Por Amalia López Aceram @AmaliaLopezAcer, experta en redes sociales y administración pública
El 6 de enero de 2021, medio mundo asistió atónito al asalto al Congreso de una de las principales democracias del mundo, como colofón final a uno de los mandatos más convulsos de la historia de los EE. UU. protagonizado por el ya expresidente Donald Trump.
Las reacciones ante la gravedad de los hechos no se hicieron esperar y entre esas reacciones llamó la atención la rapidez con que la red social Twitter bloqueó en un primer momento algunos de los tuits del presidente, evitando que de esta forma pudieran ser retuiteados; para en días posteriores suspender su cuenta y terminar cancelando el perfil de @realDonaldTrump, que en aquellos momentos contaba con más de 88 millones de seguidores.
A esta acción de Twitter siguieron en días posteriores decisiones similares tanto por parte de Youtube, como de Facebook e Instagram, lo que condenaba a Donald Trump prácticamente a un ostracismo informativo al no poder acceder a estos canales desde los que difundir sus opiniones y proclamas.
Llama la atención la rapidez con la que actuaron las plataformas sociales para cerrar los perfiles de todo un presidente de los Estados Unidos. Un presidente, al que no olvidemos, fueron precisamente esas mismas redes sociales las que le ayudaron a encumbrarse, al convertirse en su principal altavoz.
Visto lo sencillo que resulta deshabilitar una cuenta, aunque sea la del mismísimo presidente de los Estados Unidos, sería ahora momento de exigir a esas plataformas que actúen con la misma diligencia cerrando todos aquellos perfiles desde los que se insulta, acosa y amenaza sistemáticamente, sin que tomen ningún tipo de medida al respecto permitiendo que actúen impunemente.
Pero volviendo al caso de Trump, ¿qué supone quedarse sin esos canales de difusión masiva como son las redes sociales? Podríamos afirmar que ha perdido gran parte de su capacidad de influencia al no disponer de un espacio desde el cual poder decir todo aquello que se le ocurre, sin además ningún tipo de filtro ni de control.
La situación sería como retrotraerse a los tiempos en los que no existía ni Twitter, ni Facebook, ni las stories, ni Twitch, y en donde la única posibilidad de hacer llegar tu mensaje a la ciudadanía era a través de los medios de comunicación.
¿Qué enseñanzas podemos extraer de lo sucedido?
- En primer lugar ha quedado patente (una vez más) el enorme poder que tienen las redes sociales, no solo en el ámbito de las relaciones personales, del acceso al ocio o del entretenimiento, sino también en la configuración de los asuntos o temáticas que enmarcan la esfera pública. Ahora más que nunca las redes sociales y lo que en ellas sucede se ha convertido en el ágora pública de nuestro tiempo.
- Y en segundo lugar, las redes sociales se están convirtiendo cada vez en más importantes para la clase política a la hora de influir en la ciudadanía; una influencia que es sin duda, y al menos de momento, mucho mayor en Estados Unidos que en Europa. Aunque, como veremos más adelante, en España la clase política no se ha quedado atrás y ya ha comenzado a hacer movimientos para aprovechar las posibilidades que ofrecen estas plataformas para incidir en la opinión pública.
Todas estas situaciones nos deben hacer reflexionar sobre el papel que las redes sociales juegan en nuestra sociedad. No estamos hablando únicamente de plataformas que nos permiten conectar y contactar con nuestras amistades y familias. O en donde nuestros hijos e hijas crean vídeos musicales, que después comparten o hacen challenges de todo tipo a los que se suman millones de personas en todo el planeta. Estamos hablando de implicaciones mucho más profundas que afectan a la esencia misma de nuestras sociedades democráticas, y donde el equilibrio de poderes y el juego político puede saltar por los aires con la utilización partidista e interesada de las redes sociales en un juego sucio que comienza a ser visible.
La injerencia de las redes sociales en la política ha dejado de ser una sospecha para convertirse en una realidad en los últimos años. Se han puesto al descubierto ejemplos de cómo la propaganda y la manipulación política a través de las redes sociales, no solo son posibles, sino que es más fácil y con peores consecuencias de lo que han sido nunca.
A todos nos viene a la cabeza el escándalo de la consultora Cambridge Analytica donde quedó patente la falta de escrúpulos de la plataforma de Mark Zuckeberg a la hora de vender los datos personales de millones de usuarios. Estos datos fueron utilizados para crear campañas en redes sociales para incidir en procesos electorales como las elecciones estadounidenses del año 2016, elecciones que precisamente ganó Donald Trump.
La actuación de Facebook al facilitar los datos de sus usuarios mostró en lo que se ha convertido la compañía, una gran plataforma donde la información de millones de personas es vendida a empresas para que sus anuncios publicitarios sean más persuasivos.
Ha sido como despertar de una dulce siesta en la que solo estábamos preocupados por si la foto de la paella del domingo con los amigos había tenido muchos o pocos “me gusta”.
