Por Marcelo López, @soymarcelolopez, Investigador Semiótico y Estratega Político-Electoral

En un país donde la política ha venido siendo como una mesa redonda, sin extremos, hoy los extremos dicen y hacen más que ningún otro espacio político. Por cierto, hay motivos. La izquierda-pero-no-tanto devino de concertación a desconcierto y de nueva mayoría a minoría arcaica. La derecha republicana, en tanto, sigue ocupada en acomodar huestes en la administración de Sebastián el Trabajólico y sus reyertas apenas fluyen somnolientas y dulzonas como té con leche.

No pasa nada que no sea lo que no pasa. Y lo que no pasa es la presencia de brío, de entusiasmo, de revoloteo de mariposas en el estómago como cuando estamos al borde de un amor juvenil como aquellos que fueron. Que fueron, sí. Porque hoy en Chile, la “izquierdacentroderechista” y la “derechaizquierdocentrista” son animales en extinción. No es que vayan a morir mañana por la mañana, pero van a vivir en la misma agonía que, por ejemplo, los mastodontes políticos españoles. Es que no son gente que le importe a la gente y eso les va costar sangre, sudor y lágrimas. Lágrimas especialmente.

En fin, mientras unos y otros “centroloquesea” bailan al compás de la orquesta del Titanic, y en su autismo imaginan estar jugando a la república, resulta que la república está jugándose en otra cancha. Una donde los rivales están tan lejos uno del otro que son incapaces de verse mutuamente. Ni de oírse. Aunque para eso de verse y oírse no es que tengan mucha disposición que digamos.

En el rincón rojo -y bien rojo- se alza la periodista Beatriz Sánchez, quien salió indemne del último proceso electoral con un entusiasta 20,3 % y hoy reaparece aunque una decena de puntos más abajo. En el rincón azul -azul de acotada realeza criolla, pero realeza al fin de cuentas- José Antonio Kast ni se arruga cuando lo tildan de ultra de la estirpe Bolsonaro. Sus once puntos lo encumbran como la opción sorpresiva de una derecha que hace rato no sorprendía a nadie.

La izquierda dura y la derecha aún más dura están siendo vistas por la gente. Gente que no es feliz. Gente a la que el “derechoizquierdismo” trémulo le ha dado casa, educación, salud y orden. Pero no felicidad. Chile ha sido el país más previsible del continente, pero esa previsibilidad ya no le basta a un ciudadano que tiene más de todo y por eso ahora quiere todo lo que le falta.

Los chilenos se espantaron con una Bachelet que imaginó que si la votaban para un segundo mandato era para que profundizara lo que había hecho en el primero. Y no. La motivación de voto estaba tan lejos de eso que terminó partiendo con más pena que gloria a refugiarse en la ONU, mientras que Piñera era llamado a restaurar las certidumbres de un elector que no le perdonó a Michelle los mismos ripios éticos que el elector brasilero no le perdonó a Dilma y a Lula, o el elector argentino a la banda K.

No era aversión ideológica, porque la ideología hoy pesa menos que un paquete de popcorn. Era aversión al fraude moral. A los discursos impolutos y el quehacer mugriento, aun cuando convengamos que Michelle no es Cristina ni es Lula, básicamente porque el chileno no es brasilero ni argentino. El chileno es, antes que nada, digno hasta para ser indigno.

En fin, rumbo al medio mandato de un Piñera desmañado en el gesto pero correcto, empeñoso y diáfano en el hacer, nos morimos de aburrimiento. Y entonces, ocurre lo que ocurre: de un lado y de otro -poco importa cuál es cuál y quién es quién- se empiezan a escuchar melodías hipnóticas, de metales potentes y estentóreos. Música que sale por las ventanas de un par de casas que quedan en los extremos del barrio. Aunque nos hagamos los sordos, es lo que está sonando.

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