Por Carmen Muñoz Jodar, @carmen_mj Directora Asuntos Públicos LLORENTE & CUENCA

Ya hay autores, como Edward T. Walker1 , que se atreven a hablar de la “uberización del activismo”, haciendo con ello referencia a la movilización de los ciudadanos como parte de la estrategia de lobbying e influencia de una compañía. El ejemplo de Uber es uno de los más sonados en Europa, pero no el único. Las compañías empiezan a sumar esta otra dimensión de la influencia, que sigue siendo política, pero utiliza como acelerador lo social.

Vivimos una transformación en la forma como las empresas influyen en la elaboración y desarrollo de las políticas públicas. Una transformación creativa, que tiene mucho aún de tabú, y que está en el backstage de muchas organizaciones, con y sin ánimo de lucro. Una transformación que amplía las posibilidades de diálogo y participación política de las empresas, así como del resto de grupos de interés2, porque, donde la mayoría solo ve en la política más incertidumbre, volatilidad y caos, una minoría ha sabido ver más actores (ciudadano o consumidor lobista), más issues (de impacto directo e indirecto en el negocio), más canales (off y online) y más eficiencia (gracias, principalmente, al big data).

Influir en política

En esa transformación las mejor posicionadas han sido las empresas unicornio3, como puede ser el caso de Uber, Pinterest, Spotify, Dropbox o Airbnb, y las medianas B2C. En las primeras, porque su juventud las hace carecer de los prejuicios que tienen las empresas tradicionales –cuando de activismo se habla, las empresas suelen verse enfrente de los ciudadanos y no a su lado. En las segundas, porque su estructura más ligera, y su contacto directo con el consumidor final, les permite adaptar estrategias y aprovechar oportunidades de forma mucho más ágil. En unas y otras porque son nativas digitales, pero también las empresas tradicionales se plantean qué otras opciones tienen cuando los espacios clásicos de influencia en la política se hacen menguantes y el escrutinio sobre la acción de gobierno se amplia, socializa y diversifica.

Cambiarán muchas cosas, pero el interés de las organizaciones por influir en la convivencia, no. Más al contrario, cada vez más grupos de interés van a competir por ocupar posiciones de influencia pública. Cuando hablamos de influencia en política, nos referimos a las estrategias, tácticas y acciones que los grupos de interés llevan a cabo de forma legítima (ética, estética, legal y crecientemente transparente), con objeto de modificar, frenar o impulsar políticas públicas. Y, en este punto, es relevante subrayar la idea de legitimidad. El lobby, para ser tal, ha de ser legítimo, no solo en su origen, sino también en el mensaje (qué pide), en el medio (cómo lo pide) y en el fin buscado (para qué lo pide).

¿Pero a qué obedece la acción de los grupos de interés en política? La democracia no es un modelo unilateral. La democracia es un proceso que mejora en la negociación y en lo gris. Existe un trasvase continuo de información e influencia entre lo público (instituciones públicas) y lo privado (grupos de interés) del que depende la calidad democrática de las sociedades occidentales. Cuanto mejor sea la calidad de esa relación, cuanto más plural, cuanto más matizada, mejor es la política pública resultante. Más, si cabe, en medio de la complejidad actual. En una reciente conversación un miembro del Congreso decía que uno de sus aprendizajes en política ha sido que no existe un “sí” o un “no” puros y que, a medida que escuchaba a los distintos actores implicados en un determinado asunto público, ya fuera la regulación de la prostitución o el establecimiento de una renta mínima universal, más dudaba, y, probablemente, fruto de la duda y la confrontación, mejoraba su decisión final. “Nunca he cambiado tantas veces mi posición original sobre un asunto público como ahora que estoy en política”. Y es que, en la disciplina de partido, también caben los matices.

Las empresas hacen política

En un escenario de creciente transparencia, accountability y participación ciudadana4, ¿qué rol deben ocupar los grupos de interés para incrementar sus posibilidades de influencia en la agenda pública? Como mencionábamos al comienzo de este artículo, existen cuatro vectores clave de movimiento: más actores, más issues, más canales y más métodos.

Más actores. No solo hacen lobbying las empresas grandes y las ONG, los sindicatos o las patronales. Al diálogo con los poderes públicos se han ido sumando nuevos actores. La lenta normalización de las relaciones entre actores públicos y privados ha traído consigo que empresas o entidades que antes jamás se habrían atrevido a tocar las puertas de los parlamentos o los gobiernos, ahora lo hagan.

