Por Lorena Santos de Torregroza.

Máster en Teoría Política-UCM

Cuando intentamos pensar el problema de la libertad de expresión en el mundo contemporáneo nos enfrentamos al fenómeno de la creciente radicalización de las posturas identitarias.  Las opiniones de los individuos se han endurecido y “moralizado” debido a la excesiva filiación con sus identidades, dificultando de este modo la posibilidad del diálogo plural con otras posturas, pilar en el que se fundamentan las sociedades democráticas liberales.

La llegada de internet y de las redes sociales ha abierto nuevos espacios de opinión pública libres del control o censura de los medios tradicionales de comunicación (televisión, radio, prensa); un acontecimiento que en principio debería favorecer la democracia al incrementarse los escenarios donde se ejercita la libertad de expresión. En esos nuevos escenarios, todos –los que tienen acceso a estos espacios digitales– pueden expresar su opinión y encontrar con mayor facilidad grupos de filiación que comparten las mismas opiniones. Sin embargo, el algoritmo de las redes sociales, en un proceso automático de selección, filtra y borra las opiniones contrarias y solo “muestra” aquellas que son parecidas a las propias. El resultado de esto es que se reduce la oportunidad de debatir con aquellos que tienen un punto de vista distinto al propio. Como nos recuerda Fernando Vallespín en su último libro La sociedad de la intolerancia (2021) las opiniones endurecidas se hacen inmunes a la crítica lo que conduce a una encarnizada polarización entre bloques.

Esta situación se agudiza cuando las opiniones están sustentadas en principios identitarios inamovibles como el credo, la etnia o las tradiciones. En este punto la opinión ya no está abierta a la crítica y a la discusión, sino que se hermetiza hasta convertirse en una ‘verdad’. Los grupos identitarios ya no expresan su opinión ante situaciones del mundo, sino que afirman verdades que se resisten a ser puestas a prueba. El resultado es una guerra de opiniones ‘verdaderas’ que cancelan a aquel que piensa diferente. Se ha pasado de una sociedad plural a una tribal. Una belicosidad que se acrecienta en sociedades que reciben inmigrantes y conviven en la diversidad cultural. Según el profesor de derecho penal, Rafael Alcácer, la llegada masiva de inmigrantes a Europa ha generado un caldo de cultivo que alimenta las reacciones de rechazo xenofóbicas y populistas de partidos políticos que encuentran eco y apoyo popular con sus consignas. Sin embargo, la convivencia multicultural solo es posible si se garantiza la protección de los derechos humanos, entendidos como comunes a todas las personas, sin importar su religión, etnia o nacionalidad. Por lo tanto, el reconocimiento de las minorías y la garantía de la libertad de expresión no significa que se deba permitir el ejercicio de esta liberta­d para que se f­omenten delitos de odio o se atente contra la dignidad de cualquier persona, tanto dentro como fuera de la comunidad articulada en torno a un factor identitario.

Para que la democracia funcione es indispensable que se garantice la libertad de expresión, pero esta libertad debe estar fundada en la pluralidad y la tolerancia. Es importante recordar que la pluralidad es la condición sobre la cual la política se puede y debe construir. Lo contrario es el fin de la política y el inicio de la violencia. Como bien lo expone Arendt, en su libro La condición humana, el fin del mundo común llega cuando se le permite presentarse únicamente bajo una perspectiva. Son las acciones políticas humanas las que le dan forma y significado a una comunidad, pues solamente el mundo se experimenta cuando se entiende como algo que es común a muchos, y que únicamente es comprensible en la medida en que, las personas hablando entre sí sobre él, intercambian sus perspectivas. El problema no es que unas posiciones se enfrenten a otras, porque es ahí, en la confrontación plural, que surge un ‘mundo en común’. El peligro radica, más bien, en que la deliberación política se sustente en principios identitarios inamovibles y que el posicionamiento político propio se contemple en términos absolutos y limitados por los intereses de la ‘tribu’. Pues no hay nada más nocivo para el sistema democrático, como nos lo recuerda Chantal Mouffe, que permanecer en un modelo antagónico en el que ninguna de las partes comparte ninguna base en común. 

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