Por Vicente Rodrigo y Juan Luis Fernández

La era digital, en la esfera de lo político, nos dio motivos para el optimismo en comunicación política. Aprendimos de Manuel Castells que la “sociedad red” nos traía el fin de las jerarquías y daba paso a un nuevo sistema basado en la horizontalidad. Sin duda, los estudios demuestran que hay un mayor interés por la política y que ésta ha impregnado el día a día de millones de ciudadanos. Sin embargo, conviene señalar que esta sociedad hiper-informada también ha demostrado ser la más vulnerable y maleable.

Esta vulnerabilidad, en un contexto de incertidumbre económica y declive de los grandes partidos, ha dado alas a los nacionalismos, a las promesas de corte populista y a la disrupción de grandes proyectos cuyos cimientos son poco más que barro. La política, en términos fácticos, es difícil de comunicar en cuanto a policies. La politización de las sociedades, y lo que supone su traslado a la esfera mediática, convierte la tarea en un ejercicio de dialécticas cruzadas en busca de seguidores que las sustenten. Y con ello, el riesgo de reducirlo a una suerte de fe, en la que parece no tratarse de ofrecer razones o argumentos, sino de creer o no creer.

Proyectos secesionistas, como el propio Brexit, o el ascenso de liderazgos y outsiders populistas en Europa y América Latina son ejemplos de ello. El cuestionamiento de su viabilidad o los efectos económicos negativos que conllevan no han sido impedimento para fraguar un amplio arraigo social basado en creencias y no en evidencias empíricas.

Esta cuestión de fe nos recuerda a la simbiosis entre política y religión que existió durante siglos en Europa y que aún inspiran determinados liderazgos en América Latina, como el de Bolsonaro en Brasil. Hoy, la fe se traslada al ámbito político, y es así cómo se asemejan códigos entre una y otra. El escritor y consultor ecuatoriano Alfonso J. Palacios explicaba en un artículo en El País de Costa Rica cómo los proyectos basados en la fe aspiraban, en ambos ámbitos, a satisfacer las necesidades sociales de las masas de manera transversal: “los proyectos religiosos (…) nunca se dan por satisfechos con la mera dirección de la vida espiritual de sus fieles sino que también anhelan dominar la vida pública”. Por su parte, “lo político, siempre actualizado por mediación de políticas concretas, nunca se da por satisfecho con la simple administración de la cosa pública”.

La adhesión a estas causas pseudorreligiosas nacionalistas o populistas nos hace pensar si los modelos tradicionales de explicación del voto han sido superados; esto es, los modelos basados en la afinidad partidista e ideológica o aquellos que defienden el comportamiento racional. La falta de precisión de las predicciones electorales basadas en el recuerdo del voto o la incertidumbre económica parecen apuntar en esa dirección.

Esta tendencia discursiva hacia los mitos, en detrimento de los proyectos políticos y las policies, entraña sin duda grandes retos para la comunicación política y la gestión de las expectativas. El surgimiento de populismos basados en la fe “ingenua” de los ciudadanos se han explicado en base a la frustración de los modelos tradicionales y la fácil manipulación en la era de la opulencia informativa.

Sin embargo, puede conducir a callejones sin salida y a la incapacidad de los líderes para resolver las crisis con los instrumentos políticos a su alcance. Generar corrientes de opinión basadas en dogmas y eslóganes fáciles es un atajo. Lo que resulta complejo es deshacer la narrativa y recular en las expectativas generadas. Los mitos, como diría el consultor Mario Riorda, son necesarios para guiar los proyectos gubernamentales, pero estos no pueden ser un fin en sí mismos.

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