Por Alberta Pérez, @alberta_pv

Diez mil toneladas de basura colapsan las calles de París. Llevan acumulándose desde el seis de marzo, que comenzó la huelga por parte de los basureros de la capital francesa, en protesta por la reforma de las pensiones que Emmanuel Macron decidió imponer por decreto, con el artículo 49.3 de la Constitución, eludiendo el voto parlamentario. La gente las esquiva indiferente con el único miedo silencioso de que algún joven las incendie en público (y no que se encargue el ayuntamiento de hacerlo a escondidas) durante la próxima manifestación.

Ante la inseguridad de poder sacar adelante la impopular decisión de aumentar la edad de jubilación de los 62 a los 64 años, Macron y su consejo de ministros han activado sin ningún tipo de sutileza y con más fuerza que maña por 100ª vez desde 1958, el artículo 49.3 que dice así: «El primer ministro podrá, previa deliberación del Consejo de Ministros, plantear la responsabilidad del gobierno ante la Asamblea Nacional sobre la votación de un texto». Como ofensiva, los diputados sólo pueden impedir la aplicación de dicha ley a través de una moción de censura en las próximas 24 horas. Es por ello, que muchos tachan de antidemocrático este mecanismo. Macron, de forma paternalista, responde a los críticos tratando ineficazmente calmar los ánimos, exponiendo que no es una decisión que le plazca, sino una responsabilidad que le toca afrontar por la falta de alternativas viables.

La ciudadanía, con un argumentable olor a rancio, hace sin demasiado esfuerzo por modernizarse honor a su historia revolucionaria, alzándose para hacerse oír con una unidad y coordinación ciertamente envidiable, aunque no por ello acertada en sus formas. Por otra parte, tampoco debemos olvidar que la imposición no deja de ser un tipo de violencia. Pese a la legitimidad política y legal de los actos, si éstos se perciben como impuestos, pueden genera de igual forma una herida, advirtiendo los actos como un abuso de poder. Que en una sociedad democrática se apruebe sin diálogo y de forma unilateral un cambio que afecta directamente a los derechos de la ciudadanía es algo muy delicado, sobre todo si hablamos de los franceses.

Antes de tomar medidas de este tipo, hay que tener en cuenta desde la posición y responsabilidad social que le corresponde a un Gobierno, que el descontento social generalizado, suele dejar la puerta abierta a otros temas de conversación que aprovechan las circunstancias para infiltrarse en la causa, como un virus, consumiéndola casi de manera invisible hasta hacerla suya. Es aquí donde han entrado los grupos anticapitalistas, que no han dudado en apropiarse del derecho a manifestarse para echar leña al fuego y sumir al pueblo en una espiral del odio, un sentimiento peligroso que se contagia fácilmente y anula el razonamiento. Por ello, desde mi punto de vista preocupa en especial la juventud de los manifestantes y su falta de civismo. La justificación de la violencia y su normalización como alternativa para hacerse oír. Hay que tener cuidado con jugar al paternalismo, porque si no ejecutas con destreza la inteligencia emocional, te puede salir el niño rebotado.

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