El próximo 17 de noviembre los chilenos acudirán a las urnas y es altamente probable que tengan de nuevo a una mujer en La Moneda a partir de marzo de 2014. Si esto no fuera suficientemente interesante, es también probable que esa mujer vuelva a ser Michelle Bachelet, quien tras cuatro años como Secretaria General de ONU-Mujer ha regresado al país a repostular al cargo que, por la Constitución, no pudo optar inmediatamente después de su mandato entre 2006 y 2010, pese a abandonar el poder con más del 80% de aprobación popular. El escenario pasa a ser fascinante para quien investiga la participación femenina en política cuando se sabe que quien sigue en las encuestas a la ex Presidenta es Evelyn Matthei, ex ministra del Trabajo del actual presidente, Sebastián Piñera.

Alberto Pedro López-Hermida Russo, Profesor Investigador, Universidad de los Andes (Chile) @AlbertoPedro.

Mujer contra mujer

Efectivamente, la carrera por la presidencia de Chile en el periodo 2014-2018 está prácticamente centrada en dos mujeres, dos políticas con carreras y biografías relevantes en la historia chilena y con pinceladas propias de una historia cinematográfica: mientras la candidata de centro-izquierda es hija del general de la Fuerza Aérea, Alberto Bachelet, muerto tras recibir apremios ilegítimos al oponerse al Golpe de Estado de 1973; la candidata de centro-derecha es hija de Fernando Matthei, también general de la FACH y activo participante del gobierno militar de Augusto Pinochet. Ambos militares entablaron una fuerte amistad a inicios de los 60 cuando eran vecinos en la Base Cerro Moreno, al norte del país. Las pequeñas Evelyn y Michelle jugaban juntas en la calle y en la escuela.
Ante este panorama, el asunto del género de los candidatos debe ser analizado con ponderación teórica e histórica, en cuanto no puede ser un tema en el que se agote un discurso electoral, menos cuando el tener una mujer al mando no es novedad para el país.

Estereotipo de género en política

Sin bien la llegada hace medio siglo de la mujer a la esfera política fue ciertamente tímida y, con el paso de los años no parece tomar el impulso que se quisiera, es incuestionable que cada vez que una candidata aspira, compite, gana y detenta un cargo de poder, genera cierto impacto en su entorno, los medios de comunicación y la opinión pública en general.
Un rápido repaso a los países que actualmente son encabezados por una mujer permite evidenciar que el “fenómeno” se da en los cinco continentes, tanto en estados de ciento sesenta y cinco mil habitantes como de ciento cincuenta millones, en estructuras parlamentarias o presidencialistas, en democracias jóvenes o en repúblicas de honda tradición democrática, tanto en gobiernos de centro izquierda como de derecha e, incluso, por primera, segunda o tercera vez consecutivas.

Casos paradigmáticos como el de Margaret Thatcher, de marcada presencia, como el de Angela Merkel, con fuertes vaivenes, como el de Yulia Tymoshenko, dramáticos como el de Benazir Bhutto, o llamativos como el de Johanna Sigurdardottir, son sólo un botón de muestra del casi centenar de políticas que han llegado a lo más alto en sus países.

A este respecto, quienes se dedican a la Comunicación Política deben ser capaces de tomarle el peso correcto al género del candidato. La profesionalización de este sector exige que no vuelvan a insinuarse sentencias como el que tal o cual candidata perdió o ganó exclusivamente por ser mujer, o, por el contrario, el que ser mujer le es radicalmente indiferente al electorado, a los medios y a la misma clase política.

La historia, cultura, idiosincrasia y madurez de cada pueblo condiciona la relevancia concreta que debe dársele al género en una candidata mujer y, por eso, Michelle Bachelet, Cristina Fernández, Dilma Rousseff y Laura Chinchilla supieron poner el énfasis justo a su feminidad según el escenario al que se enfrentaron. Decir que alguna de ellas omitió como eje temático o discursivo de su campaña el hecho de ser mujer sería un error.