Si denunciable es la actuación de Facebook, no es menos el de las personas que contrataron a la consultora, ya que el objetivo último de Cambridge Analytica era analizar todos esos datos para diseñar campañas políticas que tenían como objetivo último, tal y como se recogía en su propia página web, “cambiar el comportamiento de la audiencia”. En este caso, el de los votantes.
Pero este escándalo no solo se ha producido en Estados Unidos. Encontramos un ejemplo más cercano en la investigación de la periodista británica Carole Cadwalladr sobre millones de anuncios a favor del brexit que inundaron Facebook durante las semanas previas a la celebración del referéndum. Cadwalladr ha apuntado cómo estos anuncios manipularon a una parte de la población con informaciones falsas, las cuales contribuyeron al éxito de la opción de abandonar la Unión Europea. El caso no solo afecta a Facebook, ya que a principios del 2018 el propio Twitter reconoció la injerencia rusa a través de su plataforma durante el referéndum del brexit.
Estos son posiblemente los ejemplos más visibles de un iceberg que se presupone de dimensiones gigantescas, y que afectarían a prácticamente todos los países. No pasemos por alto que en España actualmente hay una causa abierta en la Audiencia Nacional por la injerencia rusa a través de bots y páginas webs en el procés catalán.
Nos encontramos aquí con uno de los elementos claves de esta nueva forma de manipulación política que se basa en la utilización de bots y muy especialmente, de granjas de bots. Podemos definir un bot como un programa informático diseñado para hacer una serie de tareas repetitivas en un entorno digital. Al igual que en la vida, tenemos bots que podríamos denominar ‘buenos’, como por ejemplo los rastreadores de los motores de búsqueda de Internet; y bots que podríamos considerar ‘malos’, que serían aquellos encargados por ejemplo de apropiarse de direcciones de correo electrónico sin permiso para fines publicitarios.
En el ámbito de las redes sociales, los bots suelen ser utilizados para mantener conversaciones como si fueran humanos. Si utilizamos muchos bots para hacer esas tareas, tendremos una gran granja de bots. Lo que tiene que quedar claro es que detrás de un bot no hay una persona; y en el caso de que detrás de un perfil de Twitter haya un bot, no habrá una persona, por mucho que nos dé la sensación porque sus tuits y los comentarios son similares a los que podríamos escribir cualquiera de nosotros.
Sin embargo, y aunque ningún político reconozca que utiliza estas granjas de bots, se usan para, por ejemplo, poner de actualidad un tema o un asunto que interese llenando de comentarios la red hasta que ese tema se convierta en trending topic. Algo totalmente artificial y que no responde a la realidad ya que detrás de esos tuits, retuits y comentarios simplemente hay bots, es decir, no hay ninguna persona excepto aquella interesada en que se hable de ese tema.
Hay una frase pronunciada en el Congreso de los Diputados por el presidente Pedro Sánchez en el mes de abril de 2020 cuando se dirigió al líder de Vox, Santiago Abascal, y le dijo: “Señor Abascal, quiero dirigirme a usted y a los millones de bots que trabajan para usted en las redes sociales”, que sin duda resulta muy significativa.
¿Cuántos de los temas que cada día están de actualidad realmente lo son para el conjunto de la sociedad? ¿Cuántas de esas voces a las cuales otorgamos la autoridad por contar con miles de seguidores no tienen únicamente detrás bots que replican sus opiniones? ¿En qué medida estamos configurando una agenda política a partir de la manipulación haciendo que la ciudadanía crea que esas cuestiones son las que realmente preocupan a la sociedad porque así se percibe en las redes sociales?
Si peligroso y preocupante es lo que está ocurriendo en estas redes sociales, más lo es si cabe lo que está ocurriendo en WhatsApp. Y es preocupante por dos motivos. El primero de ellos es porque WhatsApp pertenece a Facebook, y ya hemos visto que los antecedentes en cuanto a la protección de datos y a la salvaguarda de los intereses de sus usuarios deja mucho que desear. El segundo motivo es que mientras la manipulación en redes sociales como Facebook o Twitter se hace de forma más o menos pública, en WhatsApp todo ocurre de forma oculta, ya que se desarrolla sobre todo a través de grupos y listas de difusión.
¿Podría ser WhatsApp la mayor herramienta de propaganda política de la historia? Según mi opinión, sin ninguna duda, ya que contiene algunos elementos que apuntan en esa dirección:
- Según la consultora IAB Spain en su ‘Estudio de las Redes Sociales en España del año 2020’, el 87% de los internautas entre 16 y 65 años tienen redes sociales, lo que representa 29,6 millones de españoles. Aun siendo un número importante, esto representa la suma de las principales redes sociales. Solo en el caso de WhatsApp el número de usuarios ha superado los 25 millones. WhatsApp sería la red social, si la consideramos como tal, con mayor nivel de penetración en nuestra sociedad.
