La diplomacia pública ha ganado espacio en los estudios de comunicación política internacional en los últimos años. La creación del Alto Comisionado para la Marca España, el peso de la diplomacia pública en el Servicio Europeo de Acción Exterior (EEAS en sus siglas en inglés), la sucesión de grandes eventos en Brasil o la fuerte inversión de los países del Golfo Pérsico en internacionalizar sus ciudades son buenos ejemplos de cómo la comunicación ha asumido una función fundamental en las relaciones internacionales.

Juan Luis Manfredi, profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha.

Se han multiplicado las definiciones académicas y profesionales. Joseph Nye ha acuñado la idea de soft power y smart power, mientras que Phil Seib incide más en el impacto de los medios sociales en la real-time diplomacy. Nicholas J. Cull ha concretado aún más: “an international actor’s attempt to ma­nage the international environment through engagement with a foreign public”. Yo también tengo la mía: la diplomacia pública consiste en la estrategia de información, educación y entretenimiento que tiene como objetivo el ejercicio de la influencia sobre un público extran­jero. Es una línea de la acción exterior, por lo que tiene que alinearse con la diplomacia convencional y con las estrategias de gobier­no. Tiene tres objetivos fundamentales: reforzar la identidad de la lengua y la cultura en tiempos de globalización (Instituto Cervantes, BBC World Service o la francofonía, pero también los programas Erasmus), participar en los flujos de la economía internacional (comercio exterior, diplomacia económica o marca país) y ejercer la influencia en la opinión pública (las becas de la Fundación Carolina, el International Visitor Leadership Program de los Estados Unidos o la capacitación de funcio­narios internacionales en tu propio país).

Lo que distingue la diplomacia pública de la propaganda es el interés en el beneficio mutuo, la cooperación y la transparencia. En cambio, la propaganda es coercitiva, impone los contenidos y no abre espacios para el diálogo y el cambio. En diplomacia pública, la difusión de las ideas con el objeto de atraer recursos y personas tiene que basarse en la confianza y el entendimiento. Subrayo, por último, que la diplomacia pública es acción de gobierno, luego los programas desarrollados a título privado por organizaciones, empresas o indivi­duos no entran dentro de esta categoría. Son de creciente importancia en el ecosistema de comunicación internacional, pero no se rigen por los mismos principios.

En síntesis, la acción diplomática ha caído bajo el escrutinio de los medios de comunicación y la opinión pública, en palabras del profesor Gilboa, de la Bar-Ilan University. Esta dinámica de comunicación internacional se ha acelerado por la implosión de los medios digitales (Twitter, teléfonos móviles, Wiki­leaks), la consolidación de las grandes cadenas mundiales de televisión (Fox News y Al Jazeera son ahora mejores ejemplos que CNN o BBC) y la aparición de nuevos actores decisivos en las relaciones internacionales (Google y Facebook, pero también las organizaciones no gubernamentales).

El tiempo de la política

La diplomacia pública ha entrado en una etapa de madurez, de profesionalización de la comunicación internacional. El fracaso de algunas acciones, tales como la sonada Shared Valued Initiatives de la Administración Bush, pone de manifiesto la necesidad de pensar la estrategia de diplomacia pública dentro del orden político. No basta con una campaña de relaciones públicas o un rebranding. Hay que diseñar la acción exterior, reformar la práctica diplomática y atender a las nuevas fuentes de poder y competitividad global. Asimismo, toda acción principia en las políticas nacio­nales. Hay que buscar un acuerdo de mínimos sobre qué somos, cómo nos percibimos y qué queremos trasladar al exterior. Sin ese consenso, la estrategia está abocada al fracaso.

El éxito de una estrategia de diplomacia pública depende de numerosos factores. En primer lugar, depende de las culturas, las ideas y las normas globales. No se puede comparar el poder normativo o la capacidad de influencia de Suecia con China, Estados Unidos o Rusia. Todos ellos cuentan con acce­so a los canales de comunicación, pero no gozan de la misma credibilidad interna­cional. No deberían seguir los mismos caminos para conectar con los públicos. No todos los países pueden desarrollar un Hollywood, una London School of Economics o unos Juegos Olímpicos. Al menos, no al mismo tiempo. España podría alinear la diplomacia cultural (el español como lengua extranjera) con otras acciones relevantes en el ámbito de las industrias culturales (cine, literatura) y, sobre todo, educación superior. El liderazgo de las escuelas de negocio españolas es una pista de por dónde podemos caminar.

