Carlos Barrera, Director del Máster en Comunicación Política y Corporativa de la Universidad de Navarra.

Hasta hace no demasiado tiempo en España, y también en la mayoría de los países de América Latina, estudiar en las Facultades de Comunicación significaba, desde un punto de vista profesional, prepararse para ser periodista o publicitario. En los años setenta u ochenta del pasado siglo prácticamente no se concebían otras salidas profesionales en el ámbito de los medios de comunicación que las clásicas de la prensa, la radio y la televisión, con la publicidad como invitada de última hora al mundo del profesionalismo y de la formación.

No ocurría igual en otros países, especialmente en los Estados Unidos donde ya había una más sólida tradición en las llamadas PR o Public Relations. La práctica profesional en este ámbito llegó ya a ser seria y reconocida a finales del siglo XIX tanto en Norteamérica como en otros países de Europa Occidental (Holanda, Alemania y Reino Unido principalmente, con distintas características), pues creció de forma paralela al desarrollo económico y social de lo que históricamente se ha dado en llamar la sociedad de masas y la pro­ducción masiva de bienes de consumo. Nombres míticos como Ivy Lee y Edward Bernays en los Estados Unidos contribuyeron a definir y construir, como una realidad profesional y académicamente diferenciada, las Relaciones Públicas.

Por otro lado fue también creciendo la lla­mada propaganda política, cuya fuerza movilizadora y estratégica sería especialmente relevante a partir del período de entreguerras tanto en el plano de la acción como en el de la reflexión científica sobre ella. No obstante, y en una afirmación general donde cabrían muchos matices, desde el plano profesional las PR tuvieron un mayor desarrollo que lo que hoy llamamos la comunicación política, electoral o de instituciones públicas. Por eso en Estados Unidos hubo, antes y en mayor número, programas universitarios para formar profesionales de las PR en comparación con los dirigidos a la comunicación o la consultoría políticas.

En el caso concreto de España, algunas iniciativas profesionales pioneras surgieron en los años sesenta al compás del desarrollo económico experimentado en esa década, y contribuyeron a un primer, aunque todavía escaso, reconocimiento social de las relaciones públicas como profesión diferenciada. En 1965 se creó, por ejemplo, la Agrupación Española de Relaciones Públicas; y en 1971 éstas fueron admitidas como estudios superiores en la universidad aunque integradas en la rama de Publicidad.

Desde entonces la universidad ha ido acompañando sus pasos cada vez con más decisión, reconociendo así una función creciente en nuestra sociedad, que responde igualmente a unas necesidades crecientes como son las que tienen todas las organizaciones –privadas, públicas, partidos o instituciones– de comunicarse con sus públicos. Si bien en los estudios de grado han ido introduciéndose algunas asignaturas relativas a la comunicación política, el mayor desarrollo ha correspondido a los posgrados, y la ma­yoría de edad se ha alcanzado en estos últimos años con la proliferación de un buen número de Másteres especializados en el sector. Estamos ahora inmersos en una etapa de transición del autodidactismo, donde cada uno había de abrirse su propio camino a golpe de experiencia, a la formación reglada y especializada que están recibiendo bastantes jóvenes y algunos no tan jóvenes que desean introducirse en este mundo.

La comunicación es hoy, en todo tipo de organizaciones, una tarea esencial para la que no basta el mero instinto ni simplemente mantener buenas relaciones con los medios de comunicación y los periodistas. Así como con el paso del tiempo se logró convencer a los editores de periódicos que no bastaba, para ser un buen periodista, tener lo que los anglosajones llamaban nose for news (olfato periodístico), también en el ámbito de la comunicación corporativa y política se ha puesto ya de manifiesto la necesidad de contar con una formación específica y exigente para desarrollar tales tareas con eficacia y profesio­nalidad. El mero hecho de poseer experiencia periodística no es suficiente sencillamente porque se trata de una tarea dife­rente. Las profesiones de la comunicación son diversas, y cada una de ellas exige su propia formación: no es igual, no debe ser igual, la de un periodista que la de alguien que vaya a dedicarse a la comunicación corporativa o política.