Precisamente para determinar el énfasis concreto que debe darse al género, además del conocimiento acabado del escenario y el electorado en cuestión, resulta importante considerar el hecho mismo de ser mujer política y entender el camino teórico del estereotipo de género en la arena política.

Dicho estereotipo lleva a considerar que la mujer, como todos en la sociedad, debe cum­plir ciertos roles que surgen de una “compleja interacción entre el organismo y el entorno físico y social” (Sutherland, Woodward y Maxwell, 1952, p. 139) y que pueden entenderse como “un patrón esperado de conducta que va según una cierta posición en el orden social”.
Los roles que brindan al sujeto social derechos y deberes para con los otros, pueden ser atribuidos o alcanzados. Los primeros son aquellos frente a los cuales “no hay opción”, como el pertenecer a cierta familia, a cierta raza o sexo. Los otros, en tanto, son los de carácter ocupacional, e incluye el ser marido y mujer, padre y madre, profesor, dentista, presidente. Ambos tipos de roles están “entretejidos y profundamente afincados” en el pensar y el obrar de cada sujeto.

Para los intereses de estas líneas, la mujer cuenta con un rol arrogado por su sexo y dentro del cual se desprenden ciertos rasgos atribuidos a su naturaleza. Paralelamente, cuenta también con roles alcanzados que, evidentemente, no son “mecanismos de comportamiento arbitrarios, rígidos y automáticos” sino, que se debe considerar siempre la libertad de la persona que rompe con cual­quier determinismo de tipo social como principio ulterior a la creación de este tipo de roles.

Es así como puede identificarse un este­reotipo tradicional de mujer, desde el cual se le atribuyen roles de carácter más privado, como el hogar y la familia y otros de corte más moderno, según el cual la mujer se muestra más profesional, joven y dinámica. Este paso desde una mujer hogareña y servicial a una superwoman demuestra que existe un rol social que es susceptible al cambio (Slavin Schramm, 1981, p. 49), pero no que el rol de la mujer dado por su naturaleza sexual también sufra modificaciones de algún tipo. Baste como ejemplo que, independiente de cuáles sean las circunstancias culturales, el gestar y el dar a luz son tareas biológicamente propias de la mujer.

Ahora bien, cumplir con los roles sociales y así evitar algún tipo de sanción, apremia a que cada uno se enmarque dentro del comportamiento exigido, evite las acciones prohibidas y cuente con que existen ciertas acciones permitidas para cada rol.

En estos tres tipos de comportamientos exis­tentes dentro de cada rol podemos encontrar quizás parte del germen de las dificultades conceptuales presentes a la hora de hablar de estereotipos de género. Considerar que la sociedad ve la presencia de una mujer en política como parte de las acciones prohibidas para su papel posiblemente germina en sentencias de corte feminista y reivindicativo. Mas si se adscribe dicha presencia en las actividades permitidas, la discusión parece quedar resuel­ta, ya que aunque no es una exigencia para la mujer ser candidata a un puesto público, sí cabe dentro de sus posibilidades aspirar a él.

Es una realidad que los roles atribuidos a las mujeres pueden ser –y son– utilizados en campañas electorales. Un claro ejemplo es el de Violeta Chamorro, quien sin tener una preparación política acabada, “proyectó la imagen de querer ser una madre para su país” (Kampwirth, 1996, p. 67), papel que, suficiente o no para un presidente de Nicaragua, sólo puede ser desempeñado por una mujer, pues exclusivamente ella, biológicamente, puede ejercer un rol maternal.

Dicha irrupción del rol de la mujer en campañas electorales genera un nuevo –pero no distinto– tipo de estereotipo: el de la mujer en política, particularmente en su condición de candidata a algún puesto de relevancia pública y al que la comunidad académica ha dedicado innumerables folios.

Un recorrido por la reciente investigación permite deducir que para el mundo académico las diferencias de género pueden influir en el énfasis dado a ciertos temas y características personales y que, siendo evidente la presencia de estereotipos de género sobre las candidatas, éstas pueden desplegar su estrategia electoral con la intención de, por un lado, sacar partido de las características que así lo permitan y, por otro, adoptar algunos aspectos más propios del género masculino para cubrir los vacíos que el elector, los medios o ellas mismas consideran que produce ser mujer.