En segundo término, es recomendable conectar con los intereses de los ciudadanos en el exterior. De hecho, es ahí donde reside el valor añadido en la medida que no necesita autorizaciones previas de un gobierno extranjero. Es un reto mayúsculo que requiere un trabajo constante, una cierta capacidad de escucha de las demandas y necesidades y una reformulación de las tareas del diplomático. Algunos pensamos que Wikileaks puso de manifiesto la incapacidad de las legaciones para entender tanto el cambio como la velocidad del mismo en las sucesivas primaveras árabes. En algún cable, pocos días antes de las revoluciones, aún se lee algo parecido a “sin novedad en el frente”. La diplomacia re­quiere menos secretos, pero mejor guardados y elaborados. Una diplomacia de la influencia no se sostiene sobre estrategias de la Guerra Fría, sino sobre una suerte de nuevas competencias. Esta idea se materializa en más trabajo directo con las instituciones ciudadanas y más atención a lo que sucede en las redes sociales. Son un termómetro de percepciones.

Un tercer hito es el trabajo en equipo. Pode­mos revisar la composición de la Foreign A­ffairs Public Diplomacy Committe en Reino Unido, la US Advisory Commission on Public Diplomacy o el Team Norway. En todos ellos, encontramos representados los intereses de las relaciones internacionales, el comercio exterior, la cultura, las cámaras de comercio, las instituciones científicas y todos aquellos stakeholders cuya acción exterior es de rele­vancia para un país. No caben exclusiones, sino que debe articularse un sistema que permita a todos los actores opinar, sumar y crear valor. Aquí cuentan las comunidades autónomas y los municipios (acuerdos tipo Eurocities, pero también el brillo propio de Barcelona o Madrid), así como las universidades, las empresas con proyección exterior (diplomacia corporativa), los ciudadanos y las asociaciones (la actividad de las casas es fundamental). Es un espacio ideal para el diálogo y la participación de la sociedad civil antes que para la imposición jerárquica de intere­ses o acciones.

Este equipo necesita un liderazgo claro, que ejecute los proyectos y que tenga vocación de continuidad. Es importante que la materia se considere prioritaria. Más aún, me atrevería a sugerir que la diplomacia pública tiene que ser una función de la presidencia del gobier­no, porque es un activo que afecta directamente a la cuenta de resultados. En el caso español, dos ejemplos avalan esta hipótesis. Por un lado, cuando uno repasa las portadas de la prensa financiera anglosajona reconoce la falta de peso y de capacidad de influencia. Necesitamos trabajar la credibilidad exterior para mejorar la reputación en los mercados internacionales. A esto le llamaremos respeto por nuestras decisiones políticas. Por otro, el turismo es un motor de la economía española. Recibimos más de cincuenta millones de visitantes cada año: ellos son los mejores receptores y embajadores de la Marca España. Nuestra estrategia tiene en esa ciudadanía un activo de incalculable valor.

Un cuarto punto a considerar será la geoestrategia digital. Internet y los nuevos medios reconfiguran la esfera pública, el espacio donde se negocian los derechos y las libertades. Hay que trabajar este punto aunque solo sea por razones demográficas. El 33% de la población mundial tiene entre 15 y 29 años, llevan un móvil conectado 24 horas al día y están cambiando la forma de comprender la globalización.

Finalmente, es fundamental establecer un sistema de rendición de cuentas, análisis y previsión. Tenemos que saber que cada euro invertido tiene una tasa de retorno, que estamos cumpliendo los objetivos (¡cualesquiera sean!) y que la continuidad está asegurada. Los estudios de opinión pública tienen que completarse con otros acerca de la captación de inversiones, la atracción de estudiantes extranjeros o el incremento del valor de los productos y servicios asociados a la marca país.

Unas conclusiones apresuradas

La diplomacia pública representa la vanguardia de las relaciones internacionales, una nueva forma de desarrollar el poder y de participar en la arena política. No es una cuestión de iconos, seguidores en Facebook o campañas virales. Antes al contrario, persigue la creación de una comunidad de intereses con públicos extranjeros. Será una transformación estratégica en la medida que añada valor a la representación, la negociación y la comunicación de los intereses en el exterior, las tres funciones clásicas de la diplomacia. Por eso es necesario establecer un plan estratégico, sumar iniciativas, crear espacios para la conversación y transformar la diplomacia pública en un elemento fundamental de la acción exterior.

El reto de los profesionales de la comunicación pasa ahora por establecer los cauces de cooperación con las instituciones, formar a los diplomáticos y otros actores en las competencias de la comunicación, persuadir a los gobernantes de lo que está en juego y normalizar la diplomacia pública. Sí, nos queda trabajo por hacer. g

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