Por Vicente Rodrigo, @_VRodrigo Public Affairs Manager de Weber Shandwick y miembro fundador del colectivo Con Copia a Europa.

Siempre hemos percibido a las instituciones europeas como la administración más alejada del ciudadano. Hoy, el desconocimiento se paga en el momento más crítico: los europeos ya nos planteamos sin tapujos si nuestros estándares de vida estarían más protegidos fuera de la UE.

No en vano, el segundo estado de mayor peso en el continente ha vivido una intensa campaña de confrontación entre las opciones de quedarse o irse. El Reino Unido ha inaugurado esta dinámica comunicativa sobre los perjuicios de la integración comunitaria, siendo testigos, de manera mayoritaria, de los informes y voces del establishment partidarios de poner un punto y aparte a esta Unión cuyo rumbo muchos desconocen.

Poco a poco, los Estados miembros viven un proceso de introspección que ha eliminado todo fervor por crecer a un rimo de 28. Europa está cambiando. Se abren nuevas dinámicas que requerirán procesos de observación y escucha. Los estados experimentan mutaciones drásticas en sistemas de partidos que en muchas ocasiones habían permanecido inalterables durante décadas. La perplejidad y las ganas de observarlo distraen la atención mediática y ciudadana sobre los asuntos de la Unión, al mismo tiempo que irrumpen o se consolidan fuerzas xenófobas o simplemente antieuropeas con un discurso que reta al más de medio siglo de integración en torno a Bruselas.

Pese a que muchos se quejan de que la UE es únicamente un proyecto económico, una amalgama de regulaciones en pro de las actividades financieras y al servicio de los negocios, nos encontrarnos en una etapa en que ni los inversores confían ni parecen apostar por la UE: las plazas financieras europeas aún no encuentran su acomodo en los mercados desde la fatigosa crisis que amenazó con tumbar al euro en 2012. Y el horizonte que abre la victoria del Brexit sólo aventura un camino de incertidumbres en este sentido.

No cabe duda de que los procesos de comunicación de las instituciones comunitarias han fallado. Y no ha sido por falta de medios, equipos o recursos. Ni siquiera de ideas; la comunicación de la UE es innovadora y pedagógica e invierte recursos en infografías o vídeos, en redes sociales y en medios técnicos. Los equipos no son precarios, están especializados y tienen cubiertos todos los canales.
En cuanto a las herramientas, existe saturación. Tanto los equipos de las instituciones comunitarias como los grupos políticos del Parlamento Europeo entienden el proceso de comunicación desde un ángulo integral que lo engloba todo. Se incorpora lo nuevo, pero no se prescinde de lo viejo: Snapchat convive con la nota de prensa. Los equipos, saturados, se esfuerzan en ser creativos para que el mensaje llegue al periodista. Y en cuanto a los resultados, los equipos se lamentan de que sus jefes les sigan pidiendo salir en la versión impresa sin darse cuenta de que un tuit viral puede ser mucho más efectivo. Muchos afirman desistir ya de que un periodista atienda sus notas de prensa y han optado por compartirles frases rápidas y fotos a través del WhatsApp.

Pero más allá del trabajo de despacho, los errores que comete la comunicación de la UE se hallan en lo estratégico. Falla, en primer lugar, la diversificación del mensaje. Y en segundo lugar, su renovación. Esta Unión está envejeciendo y lo hace a la luz del mismo espíritu con el que nació. Las sociedades han cambiado profundamente, los jóvenes se sienten fuera del sistema y, necesariamente, la Unión Europea significa una cosa bien distinta en 2016 que en los años 50 del siglo XX.

Falla la diversificación porque prima el mensaje único. Disponer de un relato sólido y único es imprescindible para cualquier proyecto, de eso no cabe duda, pero no es válido para un proyecto como el comunitario, cuya historia, especialmente la reciente, se viene forjando a través de diferentes crisis. Y el relato único no nos sirve al mismo tiempo para salvar el euro, para gestionar la llegada de los refugiados y para evitar el Brexit. “Europa se forjará en crisis”, sentenció a modo de presagio Jean Monnet, uno de los padres fundadores de la Unión.

Y en efecto, los argumentos para gestionar las diferentes crisis no se han movido un ápice del discurso oficialista que nos tenemos bien aprendido: la paz, las bondades de la cooperación entre vecinos, el mercado interior, la movilidad. Es un mensaje familiar. Nos lo han contado demasiadas veces. Y enfrentarse a un mensaje de este tipo hace que se pierda la eficacia: no hay efecto sorpresa, apenas hay aprendizaje y lo que es peor: el relato europeo se ha institucionalizado, cubriéndose con ello de una capa gris que lo hace aún menos digerible. La institucionalización del mensaje conlleva la percepción de las élites versus los ciudadanos y hace más sólido el eterno “top-down”: el mensaje viene marcado desde arriba y es función de los ciudadanos asumirlo sin formar parte de la elaboración del mismo. La distancia jerárquica sólo se vence humanizando el mensaje, desdibujando el uso de los símbolos del poder.
Del mismo modo que antes reconocíamos los recursos y los esfuerzos de los equipos de comunicación política de la UE, es preciso remarcar cierta carencia en dosis de ingenio y vitalidad. Es como si las propias instituciones sintieran hastío de sí mismas, o como si se hubieran acomodado en su zona de confort. Despertar del letargo el agónico discurso oficial pasa por declinarlo, por dotar a cada crisis de su propio relato, buscar villanos y héroes cuando haga falta, generar ilusión e intentar despertar emociones.