Considerando pues que sobre la candidata recaen competencias temáticas y ciertos rasgos de personalidad, puede trazarse, de un modo gráfico, aquel estereotipo académico que se buscaba. A éste debemos sumarle que, tal como vimos al hablar de los estereotipos de género, la candidata debe cumplir un rol social como mujer que, correctamente exhibido, podría beneficiarle electoralmente.

Chiste repetido, ¿sale podrido?

Con este recorrido teórico en mente, el profesional de la Comunicación Política debe valorarlo con la ponderación mencionada, principalmente por la necesidad de consi­derar las características propias del escenario en el que trabaja así como la biografía y cualidades de la mujer política en particular. En el caso chileno es clave el hecho de que la candidata femenina ya no es novedosa.

Cuando Michelle Bachelet desplegó en 2005 su campaña electoral, supo considerar, después de ser la primera Ministra de Defensa de Latinoamérica, la eventualidad de ser la primera mujer en ocupar el sillón presidencial de Chile. Si bien no centró su campaña en este rasgo característico, logró impregnar toda su estrategia con un “perfume de mujer”.

El que afirmara que las mujeres “nos embarazamos” y que por eso no logran conseguir trabajo digno y, acto seguido, preguntase en cámara si a ella se le pagaría menos que al entonces Presidente Lagos, hace del discurso algo personal frente a lo cual sus tres contendientes hombres poco pudieron argumentar. ¿Quién mejor que ella sabe lo injusto del campo laboral para una mujer?

A la hora de hablar de temas eventualmente “masculinos” como la seguridad, recordó su rol como Ministra de Defensa y paralelamente se mostró como una ciudadana que no duda en caminar de noche por el centro de Santiago, ya que no tener miedo es, a su entender, un arma mucho más poderosa que un cuchillo o una pistola.

Si algo logró a este respecto la ex Presidenta Michelle Bachelet en su campaña anterior y durante su gobierno fue equilibrar sus atributos femeninos, como la proximidad y la afectividad, con su dominio de temas generalmente entendidos como competencia masculina, como la seguridad y el empleo.

Evidentemente insinuar que la aprobación del 80%, con la que dejó La Moneda en 2010 se debe exclusivamente a que Bachelet es mujer sería injusto y poco serio, tanto como decir, por el contrario, que la Presidenta de Chile no puso atención ni interés en su género como factor estratégico.

La actual campaña electoral en Chile implica nuevos desafíos, como por ejemplo el que ni Matthei y mucho menos Bachelet podrán esgrimir el argumento de postular a ser “la primera Presidenta de Chile”. Por obvio que parezca, esto es clave a la hora de esbozar la narrativa de la actual campaña, tanto para las candidatas como para sus contrincantes masculinos.

En los primeros días de campaña electoral oficial, iniciada el pasado viernes 17 de octubre, se confirman las líneas esbozadas en los meses anteriores por las dos principales candidatas. Michelle Bachelet ha jugado milimétricamente con el silencio. Aunque moleste a muchos, los largos silencios de la candidata opositora si bien le han significado no ganar más de lo que ya tiene (que parece más que suficiente), han evitado que pierda todo lo que podría perder si habla más de la cuenta.

Quizás el ejemplo más concreto de lo anterior sea la ausencia en el primer debate te­levisivo entre los nueve candidatos. Bachelet no acudió con el argumento de incompatibilidad de agenda. Finalmente, lo que se vio por las pantallas de televisión fueron ocho candidatos peleando por un segundo lugar, imagen que perjudicó a Evelyn Matthei y entronizó a la ausente ex Presidenta.

Los silencios de Bachelet han sido rellenados con una campaña audiovisual de corte cine­matográfica y con un despliegue por Internet que abraza –con cierta timidez pero con profesionalidad– estrategias de big data y crowdfunding.

