Entrevista a Ketty Garat, cronista parlamentaria Libertad Digital/esRadio

La gallega Ketty Garat lleva el periodismo en las venas. Es licenciada en esta materia por la Universidad Rey Juan Carlos I, título que alcanzó compaginando los estudios mientras trabajaba en la agencia de noticias Servimedia, en la cadena COPE y en Popular TV, donde firmó su primer contrato como periodista política y económica.

En 2008 fue fichada por Libertad Digital, donde inició su andadura como cronista parlamentaria. En 2012 publicó Bajo las alfombras del Congreso: cómo son los políticos cuando creen que nadie les ve (editorial Planeta) donde cuenta las entretelas del parlamento y relata decenas de anécdotas de las que ha sido testigo y que no llegaron a ser publicadas por ningún medio de comunicación. Uno de esos escasos libros que permiten conocer ese «espacio informal» de la política que tan importante y tan decisivo es en las negociaciones, en los pactos, en las decisiones y en los conflictos.
En la actualidad Ketty cubre la actividad del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso de los Diputados de España. Estas son sus respuestas.

Por David Redoli @dredoli

En su libro «Bajo las alfombras del Congreso: Cómo son los políticos cuando creen que nadie les ve» demuestras un buen conocimiento del funcionamiento interno del parlamento español. En su opinión, ¿los ciudadanos tienen una percepción adecuada de la actividad del Congreso de los Diputados?

Definitivamente, no. Los ciudadanos perciben el Congreso de los Diputados como un lugar oscuro en el que los políticos esconden sus trapos sucios o los airean cuan­do les conviene, no trabajan y gozan de innumerables privilegios. Nada más lejos de la realidad. La culpa es en parte nuestra, de los medios de comunicación, porque lo que ‘vende’ es una imagen ne­gativa del Parlamento. En el minuto y medio del que disponemos en un informativo, no hay espacio para informar sobre las dice horas ininterrumpidas de pleno, pero sí veinte segundos para mostrar la imagen de un Hemiciclo vacío en la votación o parlamentarios escapando a la carrera los jueves para irse de fin de semana. En resumen, creo que la imagen del Parlamento está distorsionada y es irreal. El trabajo parlamentario no es calentar el escaño durante una sesión sino el trabajo en comisiones, reuniones con asociaciones ciudadanas, profesio­nales de un sector… pero esto no tiene espacio en los medios. Cuando se dice que los parlamentarios no trabajan, habría que ver su agenda diaria, las doce o catorce horas que pasa fuera de casa, el trabajo en su circunscrip­ción, las ruedas de prensa los sábados o los comités regionales los domingos… Los periodistas siempre bromeamos con la paradoja de los debates en comisiones pasadas las 21:00 horas sobre la racionalización de los ho­rarios españoles y la conciliación de la vida laboral y familiar.

¿Qué sugerencias haría para mejorar la comunicación institucional del Parlamento?

Creo que es un problema de enfoque. No es sólo que el parlamento deba introducir mejoras, que seguro que sí, sino que deberíamos conseguir que los ciudadanos se inte­resen realmente por el trabajo que se realiza en la sede de la soberanía nacional. Congreso y Senado disponen ya de una página web con una televisión en directo sobre todo lo que allí se realiza a diario; se publican todos los bienes y pa­trimonio de los parlamentarios; incluso están publicadas todas las actas de sesiones (tanto en pleno como en comisión), desde ¡la legislatura constitu­yente!. El problema es: ¿Quién las lee?

¿Debería mejorar la comunicación pública de cada diputado; y cómo po­dría ha­cerlo?

La clave para entender el trabajo de un diputado o senador es partir de la premisa de que, como mandata la Constitución, el parlamentario tiene dos trabajos: uno en el Congreso y otro en su circunscripción. De cara a los ciudadanos, un diputado por una provincia como Zamora en un grupo mayoritario es prácticamente invisible. Pero no debería serlo en el territorio en el que le han votado los ciudadanos. Un trabajo sin el otro es lo que provoca el divorcio entre representante y representado, porque el parlamentario trabaja pero el ciudadano lo desconoce. La presencia de numerosos cuneros (aquellos que no tienen relación alguna con la circunscripción por la que son nombrados), aumenta la desafección ciudadana respecto de la política. No es tanto una cuestión de redes sociales, twitter o tertulias televisivas sino, como señala Michael Ignatieff, de pisar el barro y estar en contacto directo con el votante y el territorio. Ese es el verdadero sentido de la política.

¿Cómo debería ser el diputado medio a partir de ahora, tras las crisis económica, institucional, política y territorial vividas en España? Es decir, ¿cuál debería ser el perfil más adecuado de un político para ocupar un escaño en el Congreso de los Diputados español?

