Por Vicente Rodrigo, @_VRodrigo Director de asuntos públicos de Weber Shandwick y cofundador del colectivo Con Copia a Europa
La presidencia de Estados Unidos por parte de Donald Trump ha dado paso a un nuevo ciclo de convivencia entre naciones en el mundo. Los desajustes de la globalización, el desarrollo de Asia con el protagonismo global de China y el impacto desigual de las crisis económicas han provocado que muchos de los desequilibrios globales den paso a un sin fin de brechas, muchas de las cuales han llegado a su máxima expresión en el continente europeo. Las nuevas dinámicas globales también han transformado la comunicación pública. Dos de los procesos que más nos han marcado en el ámbito político recientemente, la victoria de Trump y el Brexit, han ganado por la confrontación. En ambos, la comunicación ha sido un poderoso elemento de desunión.
Este escenario parece haber cogido por sorpresa a las élites de la Unión Europea, que consideraban haber hecho sus deberes. Y en efecto, hay que reconocerles un fino olfato y una capacidad de anticipación estratégica y de innovación institucional cuando a mediados del siglo pasado fueron dibujando un espacio transnacional de interdependencias pensado para dar mayor cancha a unos países europeos que perdían peso en el mundo gradualmente. Esta reorganización mundial parecía dejar atrás a los pequeños estado-nación, un marco que se agotaba en lo que se refería a hacer frente a los desafíos de la globalización.
A base de constancia, de perseverancia, y de dinámicas de prueba y error, el viejo continente avanzó en una fórmula sui generis, de nulo precedente en el mundo y que atraería las miradas de los analistas en cooperación transfronteriza. No fue tarea fácil aunar los intereses de potencias tradicionalmente enfrentadas ni generar espacios de confianza, pero lo cierto es que se sentaron unas bases donde nos hemos sentido más o menos cómodos durante décadas y que han sido la base para el desarrollo de regiones de Europa que no habrían experimentado tales cotas de crecimiento y bienestar de no ser por la cooperación entre vecinos.
Sin embargo, fue precisamente en lo económico -allí donde brotó la cooperación inicial de la integración europea- donde se fraguó la crisis institucional que aún hoy pesa sobre nuestras espaldas: cuando los mercados financieros internacionales empezaron a dudar de la consistencia de esta Unión se tambaleó toda la estructura que mantenía el edificio en pie. En efecto, hubo anticipación e innovación institucional en los años 50, los deberes quedaron hechos, pero no se puede vivir de las rentas. En este momento, se vuelve especialmente crítica la capacidad de reacción al cambio. Ya lo dijo Jeff Bezos: “No me pregunten qué va a cambiar en los próximos diez años, pregúntenme qué no va a cambiar”. Y también la famosa cita: “No cometamos el error de creer que haciendo siempre lo mismo vamos a obtener resultados diferentes”.
Nuestras instituciones, a las que tanto bienestar y progreso debemos, parecen haberse vaciado de ilusión, de ganas de encontrar soluciones innovadoras, de vigorizar unos cauces cada vez más agrietados y estancos, desde hace más de 60 años.
En lo que se refiere al ámbito europeo y a su arquitectura institucional, sus estructuras no han evolucionado de manera suficientemente flexible. Tampoco lo ha hecho el proceso de toma de decisiones, que no ha pasado del habitual top-down: de arriba abajo sin detenerse en comunicar adecuadamente por qué se toman ciertas decisiones y sin tener en cuenta que la legitimidad democrática sería algo que se sometería a un feroz escrutinio desde la sociedad civil. Máxime en un contexto con una fuerte presión social por la rendición de cuentas, la transparencia y la trazabilidad de las decisiones públicas.
La Unión Europea envejece, y lo hace con luces y sombras. Los aciertos y beneficios del proyecto son muy amplios y han alcanzado a todas las capas de la sociedad europea, en tanto que ha puesto las bases para la consolidación de un marco óptimo de cooperación y de convivencia pacífica. Este es el gran legado de esta UE, a quien se reconoció la hazaña mediante el premio Nobel de la Paz por su legado como mecanismo de cooperación inédito en el mundo y tremendamente efectivo para mitigar conflictos. Pero la UE también fue capaz de configurar un sistema monetario propio que, aunque ha traído –y posiblemente traerá– mayúsculos dolores de cabeza, conformó un espacio más homogéneo, que ha permitido mayor crecimiento económico. Del mismo modo, la libre circulación de personas, bienes, servicios y capitales, que en 2018 ha cumplido 25 años, supuso la puesta en marcha del área económica sin barreras más grande del mundo. En el recuento de logros, no podemos obviar el liderazgo europeo en políticas públicas de respeto al medio ambiente, con una Comisión muy propositiva que ha sabido colocar el tema en la agenda pública global. Por otra parte, la creación de cultura e identidad se ha ido forjando a través de programas como el Erasmus, que ha acercado las vidas de los europeos, acostumbrados hoy a tener contacto habitual con otros europeos a través de las redes sociales. Es quizá la creación de comunidad y de ciudadanía la que sigue necesitando mayor impulso, y seguramente uno de los focos donde habrá que orientar la capacidad creativa de las políticas públicas.
