Por Myriam Redondo, @globograma Periodista, Doctora en Relaciones Internacionales
En la obra ‘1984’ -escrita en 1948- George Orwell otorgó gran protagonismo a la neolengua. Era un conjunto de palabras y modos de utilizarlas que servía a un gobierno para imponer una visión del mundo y dejar fuera de juego no ya formas críticas de hablar, sino incluso de pensar. La neolengua estaba concebida para que el hombre hablase con la laringe, no con el cerebro. En tiempos de tuits que sobresaltan al mundo a la hora americana del desayuno cabe pensar si las redes sociales no estarán siendo utilizadas como nuevas gargantas-altavoz para imponer creencias.
¿Hablaría hoy Orwell de postlenguaje? Indagando en vocablos triunfantes como postverdad (FUNDEU prefiere posverdad) se comprende que son menos novedosos de lo que parece y que esencialmente juguetean con mecanismos muy antiguos, como la propaganda y la demagogia. Por eso ya en 1992 Steve Tesich utilizó el término en The Nation para alertar de que mentiras gubernamentales como las derivadas del Watergate o la Guerra del Golfo sugerían que habíamos decidido libremente vivir en un mundo posverdad. La palabra volvió a utilizarse cuando el Gobierno de George W. Bush subió enteros propagandísticos para afrontar el shock del 11-S, consolidando expresiones como “Eje del mal” con las que demonizaba a países concretos.
Es un saber común que la empresa que edita los diccionarios Oxford nombró la posverdad (post-truth) palabra del año en 2016, relacionándola con circunstancias en las que los hechos objetivos influyen menos que las apelaciones a la emoción y las creencias personales a la hora de conformar la opinión pública. El prefijo post pasa de indicar algo que quedó temporalmente atrás a algo que se ha convertido en irrelevante, como ocurrió durante el referéndum a favor del brexit, en el que circularon numerosas falsedades políticas.
Después de que Reino Unido dijera no a la Unión Europea, muchos tildaron el veredicto popular de sorprendente e irreal. La sensación se repitió con el referéndum para un acuerdo de paz en Colombia. Estas situaciones y otras vividas durante 2016 han generado una lógica sensación de alucinación. Pero popularizar la palabra posverdad para describir los episodios, manosear el concepto, está haciendo caer en la trampa de la desinformación. No existe la posverdad como no pueden coexistir la vida y la muerte más allá de las licencias literarias y cinematográficas. La verdad no puede superarse, y si se supera en el sentido en que se está haciendo (se deja al margen, se relega) es que no hay verdad, hay artificio.
La inclinación a hablar de posverdad ha politizado y complicado otras expresiones como la de noticias falsas (fake news). La experta en verificación digital Claire Wardle ha intentado ofrecer una tipología, reconociendo que no se puede esquivar la expresión hoy en día, y el título de su artículo lo dice todo: “Falsas noticias. Es complicado” (Firstdraftnews.com).
En las falsas noticias estrictamente concebidas, fuentes que se presentan como legítimas pero no lo son difunden informaciones cien por cien inventadas como si fueran hechos objetivos con el propósito de obtener clics y/o dañar. Algunas ciudades de la República de Macedonia se han hecho famosas por su intensidad en la creación de sitios falsos que emiten este tipo de contenidos: sus jóvenes esquivan el paro haciéndose expertos en atraer publicidad con titulares estrambóticos.
No tiene que haber intención política en ese emprendimiento, pero el concepto de noticia falsa se ha acabado extendiendo hasta convertirse en un objeto que arrojar al contrario con objetivos claramente partidistas. Falsa noticia es ahora sesgo. Emplear actualmente la locución es dejar al ciudadano confuso. Mientras el concepto posverdad le lleva a concluir que está ante realidades radicalmente nuevas (realidades post) que no puede comprender y sobre las que tienen que decidir otros, la expresión noticias falsas volando de un lugar a otro como avión de papel le conduce a pensar que la mentira es un concepto escurridizo que está por todas partes, sin que tampoco en este caso haya posibilidad de comprensión o comprobación personal.
Hay expertos que emplean responsablemente el prefijo post para describir lo que ya está entre nosotros (Imma Aguilar, “El voto a la contra o la era de la postpolítica”). Pero la posverdad, la llamada realidad postfactual y las noticias falsas son en manos de algunos políticos la nueva savia comunicativa para imponer teorías de la conspiración, complots imaginarios que refuerzan su figura.
El presidente de EE. UU., Donald Trump, o los candidatos políticos de extrema derecha Geert Wilders (Holanda) y Marine Le Pen (Francia), así como sus equipos, han promovido el nuevo humo terminológico desde que comenzó. Kellyanne Conway, una de las principales asesoras de Trump, introdujo el concepto de “hechos alternativos” para referirse a cosas que nunca sucedieron. “Sois falsas noticias”, espetó Trump a un reportero de la CNN en su primera rueda de prensa presidencial.
