Por Irene Asiaín, @irene_asiain. Periodista
En enero de este año, cada país estaba sumido en su propia vorágine política. Todos, excepto China, donde el tsunami de contagios por coronavirus obligó a confinar a gran parte de su población. Mientras tanto: en Reino Unido, el premier Boris Johnson se ocupaba del brexit y prometía un “nuevo amanecer”; Australia se recuperaba de uno de los peores incendios de su Historia, y en Nueva Zelanda, el Gobierno convocaba elecciones generales para el 19 de septiembre de 2020.
Reino Unido: de la “inmunidad de rebaño” al confinamiento
A principios de año, en el nº 10 de Downing Street, se podía ver al gato Larry asomarse por la ventana, vigilante. Mientras, su dueño, el primer ministro Boris Johnson, detrás de esas paredes gris oscuro, trabajaba por mantener el liderazgo de Reino Unido tras el divorcio con la Unión Europea, que se hizo efectivo el pasado 31 de enero.
Ese mismo día, se detectaron los dos primeros casos de coronavirus en Reino Unido. El Gobierno, de acuerdo con su equipo científico, mantuvo a partir de entonces una comunicación centrada en recetar recomendaciones sanitarias –de distanciamiento social, higiene– y en conseguir la “inmunidad de rebaño*”. Una idea que consistía en que se contagiase un número suficiente de personas para que llegasen a actuar como cortafuegos e impidiesen la transmisión del virus a personas sanas.
El premier contrajo enfermedad y Reino Unido se acabaría convirtiendo en el país europeo con más muertes por coronavirus (más de 40.000 fallecidos)
La estrategia era clara: controlar el avance de la enfermedad y retrasar el pico de la pandemia, evitando de esta forma el colapso del sistema sanitario y el varapalo económico. Pero entonces llegó la primera semana de marzo y llegaron los 46 casos de coronavirus. Una semana después, otros 264. Ocho días más tarde, 1.035 más. Los casos de nuevos contagios se multiplicaban. Y Johnson, junto a su cohorte de científicos, mantenía su estrategia.
El 16 de marzo, los investigadores del Imperial College of London publicaron un paper científico que hizo virar el rumbo de la política británica referente al COVID-19. Señalaban que la puesta en marcha de medidas más estrictas evitaría la muerte de unos 260.000 británicos. Johnson deja entonces la retórica de mitigación del virus y comienza a incluir en sus discursos la palabra “supresión”.
No es hasta el 23 de marzo cuando se decreta el cierre de negocios y el confinamiento de la población. Para entonces, el país ya acumulaba en torno a 5.000 contagios y al menos 200 muertes, según datos de la Universidad Johns Hopkins. El anuncio sobre la nueva hoja de ruta incluyó medidas más duras. Ese día, no admitió preguntas de los medios de comunicación y dejaba claro que se trataba de una “orden” del Gobierno.
Pocos días después, el premier contrajo la enfermedad, dejando al cargo –hasta su recuperación– a su secretario de Exteriores, Dominic Raab. Este bache no socavó el liderazgo de Johnson. Recuperando un viejo eslogan de los brexiters, iba a volver a “tomar el control” (“Take Back Control”). Si bien, los datos reflejan que Reino Unido se acabaría convirtiendo en el país europeo con la cifra más alta de muertes por coronavirus, con más de 40.000 fallecidos.
Australia aplana la curva de contagios sin decretar el confinamiento
Como Johnson, el primer ministro australiano Scott Morrison tardó en reaccionar a la crisis sanitaria, tratando de priorizar la economía mientras miraba de reojo las recomendaciones sanitarias de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Si hay un nombre que se recordó en Australia durante la pandemia ese fue el del barco crucero “Ruby Princess”. Precisamente por ese afán de cuidar la salud económica, a mediados de marzo, el Gobierno australiano permitió el desembarco de unos 2.700 pasajeros que se desplazaron a lo largo y ancho del país y que iniciaron –junto a la llegada de aviones del extranjero– el contagio comunitario. ¿La consecuencia? Más de 600 contagios y al menos una veintena de fallecidos.
La estrategia de Morrison dio un giro de 180º. Aunque no decretó el confinamiento de la población como en España o Italia, cerró fronteras y limitó las actividades no esenciales. Esto sumado a la baja densidad de población, la cultura australiana de respetar las reglas y un sistema de salud avanzado ha conseguido aplanar la curva sin necesidad de parar el país.
La baja densidad de población, la cultura australiana de respetar las reglas y un sistema de salud avanzado ha conseguido aplanar la curva sin parar el país
El discurso de Morrison en ocasiones ha resultado confuso y contradictorio. Mientras que trataba de capear el temporal con recomendaciones sanitarias, impulsaba por otro lado una investigación internacional sobre el origen del virus. Una iniciativa que ha creado una especie de guerra comercial con China, su principal socio.
Nueva Zelanda, un ejemplo de comunicación y
transparencia institucional
Si hubiera que definir la gestión de la crisis en Nueva Zelanda en dos palabras serían transparencia y comunicación. Desde sesiones informativas diarias en televisión hasta conexiones por Facebook Live desde su casa, la primera ministra Jacinda Ardern ha transmitido a su población las decisiones del Gobierno de manera cercana y efectiva.
Ardern, a diferencia de Johnson y Morrison, apostó por la estrategia de eliminación del virus. Con apenas contagios, el 26 de marzo decretó el confinamiento de la población trasladando a sus ciudadanos la necesidad de “permanecer en sus hogares para salvar vidas”. Medidas drásticas que fueron acompañadas por otras de alivio como las económicas destinadas a personas y empresas afectadas por la pandemia.
Si hubiera que definir la gestión de la crisis en Nueva Zelanda en dos palabras serían transparencia y comunicación
La comunicación del gobierno en cuanto a información, concienciación y empatía con los afectados, sumado al papel protagonista que se ha dado a los científicos para controlar el virus, han sido los puntos fuertes de la gestión de la pandemia. Según una encuesta publicada por la agencia Newshub-Reid, Ardern ha conseguido una aprobación popular del 59,6 %. Y es que sus decisiones durante la crisis sanitaria no han hecho más que reforzar el fenómeno de la Jacindamanía: demostraciones públicas de apoyo a la primera ministra que nacieron tras su elección en agosto de 2017.
* La Embajada Británica en Madrid aclara sobre esta afirmación: El Gobierno británico nunca dijo que este concepto fuera parte de su estrategia, y ya desde el 15 de marzo el ministro de Sanidad lo rechazó públicamente. El asesor científico del Gobierno Sir Patrick Vallance hizo referencia a la inmunidad de grupo durante la rueda de prensa gubernamental del 12 de marzo y en varias entrevistas al día siguiente, pero fue en el contexto de explicar la evolución de una pandemia. El propio Vallance remarcó ante un comité parlamentario el pasado 5 de mayo que la inmunidad de grupo no ha sido una política gubernamental, y se disculpó si se le había malinterpretado (“Debería haber sido más claro sobre lo que intentaba decir, y si no lo dije suficientemente claro, lo siento. Lo que intentaba decir era que, en ausencia de un tratamiento terapéutico, el modo en el que se puede evitar que una comunidad sea susceptible es mediante la inmunidad, y la inmunidad puede obtenerse mediante vacunación o mediante la gente que tiene la infección”). El objetivo del Gobierno británico ha sido siempre proteger la salud de sus ciudadanos y la resiliencia del sistema sanitario durante esta crisis sin precedentes.
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