Porque además los periodistas ya no tienen, si es que alguna vez realmente lo tuvieron, el monopolio de la mediación de la información que llega a los ciudadanos, como tampoco la publicidad es el único cauce de comunicación y de persuasión comercial que llega a los consumidores o clientes de bienes y servicios. Aunque haya contribuido sin duda a acrecentarla, no ha sido la irrupción y gene­ralización de Internet la sola causa de esta importante alteración del orden establecido.

En los años ochenta, con la estabilidad política y económica posterior a la transición democrática en España, una serie de profesionales venidos de los más distintos ámbitos, y no siempre del periodismo activo, comenzaron a ocupar puestos de responsabilidad informativa en empresas o a trabajar en agencias o consultoras de comunicación que ofrecían sus servicios a clientes del mundo empresarial o político. Como ha escrito uno de ellos, Antonio López, en un certero examen histórico que resumo, la politización de la información económica, la guerra entre empresas con fusiones, opas y crisis varias, más la propia empresarización de los medios contribuyeron también a crear la necesidad y a creer en la necesidad de contar con una comunicación corporativa fuerte. En 1991 se creó la Asociación Española de Empresas Consultoras en Relaciones Públicas y Comunicación (ADECEC), como patronal de las grandes empresas del sector. Al año si­guiente 1992 nació la Asociación de Directivos de Comunicación, que cuenta ahora con más de 800 socios.

Hoy hablar del “dircom”, del director de comunicación con sus distintas variantes de denominación según las empresas, asociaciones u organizaciones, del consultor en comunicación o del consultor o asesor político es moneda común y reconocida. Sigue desarrollándose, pues, a buen ritmo una profesión distinta que la del periodista, que exige además una preparación también diferenciada, a la que se puede acceder desde otras profesiones distintas a la del periodismo y que, aun teniendo en común con el periodista la materia prima con que ambos tratan, cumplen funciones diversas, si bien coincidentes en el fin último de servicio a la sociedad.

Según un informe sobre “El estado de la comunicación en España 2010” realizado por Dircom, el mayor crecimiento entre 2005 y 2010 en el ámbito de la formación recibida por parte de los directores de comunicación correspondió a la posesión de un título de máster o de doctorado: del 19,6% subió al 32,6%. Es una muestra elocuente de que la necesidad de una formación especializada y de calidad va ganando enteros en nuestro país como síntoma de madurez.
Aunque con algunas mayores dificultades, también se ha ido abriendo y creciendo el panorama profesional en el ámbito de la comunicación política. No se concibe hoy en día ninguna campaña sin una estrategia de comunicación detrás que la haga coherente, creíble, confiable, cercana a los ciudadanos. Y me refiero tanto al ámbito de la comunicación puramente electoral como al de las instituciones públicas, sean de carácter internacional, estatal, autonómico o local.

Pero también quiero subrayar que la comunicación ni puede ni debe sustituir a la política porque de lo contrario estaría bana­lizándola en vez de sirviéndola. A menudo los políticos –y los medios les hacen eco– achacan sus fracasos a defectos en la comunicación como si esta fuera o debiera ser la panacea universal. No. La comunicación debe “acompañar a” pero nunca “sustituir” la ac­ción política o de gobierno. Los queha­ceres políticos son tan serios e importantes que no pueden admitir convertirse en meros objetos de marketing, en fuegos de artificio en suma. Nos va en ello algo tan serio como la credibilidad y la reputación de la profesión.