Algunos periodistas han caído de lleno en esta trampa: “Cualquiera que diga que The Wall Street Journal está siendo permisivo con Trump está difundiendo noticias falsas”, ha dicho el editor de este diario, Gerry Baker, según recoge Politico.com. Es una guerra de la información continua que se va alimentando con distintos episodios, algunos banales como una falsa acusación a un político y otros de enorme relevancia como una PSYOP (operación psicológica) estatal en el terreno digital, con muchos dedos apuntando en este campo a Rusia.
La propaganda legítima -persuadir de la bondad de productos, ideas, personas o iniciativas- ha tenido a lo largo de la Historia vertientes menos edificantes. Hay propaganda gris, en la que el emisor diluye su identidad; propaganda negra, en la que se atribuye falsamente el origen del mensaje a otra fuente; y propaganda blanca con fuente identificada pero donde se ofrecen realidades parciales o datos interesados. Son modos de desinformar que tuvieron siempre su aliado en la comunicación política poco profesional y que promovieron la desconfianza, el temor y la toma de decisiones irracionales sobre todo en momentos de crispación o conflicto. La persuasión existe desde el origen de la humanidad y la propaganda es inseparable del nacimiento de los estados (Alejandro Pizarroso, Historia y Comunicación Social, nº 4, 1999). Cabe añadir que también de los partidos.
No son fenómenos exclusivos de la derecha o la extrema derecha. China ha sido siempre un grande de la desinformación y Rusia puede ser considerado el estado que mejor ha sabido adaptar las propagandas gris y negra a la tecnología moderna. Son conocidas sus campañas masivas de bots y sus fábricas de trols donde los empleados reciben cada día argumentarios políticos extremos para expandir por las redes (Myriam Redondo, “Política Automatizada. Bots, trols y propaganda digital encubierta”, ACOP Paper nº 5, 2016). Si algo ha demostrado la renovada guerra fría política entre el este y el oeste es que el Kremlin lo ha hecho mejor que Washington en materia de propaganda digital. Sólo hay que preguntar a un adolescente occidental con qué contenidos se topa más a menudo en Internet: los procedentes de Voice of America y Radio Free Europe o los de RT y Sputnik. Rusia ha ido por delante en la combinación neolenguaje + propaganda + redes sociales + nuevas opciones multimedia.
La desinformación digital se extendía a velocidad quizá demasiado rápida para el ojo humano. Los medios tenían bastante con su supervivencia desde el inicio de la crisis económica (2008) y no han estado en condiciones de patrullar la Red mientras crecía. Probablemente nunca lo estarán en solitario y tendrán que colaborar en este campo con entidades especializadas, siguiendo el ejemplo de redes sociales y gigantes digitales (Google, Facebook y Twitter principalmente).
Durante la campaña electoral de 2016, numerosos proyectos de fact-checking periodístico siguieron a Trump allá donde fuera para comprobar si sus afirmaciones respondían a hechos objetivos. Algunos partían de grandes instituciones, pero hubo también iniciativas individuales llevadas a cabo por amor propio. Daniel Dale, corresponsal en Washington del diario canadiense Toronto Star, volcaba cada noche en Twitter las mentiras del día del candidato republicano, lo que después le reportó un gran reconocimiento.
Si esa vigilancia periodística existió, aunque distó de ser perfecta, en realidad lo justo es preguntarse por la labor de los medios pero también por el papel del ciudadano ¿Seguro que los votantes estadounidenses eran ignorantes en cuanto a las mentiras en la campaña? ¿Seguro que a Trump le apoya sólo un votante poco formado? Es cierto que el candidato republicano tiene grandes bases en ese perfil social, pero algunos datos advierten contra la simplificación en este ámbito. Las estadísticas del Roper Center para la Investigación en Opinión Pública muestran cómo en EE. UU. el respaldo al partido republicano por parte del conjunto del perfil “raza blanca con estudios” (hombres y mujeres), ha sido constante desde el año 1996, aunque en el subgrupo de las mujeres de raza blanca con estudios esa afirmación no se cumpla, según María Ramírez y Eduardo Suárez (“11 mitos sobre el triunfo de Trump”). Un mes después de hacerse con el cargo, las encuestas referían un aumento del rechazo a Trump, que recibía menos confianza de lo habitual para un presidente en esa etapa inicial. Sin embargo, un 36% de los entrevistados con título universitario se mostraba todavía a su favor, como también lo estaba un 31% de personas con estudios de posgrado (“Early public attitudes about Donald Trump”, National Survey, Pew Research Center).