Mi opinión personal sobre el terremoto político que está viviendo España es seguramente el contrario del que cabría esperar. Un representante ideal de la sobe­ranía nacional no es aquel que predica en los mass media y simplifica la política en 140 caracteres sino aquel que es capaz de recuperar la confianza del votante puerta a puerta, plaza a plaza, pueblo a pueblo. El fenómeno de Podemos, por poner un ejemplo, no hace sino afianzar la desconfianza hacia la política. Les vemos en las tertulias de televisión, mítines y ruedas de prensa en las que no contestan a las preguntas (cuando las admiten), acuden con una guardia pretoria­na y huyen del contacto directo con aque­llos colectivos que les permiten enfocar un problema y aportar una solución. La política debe recuperar su esencia, que no es simplificar la realidad, sino asumir la complejidad de las sociedades modernas e intentar llegar a acuerdos en beneficio de todos. Si no, estaremos cambiando sin cambiar nada.

¿Cómo es la relación entre periodistas parlamentarios y políticos?

Como describió a la perfección Victoria Prego en el prólogo de mi libro, nuestra relación es como el amor apache. Unas ve­ces de amor; otras de odio. Somos ene­migos íntimos y amigos circunstanciales. Se habla siempre del síndrome de Estocolmo porque existe, pero una de las cosas más importantes que yo he aprendido en los casi ocho años que llevo trabajando en el Congreso es que la cercanía te permite conocer las circunstancias que rodean a las personas y, en consecuencia, ser más justa en la crítica. Esto no quiere decir ser más benévola sino más certera. Para criticar y para defender.

Desde el punto de vista de una periodista parlamentaria, ¿está suficientemente profesionalizada la comunicación política en España o sigue siendo un poco amateur?

Mi única relación con lo que los periodistas políticos llamamos ‘el lado oscuro’ es el contacto directo con estos profesionales. Nunca he formado parte de un gabinete de comunicación política, pero cualquiera que necesite de su trabajo en un departamento ministerial u oficina de prensa de un partido percibe sus carencias. Se suele contar con periodistas afines desde el punto de vista ideológico o personas de confianza a quienes agradecer un servicio prestado en el pasado. Esto nos lleva a un sectarismo habitual que conlleva demasiadas presiones hacia los periodistas y no una relación entre dos tipos de profesio­nales que están condenados a entenderse.

Usted ha cubierto informativamente tanto el poder ejecutivo como el poder le­gislativo. En su opinión, ¿cuál es la principal diferencia que muestran los políticos cuan­do están en el Congreso o cuando están en La Moncloa?

Dicho de una manera sencilla: el Congreso es la guerra; Moncloa es la firma de un tra­tado de paz. En los pasillos del parlamento no hay reglas. No importa si eres ministro, vicepresidente o diputado raso. Si eres noticia, van a por ti sin miramientos ni protocolos. Se puede perseguir a un presidente del Gobier­no hasta la puerta de su coche oficial con una cascada de preguntas incómodas que le obliguen a pa­rarse y responder. Moncloa es otro mundo. El halo de institucio­nalidad que rodea a la sede del Gobierno de todos los españoles obliga a adornar las preguntas, seguir los protocolos, respetar los turnos de preguntas e, incluso, asumir que no puedas ha­cerlas si el portavoz de Gobierno decide que no eres digno de ellas. Es conveniente saltarse las reglas para marcar tu territorio, pero son tan pocos los que lo hacen que es conveniente saber donde está la línea roja.

¿Qué consejos daría a futuros periodistas que quieran dedicarse a cubrir la actua­lidad política?

El más importante es que no se tiren nunca a la piscina si no tienen claro que esté llena de agua. Se dice que un periodista tarda años en ganarse la credibilidad y tarda un segundo en perderla. Respetar la confidencialidad de las fuentes, no saltarse nunca un off the record, y mantener línea directa con los diputados rasos, los menos conocidos pero las mejores fuentes, pues todavía no han adquirido el férreo corsé del poder.

Para finalizar, si tuviera que destacar una vivencia espacialmente relevante en su trayectoria profesional como periodista, ¿cuál sería?

Hace aproximadamente seis años. Llevaba dos cubriendo el Consejo de Ministros en el Palacio de La Moncloa y aprendiendo la idiosincrasia especial de esta rueda prensa, la más relevante de toda la semana. Preguntaba todos los viernes hasta que la entonces vicepresidenta, Mª Teresa Fernández de la Vega, decidió no dejarme preguntar durante tres meses. Agoté todas las vías posibles de diálogo hasta que, con el apasio­namiento que da la inexperiencia, publiqué un vídeo en la televisión en que trabajaba denunciando la censura de la número dos del Gobierno. Tuvo un eco tremendo y De la Vega, me llegó a advertir muy enfadada: “Otro llegará que bueno me hará”. Pero me volvió a dejar preguntar en Moncloa. Hoy, seis años después, la actual vicepresidenta del Gobierno, de nuevo una mujer pode­rosa, no me permite preguntar en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros que se celebra cada viernes en el Palacio de La Moncloa.

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