y las redes sociales. Todo ello significa que, si bien antes solo había que atender a un tipo de canal y vehículo, en la actualidad estos se han visto multiplicados y ahora la opinión pública consume información de muy diferentes formas. Por ello, la comunicación de cada anuncio se ha de medir muy bien sopesando los pros y contras de cada uno. Ruedas de prensa, comunicados corporativos e institucionales, declaraciones y filtraciones a medios de comunicación, publicaciones en redes sociales… ¿Qué herramientas son las más usadas por cada jugador en esta partida por la vacuna de la COVID-19?
Estados Unidos, (ab)uso de redes sociales y discursos presidenciales sobrecargados
En el caso de EE. UU., su acción, reacción y la comunicación de todos los avances en esta carrera por las vacunas han dependido de su presidente, Donald Trump, quién ya en su campaña electoral de 2016 dejó bien claro el carácter beligerante del tipo de política que aplicaría: “Estados Unidos volverá a ganar guerras como antes”. Desde luego no se refería a guerras convencionales sino a las comerciales e ideológicas que entonces se avistaban y también, a cualquier tipo de cisne negro, como la COVID-19 que pudiese aparecer.
Y es que la comunicación de los EE. UU. en esta carrera se enfoca en dos partes: el (ab)uso cuasi propagandístico de las redes sociales por parte de Trump y los discursos del presidente con una notable (sobre)carga emocional.
Por una parte, el individualismo de Trump ha sido determinante en esta pandemia ya que, el ya expresidente es plenamente consciente de que emplearse en la comunicación directa con los seguidores en redes sociales es uno de los caminos para controlar el discurso en la opinión pública. Por eso, ha explotado hasta la extenuación estos medios hasta convertir Twitter en su canal de comunicación habitual, personal y oficial. Su idea de lo que ha sido, es y será esta pandemia no está en absoluto alineada con las de los científicos y epidemiólogos. Su “Don’t be afraid of Covid” en Twitter dio la vuelta al mundo, como todos sus tweets. Con la diferencia de que la red social eliminó este tres horas después por ir en contra de sus normas. Sin embargo, antes de poner en jaque a autoridades sanitarias como la propia OMS al renegar de ella y dejar de ser parte activa de la organización, Trump ya había utilizado este campo de batalla contra China.
De manera paralela a este ruido mediático y propagandístico del expresidente en las redes sociales, él mismo ponía en marcha en abril de 2020 la Operation Warp Speed. Un trabajo público-privado con el que el Gobierno de los Estados Unidos daría fondos para el desarrollo y distribución de una vacuna contra el coronavirus. En esta ocasión, el discurso político se convertía en la herramienta de comunicación más eficaz: “Hoy anuncio una iniciativa inaudita para crear una vacuna contra el coronavirus […] algo que será muy grande y se hará muy rápido […] que no se ha visto en el país desde el Proyecto Manhattan […]. El objetivo es desarrollar, producir y distribuir una vacuna contra el coronavirus lo más pronto posible. Nos gustaría poder hacerlo antes del final del año”.
Estas declaraciones de Trump, en las que apelaba a la Segunda Guerra Mundial y el desarrollo de la bomba atómica, fueron un auténtico punto de salida para la carrera por la vacuna: se confirmaba que EE. UU. entraba en el juego. Pero, ¿cómo no iba a entrar? Donald Trump se jugaba la reelección ese mismo año y por supuesto, quería ser el caballo ganador.
Su mano guardaría ases bajo la manga. O eso parecía, hasta que Pfizer anunció que tenía una vacuna contra la COVID-19 eficaz al 90% tan solo unos días después de las elecciones presidenciales. ¿Casualidad? Desde luego eso no es lo que creyó Trump que, una vez más, tiró de tweet para dejar clara su posición denunciando los fines políticos que envolvían el anuncio.
Parecía así que Trump se atribuía el éxito de Pfizer, algo que la farmecéutica se apresuró a aclarar también por redes sociales, explicando que no había recibido financiación pública estadounidense para desarrollar la vacuna. Y es que en realidad, la vacuna había sido desarrollada por BioNTech, el socio europeo de Pfizer, que recibió dinero del Gobierno de Alemania para acelerar el desarrollo de la vacuna.
Unión Europea, comunicación conservadora para proteger la formación
El objetivo principal de la Unión Europea en esta carrera es claro: alcanzar el liderazgo para que su influencia política no quede relegada también en este campo. Ya le ocurrió en el tecnológico y va camino de sucederle en el industrial, cada vez más dañado por el desarrollo asiático. Además, la Unión de la libertad, igualdad y fraternidad se ve amenazada por el Brexit, las consultas en Irlanda, la migración en el Mediterráneo, los campos de refugiados y el terrorismo islamista. Jugar y ganar en la carrera por las vacunas y la vacunación sería un auténtico hit para revalidar su labor en una pandemia a la que la UE ha sabido dar respuesta fiscal y monetaria, pero no política.