Lo hacen por razones intrínsecas: 1. sienten legitimidad para hacerlo (pedagogía de la responsabilidad pública), 2. se unen a otros a través de alianzas (representatividad), 3. invocan a sus clientes o fans haciéndoles partícipes del problema y protagonistas (grassroots). Y lo hacen, también, por razones extrínsecas como es el propio hecho de que las barreras de acceso o influencia en lo público son ahora menos, gracias a la oportunidad digital.

Más issues. Los grupos de interés, en términos generales, se involucraban en aquellos issues que directamente impactaban con su negocio (entendido en su sentido más amplio). Con el paso del tiempo, los grupos de interés fueron haciendo lobbying sobre cuestiones que podrían afectar, directa o indirectamente, en su reputación o la del sector en el que actuaban. Un ejemplo sería el del vino en España a comienzos del siglo XXI o, previamente, el azúcar. Ambos ganaron, al menos durante un tiempo, la batalla de la legislación gracias a un trabajo intensivo en la agenda mediática y la opinión pública. Un tercer nivel sería el de la responsabilidad con la comunidad o con el ‘momento’, que hace que los grupos de interés hagan lobbying también desde el compromiso con unos valores y con una visión de sociedad. Es el denominado lobbying for good5 o lobbying social, del que IKEA o Unilever pueden dar buenos ejemplos. Las cuestiones medioambientales fueron las primeras elegidas para desarrollar este tipo de prácticas, pero no serán los últimos ni los más valientes. Seguimos con la mirada en el negocio, pero a la rentabilidad económica le pedimos rentabilidad social y responsabilidad, incluso, política.

Más canales. El lobby legítimo era un lobby, fundamentalmente, de despacho. A los encuentros directos con políticos le siguieron encuentros con los allegados de los políticos, aquellas personas que podían tener influencia sobre aquéllos. A la información interesada se le pidió opinión, a ésta análisis, al análisis contraste, etc., y fuimos del cóctel y el pasillo, a las reuniones formales, y de ahí a los estudios de terceros y las encuestas, a las conferencias y visitas sobre el terreno, a los expertos independientes y las formaciones sobre temas complejos, etc. Y llegó lo digital y las posibilidades se multiplicaron y las barreras se redujeron y hoy hay muchos que, incluso, hacen lobbying por whatsapp. “Venga, al grano”.

Más métodos. El lobbying ha construido campañas y estrategias desde la intuición al análisis. Ha introducido herramientas cuantitativas y cualitativas de la sociología, incluyendo, claro, la observación de los comportamientos –coyunturales o no- de los partidos políticos y los actores políticos. Como ya ocurre en las campañas electorales, las campañas de lobbying y advocacy se sofisticarán y harán más eficientes y efectivas gracias a las posibilidades del big data.

En Estados Unidos y Gran Bretaña, sobre todo, empezamos a ver mucho de este out of the box. Pero, cambie lo que cambie en la gestión de la influencia en la política, el objetivo perseguido por las compañías seguirá siendo el mismo: proteger o mejorar el negocio y/o la reputación. Algo muy similar a lo que a comienzos del siglo pasado señalaba Edward Bernays sobre el papel de la propaganda en los ciudadanos: “por muy sofisticada y cínica que se vuelva la actitud del público hacia los métodos de la publicidad, éste siempre tendrá que responder a las demandas básicas, porque siempre necesitará comida, se pirrará por divertirse, aspirará a la belleza o acatará al liderazgo”.

El lobbying en el laboratorio

A lo largo de la historia la sociedad ha sido objeto de influencia con un fin de ordenación, control, movilización o dirección. La religión, por ejemplo, ha sido un productor máximo de narrativas que generaran un cierto orden y modelo de sociedad (valores, comportamientos, aspiraciones, etc.). El mainstream que vivimos es producto de una socialización más o menos consentida (más o menos necesaria). La sociedad, en forma de masa o “multitud”, es el eje sobre el que ha pivotado la toma de decisión pública. A él se sumaron, con la hegemonía del capitalismo, las corporaciones empresariales (las marcas) con un fin comercial, el de ser deseables, aspiraciones y objetos de consumo elegido.
Las corporaciones que quieren influir en las políticas públicas habrán de hacerlo teniendo muy en cuenta el clima de opinión social y mediática al respecto. Y si no existe tal, crearlo; si es contrario, alterarlo; y si es a favor, subrayarlo. Con ética, estética y transparencia, esa es la clave. Y es diferencial porque ya dijo Nietzsche que la verdad absoluta no existe y sí existen las perspectivas. Trabajemos pues en las perspectivas. Y en ellas, y desde ellas, antes incluso de traspasar la frontera de la posverdad, hay mucho que hacer. Es lo que podríamos denominar de lobbying de laboratorio, un lobbying de carácter indirecto, que se desarrolla en la opinión pública y que se contrapone al lobbying de salón, que es aquel que se ejerce de forma directa con los decisores de las políticas públicas de que se trate. Lo hace Greenpeace, lo ace Wall-Mart. Lo harás tú.