Por otra parte, la falta de innovación institucional se ha ido sorteando con tímidos cambios de rumbo, en reactivo, asomándose al precipicio y dando un pequeño paso atrás. La práctica quiebra de Grecia o la votación del Brexit no fueron suficientes para cambiar la dinámica de llevar a cabo la acción mínima deseable. Y ante unas estructuras con limitaciones propias muy considerables, se generó una tormenta perfecta: crisis económica, brechas Norte-Sur, brechas Este-Oeste, gestión de la crisis humanitaria de llegada de refugiados, auge del discurso eurófobo, que se consolida en las instituciones y da alas a los descontentos con la Unión. El principal problema que representa el antieuropeísmo no es que se tambalee el proyecto político; al fin y al cabo, las estructuras transnacionales solo deben estar ahí porque demuestran que aportan beneficios a los ciudadanos. El riesgo reside en la falta de certidumbre y seguridad jurídica para los europeos, que por ejemplo con el Brexit se encuentran ante un limbo legal que tardará aún un par de años en definirse. Al final, la cantidad de regulación que cambiará para el sector empresarial y para los ciudadanos es sencillamente abrumadora, y esta situación no alienta un escenario óptimo de crecimiento y desarrollo.
La gestión del conflicto necesita de equilibrios y contrapesos, y las administraciones públicas no han trabajado lo suficiente la “Marca Europa” en términos de diplomacia pública para generar vinculación e inspirar a todas sus audiencias, especialmente las internas, ya que son las que deben plantear propuestas y soluciones.
MERKEL Y MACRON, DOS VISIONES, DOS MODELOS
Diferentes generaciones de líderes han intentado conferir impulso a esta unión entre estados; unos con el viento más a favor y otros capeando factores externos desfavorables, pero la mayoría poco preocupados por la creación de mecanismos que hicieran de este proyecto algo capaz de durar otros sesenta años sin grandes tensiones.
A grandes rasgos, podemos esbozar dos grandes visiones sobre cómo afrontar el futuro de la Unión, representados actualmente por la canciller alemana Angela Merkel y el presidente de la República Francesa Emmanuel Macron.
El primero, el intergubernamentalismo, llevado a la práctica por la líder alemana. Consolidada como la figura de referencia de la UE (ese famoso número que marcar para llamar a Europa al que hizo referencia Kissinger hace más de 30 años), ha llevado a la máxima expresión la integración en términos gubernamentales, es decir, otorgando mayor poder a los Estados, cediendo el protagonismo de la toma de decisiones a costa de las instituciones comunes como el Parlamento Europeo o la Comisión.
Solo un cambio de liderazgo podría revertir tal tendencia. La derrota de Schulz en las elecciones alemanas dejan solo en este envite a Emmanuel Macron. El líder francés ha creado un ideario que pone el énfasis en avanzar en términos de unión política, de unión social, y de completar una unión económica aún disfuncional. Frente al continuismo conservador, un cambio de ritmo y de ruta basados en la integración política.
LA FALTA DE RELATO HEGEMÓNICO ANTE UN NUEVO MARCO GENERACIONAL
La idea de Europa movilizó a las generaciones anteriores a la nuestra; aglutinó a diferentes voces y capas sociales que lucharon con ilusión por sentirse parte del proyecto comunitario por todo lo que representaba: paz, progreso, derechos, democracia, prosperidad. Hoy, las sociedades han cambiado profundamente; muchos de los retos que se afrontan tienen el mismo origen, pero necesitan nuevas respuestas. Por fortuna, hoy gozamos de la tranquilidad de nacer y crecer en paz, en democracia, bajo unas condiciones de prosperidad que se encuentran entre las más altas del mundo. Pero la sensación de desprotección y la promesa desvaneciente de un futuro brillante ha dejado en una situación muy tensa el contrato social existente. En aras de romperse, el relato de la Unión Europea no ha terminado de encontrar acomodo entre los más jóvenes, en esa generación que es la que va a construir el futuro de Europa.
Entre otras cosas, este relato europeo no ha calado en el público joven porque está monopolizado casi en exclusiva por generaciones para las que Europa ha significado otra cosa, lo que genera un fallo en la correa de transmisión.
Se trata de un momento diferente, puesto que estamos ante generaciones ya plenamente europeizadas; ciudadanos que han estudiado y vivido en otros países europeos, que han recorrido el continente gracias a la proliferación de infraestructuras y los trayectos low-cost… y, en definitiva, toda una serie de elementos que han ido configurando una cierta conciencia europea, un sentido de pertenencia que se ha fraguado mediante las soluciones cotidianas. Ahí es donde reside la fuerza motriz de este proyecto: en los beneficios cotidianos de la integración, aquello que hace que vivamos mejor en una Europa mejor. Los ciudadanos no necesitan conocer el funcionamiento de sus instituciones, solo saber que están ahí para mejorar su vida, para ofrecer soluciones a su día a día, y eso significa celebrar la desaparición del roaming o el libre acceso al contenido de tu cuenta de Netflix si viajas por Europa, dos hitos de hecho conseguidos recientemente.
