Por Alberta Pérez, @Alberta_pv
Nos deslizamos por la curva de datos de la que día a día se alimenta el coronavirus. Actualmente, por lo menos en España, me atrevería a decir que estamos en ese momento en el que el cochecito de la montaña rusa empieza a ralentizar su velocidad para colocarse en lo alto de la cuesta. El chasquido del carrito de repente se oye más que nunca y ejerce de cuenta atrás, expandiendo tu percepción del tiempo. Son esos segundos previos a notar tu estómago en la garganta, una sensación parecida a la que deben tener en estos momentos los sanitarios, viendo las terrazas de los bares españoles llenarse poco a poco con cervezas y sonrisas a la vista.
Todos aquellos países que ya han alcanzado el pico de contagios se encuentran en estos momentos en plena fase de desescalada, y como dictan las normas no oficiales de las montañas rusas, cuanta más velocidad mejor.
Comunidades Autónomas en España como Madrid y Cataluña, se quejaban de no haber avanzado a la fase 1 de la desescalada, mientras veían a parte de sus vecinos canarios en fase 2, tomando el sol en la playa y abriendo la mayor parte de los servicios, parques y hasta centros comerciales. Tenemos las dos caras de la moneda: aquellos que están dispuestos a tirarse cuesta abajo y sin frenos, y los que todavía siguen recuperándose del mal de altura y critican las nuevas cesiones de libertad desde la ventana de su casa.
El formato de cuatro fases (corramos un tupido velo alrededor de la fase 0,5) elaborado en España para “desescalar” el confinamiento por territorios, es cuanto menos emocionante: nos tiene en vilo cada dos semanas esperando la aprobación del Gobierno, que cuál César decide el porvenir de nuestros próximos quince días bajo la atenta mirada del público. En Alemania y Bélgica, sin embargo, han sido más austeros y prácticos, limitándose a establecer fechas como hitos y conceder las libertades previstas siempre y cuando los datos secunden dichas decisiones. Y es que las desescaladas varían tanto en contenido como en formato. Francia ha sido partidaria de utilizar los colores verde y rojo para dividir al país en dos grupos. Cuando el país comenzó sus cuatro fases de desescalada, los 32 departamentos en zona roja lo hicieron con más restricciones que los designados como “verdes”. En Inglaterra, por su parte, también han optado por los colores para pintar su vuelta a la normalidad: cinco colores para cinco niveles, que representan el estado en el que se encuentra la propagación del virus. El nivel máximo, el rojo, representa una situación de rápida propagación implicando desbordamiento en el sistema de salud. A partir de ahí el degradado simboliza la mejora: naranja equivale a una situación de contención del virus pero con el NHS (Servicio Nacional de Salud) bajo presión; el ámbar implicaría que el virus sí está contenido, permitiendo el levantamiento cauteloso de ciertas restricciones; el amarillo representaría el estado de “alerta inicial”, y el nivel uno o color verde implicaría un estado “seguro”. Otro país que ha optado por utilizar una representación no apta para daltónicos ha sido Ecuador, donde han ideado un símil con los semáforos utilizando rojo, amarillo y verde para dar a entender a la ciudadanía en qué situación se encuentra cada municipio.
Y es que la tarea de desconfinar a la sociedad y ser capaz de descender del pico del coronavirus en una pieza es difícil y delicada. Lo confirma un estudio publicado por la Universidad de Insbruck (Austria): el 75 % de las caídas en montaña se producen durante el descenso. Un exceso de confianza en estos momentos podría costar muy caro después de tanto esfuerzo. A lo largo del mes de junio empezaremos a ver qué países llegan antes y en mejores condiciones a la parte inferior de las gráficas de datos, así que esperemos que no haya muchas caídas en el trayecto y, sobre todo, que no se produzca una avalancha por tirarnos todos a la vez.
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