Hacerlo es tan complicado como heterogénea es la formación. Un federalismo sin soberanía común real más teórico qué práctico y con más problemas que soluciones. Sí es cierto que, al menos en este campo, la batuta la lleva la Agencia Europea del Medicamento y la Comisión Europea, que en el 21 de diciembre autorizaron Comirnaty (nombre comercial de la vacuna de Pfizer y BioNTech en Europa).
Úrsula Von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, declaraba en una comparecencia que la autorización era “una buena manera de empezar a pasar página en lo que respecta a la COVID-19 […], un verdadero producto de innovación europea […] y una verdadera historia de éxito de la Unión Europea». La presidenta volvía a demostrar la enorme importancia de los discursos como herramienta de comunicación.
En esa misma fecha, las instituciones europeas mantenían sus estudios para la británica AstraZeneca, creada de forma conjunta con la Universidad de Oxford. Pero no son las únicas vacunas de la carrera. La multinacional francesa Sanofi y la biotecnológica alemana Curevac también están en ella. El enorme entramado corporativo de este sector en la UE ha hecho que las líneas de comunicación de la Unión hayan estado protagonizadas por los comunicados que sus farmacéuticas han ido distribuyendo a la prensa internacional. Una comunicación corporativa clásica e institucionalizada por la parte que corresponde a la EMA, a la Comisión Europea y a los Gobiernos propios de cada país, que, como hemos visto, dan protagonismo absoluto a las ruedas de prensa (telemáticas, eso sí), con un apoyo modesto de las redes sociales, para comunicar los avances sobre las vacunas y la vacunación. Podríamos categorizar la comunicación de la UE en este año como conservadora, tradicional, comedida, reservada y sin individualismos. Aunque la UE se juega mucho, o precisamente por ello, no quiere dar ni un solo paso en falso que pueda poner más en riesgo los pilares ya dañados de la formación.
China y Rusia, comunicación individualista al servicio del comunismo
Como hemos mencionado, en esta ocasión los jugadores ‘soviéticos’ de la tabla son China y Rusia. En esta carrera por vacunar al mundo, ambos han desarrollado vacunas con farmacéuticas de su propia nacionalidad. La Suptnik V, en clara alusión a la carrera espacial con la que comenzamos este artículo y registrada por el Gamaleya Research Institute de Rusia en agosto del 2020 y CoronaVac, del laboratorio chino Sinovac, anunciada en septiembre del mismo año.
Ambos países se han situado en la escena internacional de esta carrera del siglo XXI, a la par que el resto de los participantes, puesto que muchos países (sobre todo los afines ideológicamente) ya están comprando dosis mientras siguen adelante con las aprobaciones. De hecho, Rusia por ejemplo, ya ha empezado a vacunar incluso antes de la publicación de los datos cruciales de las pruebas y el 21 de diciembre anunció un acuerdo con AstraZeneca para potenciar la efectividad de Sputnik V. Quiere ser parte de la carrera y quiere serlo a lo grande.
En el caso de China, su meta en esta carrera es clara, deshacerse del estigma que esta pandemia le ha causado y alcanzar el liderazgo en un campo más a parte del tecnológico (que sigue disputándose con EE.UU.), para situarse como la potencia global número uno. Sería la primera potencia asiática y la primera conseguida en tiempo récord, apenas 20 años después de dejar de considerarse país emergente.
A la hora de analizar cómo han comunicado ambos sus respectivos avances, no hay que olvidar que los ciudadanos rusos y chinos no hacen uso de las redes sociales globales, presentes en la mayor parte del planeta. Además hay que tener en cuenta el fuerte e histórico individualismo de sus gobernantes, sobre todo en el caso de Vlamidir Putin, aunque Xi Jinping tampoco se queda rezagado en este tema. Sus comunicados están impregnados de un fuerte carácter institucional y no corporativo hasta el punto de que lo que más ha trascendido es el nombre de las vacunas y no tanto el de las farmacéuticas y/o biotecnológicas que las han desarrollado. De esta forma volvemos al escenario del comunismo versus capitalismo.
Después de esta, vienen más ‘carreras’
La carrera por la vacuna ya se encuentra en la siguiente etapa, la carrera por la vacunación. Varios países ya la han comenzado, por lo que la pregunta ahora es, ¿quién será el primero en alcanzar la deseada inmunidad de grupo y cómo lo comunicará a la opinión pública? ¿Dejará la Casa Blanca de abusar y acusar a través de redes sociales? ¿Evolucionará la comunicación de la UE de un tono comedido a uno que la sitúe en un puesto líder? ¿El bloque ‘soviético’ otorgará a las farmacéuticas el papel que merecen en los medios? Sea como fuere, está demostrado que ni siquiera las amenazas que se podrían considerar comunes, como las derivadas por una pandemia como la COVID-19, ejercen una influencia real que consiga que cada actor aparte el objetivo de su propio interés. Y la comunicación es buena prueba de ello. La pugna entre partes siempre existirá, cambiarán su forma, procedimientos y herramientas, pero nada podrá acabar con ella.
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