Por Mª Jesús Prieto Villarino Licenciada en Filosofía y Francisco Ramos Antón
@pacoramos26 Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología

La comunicación política que se piensa a sí misma sólo en términos de eficacia y no de ética pública acaba trabajando para el populismo, ese fantasma que hoy recorre Occidente.

En la democracia de audiencias segmentadas, en la que cada cual se busca a sí mismo en las opiniones y enfoques -marcos- afines, la conversación pública se empobrece tanto en la pereza del “sentido común”, el sedimento ideológico de lo que hay, como en la autocomplacencia de los discursos alternativos que hace innegociable lo posible. Así se reducen las oportunidades para una opinión pública educada en valores democráticos.

La urgencia de la acción electoral se impone sobre los tiempos de la política orientada a la construcción de una sociedad justa. El programa, las ideas, ceden ante el carisma mediático del líder, que es su principio de legitimidad pública, aunque habilitado tan solo para emitir mensajes simples y pildorados a una ciudadanía tratada como menor de edad.

La multiplicidad de canales y formatos permite más información y más inmediatez, pero no siempre más comprensión y compromiso. La interacción virtual disuelve la necesidad social de afiliación y convivencia. El contenido, el lenguaje y hasta el tono del debate público lo imponen las empresas de comunicación bajo la lógica, siempre complaciente, de las audiencias, en el mejor de los casos. Esta cultura se traslada a la política y sus rituales de comunicación son una espiral retroalimentada de empobrecimiento: se vende lo más fácil de vender. Esta es la opción más adaptativa en la estrategia de comunicación política, pero no es inevitable.

En la sociedad de la información, la comunicación es el núcleo mismo de la política, no una de sus dimensiones instrumentales (lo que se comunica mal, no se ha hecho bien). Tiene en su mano la formación de la comunidad política. Puede envilecerla, hasta conseguir que vote a los corruptos y se normalice la indecencia, o elevarla a la excelencia democrática.

Una sociedad abierta y plural se rige por una ética de mínimos: los derechos humanos y los principios constitucionales. Esas reglas del juego se adaptan en interacción con la ética pública. El desdén hacia la ética menoscaba la acción pública y la Ley: Políticas de simulacro, leyes para no cambiar nada y banalización de la noción de justicia. El resultado es la desafección o la indignación ciudadana por el sufrimiento evitable, la destrucción del bien común y el debilitamiento del Estado y la sociedad para la protección de los débiles.

Proponemos una ética pública de mínimos para la comunicación política, iluminada por la ética discursiva habermasiana, y mediada por tres útiles principios apuntados por T. Ausin, que aquí adaptamos:

No hacer daño, ni invisibilizar a nadie. Tampoco a los seres vivos ni al entorno. Buscar el interés común sin ignorar las causas de las minorías. Supone ampliar y hacer más habitable el espacio público. Virtudes que ayudan: la empatía, el cuidado y la compasión.

Respeto a la ciudadanía y al adversario político. Implica un compromiso de búsqueda de la verdad, renunciar a simplificaciones manipuladoras y creación de un clima para la inteligencia, la participación y la creatividad social. Exige cortesía, tolerancia, honestidad intelectual, precisión y transparencia en el lenguaje. Parte de la concepción de una ciudadanía activa, sujeto de derechos, como garantía de perfeccionamiento democrático permanente.

Búsqueda del interés común, sin ignorar la propia visión del mundo. Lo primero son las ideas, de las que se derivan las prioridades. En general se trata de buscar el equilibrio consensuado entre las libertades individuales y la igualdad de oportunidades y de resultados. Sus virtudes son la solidaridad y la responsabilidad social.

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