Como botón de muestra de la calidad audiovisual combinada con una certera proyección de la imagen de Michelle como una mujer que además tiene competencias atribuidas a los hombres, en el primer spot de la campaña para las primarias se narra, tras un sobrevuelo hollywoodense por Nueva York, la despedida –en un perfecto inglés– de la ex Presidenta de su puesto como Secretaria General de ONU-Mujer. Posiblemente la secuencia más jugosa en este sentido es la de cajas dispuestas para la mudanza de regreso a Chile; en ellas se lee Books, Papers, Clothes, Bags, Kitchen…, una mudanza femenina sin descuidar competencias masculinas.

Evelyn Matthei, en cambio, ha tenido una campaña repleta de sobresaltos desde su inicio. De hecho, su candidatura fue oficial a mediados de julio pasado, después de que Pablo Longueira, tras ganar en las primarias del sector a Andrés Allamand, declinara su candidatura aquejado de una profunda depresión que aún lo tiene recluido. El mismo Longueira, también ex ministro del Trabajo de Piñera, había reemplazado de forma intempestiva al pre candidato de derecha Laurence Golborne, político independiente de meteórico ascenso político tras el rescate de los 33 mineros en 2010. El oficialismo osciló entre cuatro candidatos en pocos meses, muestra de la falta de unidad en la que se encuentran los partidos de gobierno.

Matthei ha optado por sacar partido a su estilo directo, muchas veces rozando la insolencia. En este sentido, la campaña ha procurado mostrar en estas pocas semanas a una candidata cercana –la gran cualidad de Bachelet–, de continuidad a Piñera, pero con una firme convicción de llamar las cosas por su nombre, a tal punto que sus últimos spots han explicitado como una de las razones para votar por ella el que “es buena pa` la chuchá” (popularmente, es buena para decir groserías). Una curiosa mixtura entre su feminidad –cercanía, coquetería y elegancia al vestir– y la masculinidad verbal más básica.

Chile se encuentra así ad portas de tener nuevamente una mujer en La Moneda, pero a diferencia de la primera vez, la feminidad de ambas candidatas parece jugar un rol secundario pero presente en el discurso, especialmente el audiovisual.

Hoy, para Chile, los énfasis del marketing electoral son otros: ésta será la primera elección presidencial con voto voluntario; la media docena de candidatos independientes que también compiten, si bien no parecen tener posibilidades, generan mensajes muy en línea a la de los movi­mientos sociales que se han visto activos en Chile en los últimos años, lo que podría cristalizarse en una nueva fuerza política para la siguiente elección; educación, política tributaria, estabilidad económica y reforma constitucional son los ejes temáticos más críticos; por primera vez y por circunstancias como la voluntariedad del voto y los sorpresivos cambios de candidatos, las encuestas publicadas son menos en cantidad y poco fiables en su calidad.

El profesional de la Comunicación Política en Chile, desde luego, considerará con fuerza la circunstancia histórica de tener a dos mujeres compitiendo abiertamente por la Presidencia del país, pero la poca novedad de una mujer en La Moneda y las circunstancias políticas y económicas como la nueva legislación electoral hacen de la feminidad de la candidata un condimento más.

Referencias

Kampwirth, K., “The Mother of the Nicaraguans: Doña Violeta and de UNO´s Gender Agenda”, Latin American Perspectives, 23 (1), 1996, pp.67-86.

López-Hermida, A. y Cerda Diez, F., “Wo­men and Politics: The privacy without necktie”, Revista de Comunicación, 11, 2012.

López-Hermida, A., “La imagen de la mujer en política: campaña electoral televisiva de Michelle Bachelet”, Cuadernos de Información, 24 (1), 2009.

Slavin Schramm, S., “Women and Re­presentation: Self-Government and Role Change”, The Western Political Quarterly, 34 (1), 1981.

Sutherland, R.L., Woodward, J.L. y Maxwell, M.A., Introductory Sociology, Lippincott Company, Chicago, 1952.

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