De la gestión de la influencia a la gestión del consentimiento 7

Las empresas han hecho un verdadero esfuerzo por ganar influencia en los despachos en los que se tomaban decisiones. Nunca ha dejado de ser importante el acceso al decisor. Y nada de eso cambiará demasiado, excepto el hecho de que más importante que la gestión de la influencia para acceder, habrá de ser la gestión de consentimiento social a la decisión pendiente de tomar. De forma que cuando los grupos de interés accedan al decisor, parte del trabajo esté ya hecho y la opinión pública [los votantes] no sea un riesgo para el político.

Y es que, después de la coerción –en el entendido optimista y generoso de que, en las sociedades postmodernas, y a pesar de Donald Trump, vivimos en la postcoerción-, la fórmula para cohesionar, dirigir y dar estabilidad a las sociedades cambiantes pasó por lograr la convicción del otro –del sujeto o multitud gobernada- y, cuando ésta se torna inasible, al menos su consentimiento. Vivimos en sociedades que consienten políticas –en el sentido de aceptar sin convicción-, pero que no se ilusionan con ellas. Consentimos medidas excepcionales (congelación de salarios), restricciones (al tráfico) o copagos (sanitarios), por poner solo tres ejemplos, fruto de una pedagogía social que nos señala que ese es el camino más adecuado aquí y ahora. El consentimiento es una resignación activa que da forma moral y convivencial a la sociedad que consiente y ofrece, por ello, una oportunidad para el lobbying por venir.

La cuestión que le sigue a la gestión del consentimiento tiene que ver con el tiempo porque, como dice Daniel Innerarity8, el medio en el que se desarrolla la política es el tiempo, pero nos estamos quedando sin tiempo para la política analógica. Los cambios regulatorios que requieren los sectores y las empresas tardan mucho, demasiado porque el reloj de la política es al de los negocios, lo que el reloj geológico al biológico. ¡Y qué decir en el caso de los negocios digitales! Las empresas de Silicon Valley han tardado en ir a Washington, pero, del prototipo a la patente, la principal barrera que se encontraron no fue técnica ni tecnológica sino regulatoria y, si me apuran, de comprensión del fenómeno y de las ganancias y pérdidas que generaba fuera de Silicon Valley. ¿Cuándo es un buen momento para regular los drones? ¿Y la inteligencia artificial? ¿Y el modelo de negocio de Airbnb o Uber?

Y, por último, en cada uno de estos casos, ¿buscamos que se regule desde el problema o desde el síntoma? Clay Shirky 9 hace mención al Gin Craze (“locura de la ginebra”) que padeció la sociedad londinense del siglo XVIII al punto que hubo una verdadera alarma social por los índices de alcoholismo que alcanzó. Las autoridades lo intentaron todo, con leyes que prohibían aspectos a lo largo de toda la cadena de valor de la ginebra, desde la producción a su venta final. Lo intentaron todo menos entender qué ocurría. Eso llegó mucho tiempo después, cuando al fin se comprendió que el problema no era la ginebra sino la razón por la cual se consumía en aquellas cantidades desorbitadas. Era el malestar social y las duras condiciones de vida que Londres ofrecía, fruto de la industrialización y el crecimiento poblacional descontrolado. Fueron las mejoras en éstas las que ayudaron a reducir los índices de consumo de ginebra.

Si, como decía Henri Bergson, el tiempo es duración, la única alternativa posible, hoy, es ganarle tiempo a la decisión política. Y solo se gana tiempo haciendo evidentemente necesario el cambio buscado -trabajando- la perspectiva y el consentimiento social. Pensemos en cualquiera de los ejemplos mencionados. La única palanca para acelerar los cambios regulatorios que están por llegar reside en identificar bien el objeto sobre el que queremos trabajar (el problema o el síntoma), facilitarle al máximo el trabajo a aquel que habrá de tomar la decisión, buscar el consentimiento de las partes implicadas (afectados), identificar transiciones justas entre lo viejo –modelo anterior- y lo nuevo –modelo propuesto- y convertirse en parte de la solución. De ahí la ‘uberización del activismo’ con la que iniciábamos este artículo. Porque gracias a tener más actores, más issues, más canales y más métodos, tenemos también más herramientas para enfrentar cómo influimos en la toma de decisión política, en la convivencia.

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