¿Es ignorancia lo que guía a los votantes? ¿Son emociones? En todo caso emociones que parten de una decisión racional. Trump recibió apoyo destacado en entornos rurales duramente castigados por la crisis. Esos votantes hicieron cuentas sobre aspectos como la distorsión que generarían más inmigrantes en el mercado de trabajo. Tomaron decisiones racionales, aun cuando las cifras que manejaban pudieran ser erróneas. Hay que aceptar que hay un votante estadounidense ilustrado al que le gusta Trump o que eligiendo tradicionalmente votar a un partido ha decidido racionalmente que lo seguirá haciendo aunque el candidato no le atraiga, porque cree en su modo de hacer las cosas. No es sólo una cuestión de emociones, sino también una constatación de que la Humanidad no se pone de acuerdo sobre cómo resolver los grandes problemas que afronta el planeta o sobre quién debe hacerlo.
Lo que ocurre en EE. UU. también sucede en Europa. Es un estado de polarización ideológica real en el que influye el momento económico, pero también factores diversos como la educación o el lenguaje político predominante, y el periodismo no es ajeno al fenómeno. Con los faros mediáticos tradicionales en retroceso y los nuevos medios digitales multiplicándose, algunos académicos sugieren que la fragmentación de las audiencias puede estar alimentando la polarización (Ricardo Gandour, Pablo Javier Boczkowski, Eugenia Mitchelstei, David Tewksbury, Jason Rittenberg o Markus Prior). Los legacy media, que tienen su responsabilidad en el proceso de deterioro informativo, han dejado de ser referentes, han perdido el poder para fijar la agenda. El usuario practica la serendipia lejos de contenidos que reten su posición ideológica, es más difícil llegar a una esfera pública compartida de comprensión y el comportamiento político se hace impredecible.
En 2016, un 62% de los adultos estadounidenses accedían a las noticias a través de las redes sociales; un 44% lo hacía específicamente a través de Facebook (Pew Research Centre & Knight Foundation, “News use across social media platforms”). En esta plataforma el menú de contenidos se basaba en algoritmos diseñados para que el usuario encontrase mayoritariamente cosas atrayentes y de su gusto, similares a las que ya había leído antes, hasta que el triunfo de Trump dio la voz de alarma (Craig Silverman, “This analysis shows how viral fake election news stories outperformed real news on Facebook”). Cada uno estaba leyendo dentro de su burbuja.
En un magnífico artículo titulado “Las falsas noticias son una cortina de humo”, el director del Center for Civic Media del MIT, Ethan Zuckerman, escribe: “La verdad realmente perturbadora es que las falsas noticias no son la causa de nuestra disfunción política. Más inquietante es que vivamos en un mundo donde la gente esté profunda y fundamentalmente en desacuerdo sobre cómo entenderlo, incluso cuando compartamos el mismo conjunto de datos. Solucionar los problemas de las falsas noticias hace ese mundo algo más fácil de navegar, pero no trasciende la superficie de los problemas más profundos de cara a encontrar terreno común con las personas con las que discrepamos” (“Fake news is a red herring”).
Dado que bajar los brazos no es una opción, hay algunas vías por las que seguir caminando para reducir la polarización y el hooliganismo político, así como su plasmación en Internet:
a) Formar más a la ciudadanía en alfabetización mediática, lectura y comprensión crítica (muchos creían que la propaganda y la desinformación eran cosas del pasado);
b) Expandir una cultura de verificación digital sistemática;
c) Ofrecer a los electores herramientas que les hagan conscientes de la habitación ideológica cerrada en la que piensan.
En la columna “Burst your bubble” (Revienta tu burbuja) el periódico de izquierdas The Guardian recomienda cada semana cinco artículos conservadores que considera de interés para expandir el pensamiento de sus lectores. En su recurso digital “Blue feed, red feed”, The Wall Street Journal deja caer a la vez dos hilos: a la izquierda los post que publican en Facebook los medios progresistas, a la derecha los de publicaciones conservadoras.
Si se le llama posverdad a lo que sucede se estará ocultando que es demagogia. Mientras se enreden los debates terminológicos y se recurra a la expresión noticias falsas para referirse a todo lo ideológicamente sesgado, ganarán tiempo y libertad de acción quienes desmontan derechos humanos bajo el tapiz de la postlengua. Con similitudes a la ‘doctrina del shock’ que describió Naomi Klein en 2007 (aprovechar el impacto y la confusión psicológica provocada por desastres para hacer reformas que perjudican al ciudadano), la utilización actual del prefijo post garantiza el alejamiento comprensivo y la confusión entre los votantes, que quedan retenidos en su polo ideológico considerando que más allá sólo hay un caos nuevo para ellos. En ese terreno movedizo se seguirá apoyando al candidato que sea capaz de generar más temor sobre el contrario, un candidato que tendrá manos libres para hacer barbaridades mientras distrae con su malabarismo lingüístico. Si ello se completa con la réplica acrítica de anuncios políticos realizados a golpe de posts (entradas en plataformas digitales) o a golpe de tuits, se puede concluir que habrá ganado la desinformación. Nunca tuvo a su alcance herramientas tan potentes ni tan rápidas.
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