- En plataformas como Facebook o Twitter se mezclan las personas a las que conocemos, junto a otras que no conocemos personalmente, o incluso con perfiles anónimos. En cambio, en WhatsApp conocemos a todas las personas con las que interactuamos, ya que son contactos telefónicos previos. Este nivel de confianza con las personas que interactuamos provoca que estemos más relajados en lo que respecta a la comunicación y así damos más credibilidad a los contenidos que recibimos. Es precisamente ese grado de credibilidad que le otorgamos a los contenidos que nos llegan a través de WhatsApp una de las razones que están detrás de la capacidad de viralización de esta plataforma. Cuando vemos una noticia o una información en Facebook o Twitter podemos dudar de su veracidad o exactitud, sin embargo, este proceso de validación de la credibilidad del contenido es mucho más rápido en el caso de WhatsApp, ya que la información nos llega a través de una persona conocida y casi no dudamos en reenviarlo.
- Los grupos de WhatsApp son entornos en donde se facilita el intercambio de opiniones políticas. Mientras que en el día a día la mayoría tiene reservas para expresar abiertamente sus opiniones políticas, y si lo hace, no lo hará de la misma forma que lo hace en un grupo de WhatsApp, donde hay cierta sensación de seguridad al estar relacionándose con personas más o menos conocidas.
- En las redes sociales es más o menos sencillo poder identificar la fuente de una información, pero esto es algo totalmente imposible en el caso de WhatsApp.
Esta dificultad para identificar la fuente facilita que puedan circular libremente bulos, fakes y todo tipo de manipulaciones informativas sin que además sea posible contrarrestarlas ni desmentirlas, porque se extienden como una mancha de aceite sigilosa entre grupos sin que puedan ser detectados con facilidad.
¿Está haciendo algo la clase política para frenar esta influencia de WhatsApp? Todo parece apuntar que no y así vemos cómo a finales del 2018 se aprobó la nueva Ley de Protección de Datos que en su artículo 58.2 bis se permitía, atención:
- La recopilación de datos personales relativos a las opiniones políticas de las personas que lleven a cabo los partidos políticos en el marco de sus actividades electorales se encontrará amparada en el interés público únicamente cuando se ofrezcan garantías adecuadas.
- Los partidos políticos, coaliciones y agrupaciones electorales podrán utilizar datos personales obtenidos en páginas web y otras fuentes de acceso público para la realización de actividades políticas durante el periodo electoral.
- El envío de propaganda electoral por medios electrónicos o sistemas de mensajería y la contratación de propaganda electoral en redes sociales o medios equivalentes no tendrán la consideración de actividad o comunicación comercial.
Posteriormente la Sentencia del Tribunal Constitucional 76/2019, de 22 de mayo de 2019 declaró nulo el primer punto de este artículo 58 el cual permitía a los partidos políticos recopilar los datos personales relativos a las opiniones políticas de la ciudadanía. ¿No se parece esto mucho a lo que hacía Cambridge Analytica?
Aunque de momento, y de forma legal se ha parado esto, lo que sí sigue permitiendo la ley es que los partidos políticos puedan enviar propaganda política a través del correo electrónico y de sistemas de mensajería como WhatsApp, Telegram o sms, en una especie de buzoneo digital que espero equivocarme, llegará a hartarnos como en su día sucedió con el buzoneo en papel.
Y es que nos debería preocupar, y mucho, que se dejen en manos de empresas con estos antecedentes la difusión de información, más si cabe cuando esta información es de carácter político.
A principios de 2020 la ONU prohibió a sus trabajadores el uso de WhatsApp y pocas semanas después fue la Comisión Europea la que recomendaba a su personal no utilizarlo WhatsApp en el ámbito laboral por los problemas de seguridad detectados.
Creo que tenemos por delante unos años en los que saldrán a luz más escándalos que tendrán como protagonista a las redes sociales y al mundo de la política. El poder que atesoran estas plataformas, y muy especialmente el caso de la factoría Zuckerberg que aglutina a Facebook (2.500 millones de usuarios en el mundo), Instagram (1.000 millones), WhatsApp (2.000 millones) y Snapchat (250 millones), es peligroso en la medida que no hay nada que contrarreste o limite ese poder, o al menos, proteja a sus usuarios frente a esa posición dominante.
A pesar de todo lo expuesto aquí, soy una defensora del uso de las redes sociales en cuanto a la capacidad que tienen para conectar personas, para acercar la información, la cultura y la educación, para visibilizar a sociedades y personas o como canal de comunicación entre la ciudadanía y las administraciones públicas, que es mi ámbito de actuación.
Sin embargo, creo que el modelo actual de redes sociales tiene que cambiar. Los escándalos relacionados con la privacidad, la manipulación de los algoritmos o la injerencia de la publicidad son aspectos que hay que cuestionarse. Desde aquí, y como punto final, lanzo una idea para la reflexión y el debate en cuanto a la posibilidad de que se constituya una red social pública, auspiciada por la Unión Europea o por algún organismo internacional. Una red social en la que los ciudadanos puedan comunicarse y relacionarse lejos de la injerencia de esos algoritmos, de la publicidad, y con las suficientes garantías y respeto hacia sus datos y su privacidad. ¿Una utopía? El tiempo lo dirá.
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