La creación, en abril de 2005 de INCOPO, futuro germen 3 años después de ACOP (Asociación de Comunicación Política) como foro de reunión de profesionales y académicos dedicados a este ámbito, es otro innegable paso ade­lante en la maduración y profesiona­lización del sector en España, que aún necesita de otros más para alcanzar el nivel al que se ha llegado en el ámbito corporativo. A este respecto, me limito a señalar la importancia que tiene el que los responsables políticos se dejen asesorar y guiar (tomar las decisiones ya es cosa suya) por los profesionales que tienen experiencia y/o formación específica en comunicación política. No siempre, ni mucho menos, los hombres y mujeres de confianza del político o los periodistas más o menos “afines” poseen esa capacidad; y al final salen perdiendo los dos: el político y el pseudo-comunicador. O me atrevería a decir que los tres, si añadimos también ahí al sujeto colectivo que formamos todos: la sociedad civil.
La eficacia y la grandeza de los “dircoms”, de los consultores y asesores de comunicación, reside principalmente en no aparecer porque lo que deben aportar son valores intangibles para sus empresas, asociaciones, clientes, ins­tituciones públicas, partidos políticos o candidatos. Los protagonistas no son, no deben ser ellos sino aquellos para quienes trabajan. Los que ceden a la tentación de ser protagonistas, en sabias palabras de Antonio López, presidente de honor de Dircom, “han creado una imagen de poder que inspira más temor que respeto. Una percepción que contrasta con la esencia del oficio: abrir puentes, cons­truir diálogos”.

En estos últimos veinte años ha crecido exponencialmente el número de personas dedicadas a la comunicación política y corporativa. Muchas de las primeras fueron autodidactas por necesidad. Hoy en día, como he señalado, los másteres especializados en este campo, con distintas filosofías y enfoques, son ya una fuente de formación –académica y profesional a un tiempo– de los futuros profesionales y son además una muestra elocuente de la madurez que está alcanzando esta nueva profesión. En los nueve años que llevo dirigiendo uno de esos Másteres, he podido comprobar in situ cómo cerca ya de doscientos alumnos, que venían con altas expectativas, han ido alcanzando en buen número sus objetivos y situándose en la profesión. Es una realidad viva y palpitante, y desde la universidad, siempre con la inestimable ayuda de los profesionales que colaboran en nuestro proyecto, apostamos firme y decididamente por ella.

No tienen por qué estar reñidos academia y mercado, universidad y profesión. No son realidades antitéticas sino complementarias, que deben escucharse y retroalimen­tarse mutuamente sabiendo cuál es el rol o la misión de cada cual. La universidad moder­na, si quiere seguir prestando como desde sus orígenes en la Edad Media un servicio a la sociedad, debe permanecer atenta a lo que ocurre en la realidad que le circunda y en conexión estrecha y permanente con quienes ejercen como profesionales de la comunicación. Lo que puede y debe aportar al ámbito profesional es, por una parte, la observación, la reflexión y el estudio científicos desde la independencia que le otorga su privilegiada atalaya, con una perspectiva amplia y multidisciplinar que ayuda al ejercicio diario, concreto y especifico de la profesión; y por otra parte, es un entorno idóneo para la formación de nuevos profesionales de la comunicación a través de los grados y también de los posgrados o programas Máster más especializados. Aunque esta última es una realidad muy reciente, mi experiencia personal –puedo confesarlo abiertamente– es altamente satisfactoria.

Existe además una tarea importante en nuestros días en nuestro ámbito de la comunicación: recobrar la confianza perdida en tantos ámbitos. La piden los gobiernos, los mercados, las instituciones, las empresas, los partidos… Es una de las principales misiones de los profesionales de la comunicación política y corporativa en su labor con las organizaciones a las que sirven, muchas de las cuales han sufrido un grave deterioro de su reputación a causa de esa quiebra de confianza. La Universidad, que debe actuar siempre como conciencia crítica de la sociedad, no puede abdicar de prestar su ayuda también en este terreno a la profesión. Y lo hacemos gustosamente, desinteresadamente, porque esa es la esencia del auténtico espíritu universitario.

(*) Intervención del autor en el Congreso de ALACOP (Asociación Latinoamericana de Consultores en Comunicación) celebrado en Madrid del 22 al 24 de mayo.

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