Los jóvenes, por tanto, dan por sentados los éxitos del pasado, esos que siguen monopolizando la narrativa sobre Europa, que se aferra a los mismos en modo negación. Mientras exista esa desconexión, continuará la crítica. Y lo que empieza como una crítica legítima degenera en euroescepticismo.
CLAVES ESTRATÉGICAS DESDE EL PUNTO DE VISTA DE LA COMUNICACIÓN PÚBLICA
A grandes rasgos, las diferentes crisis que ha atravesado la UE han generado desánimo, apatía y falta de esperanza. Para revertir la situación, y aquí es donde la comunicación jugará un papel fundamental, debe trabajarse en dinámicas que generen ilusión, participación y ofrezcan soluciones al ciudadano. Una comunicación con una vertiente muy práctica y, siempre, personalizada. En este sentido, los diferentes índices de confianza empiezan a mejorar, pero todavía hay muchos europeos, sobre todo los jóvenes, que ni se plantean votar en las elecciones al Parlamento Europeo.
La comunicación atraviesa un momento de evolución que obliga a reformular los propios objetivos y procedimientos. El debate público se ha sofisticado, se ha hecho más complejo; el esquema clásico de emisor y receptor se revierte constantemente. En este contexto, las administraciones públicas deben inocular su capacidad proactiva para controlar los marcos. El auge del activismo y, especialmente en redes sociales, de haters y perfiles viscerales, pasionales y con una fuerte crítica a todo lo que huela a oficial o institucional, provoca que muchas veces la comunicación –digital– de las administraciones públicas vaya a remolque y en reactivo. Aquí también hay que tener en cuenta a los bots y a la maquinaria de propaganda de otros países, que han demostrado todo el potencial para influir también en los públicos naturales de estas administraciones públicas y provocar injerencias.
En este sentido, conviene recordar la máxima de George Lakoff: “Negar un marco lo activa”. De ahí la necesidad de evitar el modo reactivo, o al menos no hacer de él el grueso de nuestra actividad en comunicación, y poner el foco en construir tu propia narrativa.
Ya no se trata tanto de crear notoriedad (eventos, publicaciones, debates, iniciativas…) para generar valor (salir en medios, cumplir con los KPI, que se hable de la institución…) sino de crear valor (un valor distinto, no basado en métricas sino en ser capaces de traducirlo en respuestas y utilidad para los ciudadanos) para generar vinculación, ese engagement tan deseado (y que se traduce en apego emocional, identificación con la institución…).
Los pilares de este salto cualitativo son dos: el contenido y la influencia. En cuanto al contenido, es necesario trabajar tres tipos de mensajes: 1) racionales: con foco en los atributos y los beneficios de la acción gubernamental, de la integración comunitaria; 2) emocionales: con foco en los valores, en elementos discursivos que despierten conmoción; 3) reactivos: respuesta a fake news, a posibles ataques o informaciones interesadas, rebatiéndolas de manera solvente. Cuando hablamos de influencia, nos referimos a la capacidad de esa comunicación para tener alcance, llegar a las audiencias deseadas, tener efectividad y estar, en la medida de lo posible, personalizada.
Desde el punto de vista operativo, ¿en qué se traduce este salto? Básicamente, en empezar por generar mucho menos de esto: notas de prensa, comunicados, mailings, ruedas de prensa, publicidad… y plantear mucho más de esto: soluciones, utilidad, propósito, entretenimiento, emoción.
Los ciudadanos esperan que aquello que los gobiernos y administraciones públicas tienen que comunicar sea relevante; para ello, el mensaje que comuniquemos debe dar respuesta a lo que les preocupa, a lo que les mueve. Y aquí, se abre una fascinante frontera: el uso de los datos. Se trata de una evolución definitiva hacia la mejora de la calidad y el volumen de los insights de los que dispondrá la gestión pública, toda una serie de herramientas inteligentes para extraer análisis de valor.
Trabajar con datos nos conduce a un trabajo más efectivo y medible, constituyéndose como la herramienta más poderosa con la que jamás hemos contado en comunicación. En este sentido, no habrá ningún área de negocio o segmento de nuestra vida que vaya a quedar fuera del alcance del Big Data.
Es notorio que naveguemos este comienzo de siglo en torno a un debate que ya no se centra en el progreso, sino en conservar, a duras penas, lo que ya tenemos. Con cierta nostalgia trasnochada de un pasado más próspero, con miedo al futuro. El frame de esperanza e ilusión que Obama trajo en 2008 y que contagió al mundo es hoy una amalgama de miedos e inquietudes hacia el diferente. Observamos estos matices en un mundo que parece dispuesto a replegarse sobre sí mismo, a desconfiar de la cooperación. Un contexto tan complicado, que repele el tono constructivo, presenta, en cambio, grandes oportunidades para la comunicación pública. Se trata de transitar la evolución a ese ideal de democracia deliberativa planteado por el filósofo alemán Jürgen Habermas, sin olvidar que los grandes avances y los logros más memorables solo se han producido cuando el ser humano ha demostrado capacidad (así, en el sentido amplio del término) y voluntad.
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