En cuanto a la renovación, ésta no se produce porque el relato lo monopoliza la misma élite que ha hecho del proyecto lo que hoy es. Para que conecte, el debate público debe buscar elementos de vinculación con los grupos sociales que lo reciben, que a su vez deben sentirse representados o reflejados en lo que se proyecta. Hay dos factores que impiden que esto se produzca: la escasa permeabilidad de las instituciones y su bajo interés por llegar a la sociedad civil que se encuentra fuera de la burbuja informada e interesada.

Los actos, conferencias y eventos organizados por instituciones o por asociaciones afines se ven plagados de lugares comunes que tratan de responder a los mismos “retos”, “encrucijadas” y “desafíos”, generalmente copados por antiguos representantes de las instituciones comunitarias y con escasa participación del público –por no mencionar la limitada interacción con los canales sociales.

En los últimos años, no obstante, se percibe cierta desburocratización en los procesos de comunicación de la Unión. Tanto en su trato con los periodistas que cubren los temas europeos como en la propia gestión de su comunicación corporativa. Debemos entender, en todo caso, que el profundo desarraigo que hoy viven los europeos respecto a las instituciones comunitarias no se soluciona únicamente con las dinámicas relativas al ámbito de la comunicación.

Como concluye Francisco Seoane Pérez en «Political Communication in Europe” (Palgrave Macmillan, 2013), existen elementos estructurales en la propia Unión que le marcan las carencias comunicativas y de vinculación con el ciudadano. Por un lado, el autor apunta la escasa politización, que se traduce en menor movilización e implicación activista; por otro, el diplomacy consensus, un acuerdo tácito entre las principales fuerzas políticas por que los avances cuenten con apoyos políticos mayoritarios que ha llevado a asumir con cierto buenismo y nula capacidad crítica que todo lo que viene de Europa es positivo en sí mismo. Con el tiempo, este consenso ha generado fricciones al surgir nuevos partidos que no han querido sumarse al mismo, pero también porque los ciudadanos han contestado cada vez más las posturas y políticas procedentes de Bruselas. Por último, el autor también señala el neocorporativismo y la gestión tecnocrática, elementos que impiden la formación de una efectiva comunidad cultural y política europea.

Al mismo tiempo, la comunicación que se planifica en Bruselas debe contentar, o al menos no molestar, a demasiadas partes al mismo tiempo, y eso le resta irremediablemente la agilidad y la capacidad de reacción y adaptación para ser lo suficientemente efectiva, estratégica e ingeniosa.

La falta de contenido y el oportunismo mediático

La Comisión Juncker, elegida tras las elecciones al Parlamento Europeo de 2014, aprobó el “Better Regulation Package”. Su intención: reducir el número de asuntos sobre los que Europa decide. Así, Bruselas no sería percibida como el gigante burocrático que regula hasta las etiquetas de las botellas de aceite, sino que se centraría en aquellos asuntos donde verdaderamente puede aportar valor.

En la práctica, esto ha supuesto un significativo vaciamiento de contenido de las instituciones que pone en mayores aprietos a los equipos de comunicación para encontrar oportunidades mediáticas. Mientras la Comisión Europea adelgaza el dossier de propuestas legislativas, el Parlamento Europeo ha sorteado esta falta de contenido convirtiéndose en una Cámara más política que alberga tensos rifirrafes sobre cuestiones de actualidad en lugar de debatir y votar enmiendas técnicas sobre legislaciones concretas. En el corto plazo, este papel de foro romano le otorga más cobertura mediática: interesa más una discusión sobre los “Papeles de Panamá” que una nueva Directiva sobre la gestión de los residuos urbanos; en el largo plazo, sin embargo, se corre el riesgo de apenas causar verdadero impacto en la vida de los ciudadanos.

Hoy, la sensibilidad hacia la agenda mediática parece subordinar las obligaciones propias de una Cámara legislativa. Cada nuevo escándalo se salda con la apertura de una comisión de investigación, iniciativa que se gana el titular en todos los medios de comunicación pero de la que apenas se hace seguimiento y cuyas conclusiones son de escasa trascendencia. Diputados y asesores se lamentan de esta deriva tanto en Bruselas como en Estrasburgo. “En términos de comunicación sabemos dónde hay que ir y dónde hay que estar, pero corremos el riesgo de perder el fondo y, poco a poco, la capacidad regulatoria”, parecen indicar en consenso los equipos consultados.

No cabe duda de que la Unión Europea es el espacio con mayores derechos y libertades del mundo. Pero el futuro de la construcción europea precisa de compromiso ciudadano. Rescatando la idea de los deberes humanos del escritor José Saramago, “ningún derecho podrá subsistir sin la simetría de los deberes que le corresponden”. El papel de los estrategas de comunicación que trabajan en la Unión Europea en la supervivencia de la misma es crucial. Su reto es ilusionar a la ciudadanía para que acuda masivamente a elegir a sus representantes en el Parlamento Europeo, para que conforme una opinión pública crítica y vigilante, para que se preocupe por mantener los estándares alcanzados y que contribuya a hacer de la Unión el proyecto emocionante y en continua construcción que algún día fue.

En la última década, la Unión Europea resiste. Lo hace frente a los movimientos en los mercados de inversores que han especulado gravemente contra la propia viabilidad económica y política del proyecto. Del mismo modo, trata de esquivar el auge en política de movimientos extremos y populistas contra el avance de la integración. Todavía es pronto para saber si superará la salida del Reino Unido o si esta crisis servirá de revulsivo para crecer aún más. Gestiona a cuentagotas, y con gran presión ciudadana, desafíos que apenas sabe encarar como la llegada masiva de refugiados pidiendo asilo político. Y sobre todo, reacciona unida frente al terrorismo más terrible contra lo que significan los valores, los derechos y el modo de vida que representa.

Será trabajo de toda una generación recomponer las grietas y fricciones para entusiasmar a los ciudadanos de un continente al que llaman “viejo”, pero que todavía tiene todo el potencial.

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