Por Teresa Viejo @TeresaViejo Escritora, periodista. Embajadora de @unicef_es

Un día Amelia Varcárcel, catedrática de Filosofía Moral y Política y miembro del Consejo de Estado de España, me aseguró mientras valorábamos la situación de la mujer que vivíamos en el mejor de los mundos posibles. Ella, reconocida por su aporte al feminismo, disolvió mi visión catastrófica con aplastante lucidez: “No sabes lo que hubiera sido nacer mujer en la Edad Media”. A veces reconozco en mí cierto sesgo de negatividad que degrada el diagnóstico; ya me gustaría contar con la sabiduría de Amelia o la serenidad del filósofo indio Jiddu Krishnamurti cuando asegura que “observar sin evaluar constituye la forma suprema de la inteligencia humana”.

En fecha reciente comenté la anécdota a Charles Powell, director del Real Instituto Elcano, quien suscribió aquel comentario: “Hay razones para el optimismo. Túnez, por ejemplo”.

Nuestra conversación me animó a observar qué estaba sucediendo en ese país árabe que, por una parte, abraza al Mediterráneo con ambición de apertura y por otra se comprime en el sándwich que forman sus vecinos Argelia y Libia. Por lo pronto conviene guardar los prejuicios en el congelador para entender la vanguardia que representa en otras sociedades árabes, pues tendemos a aplicar el método de análisis de Occidente olvidando que estas se mueven en un delicado triángulo: un patriarcado común, el dogmatismo de una religión que no se limita al terreno íntimo sino que impregna cada poro social y una tradición arcaica resistente al cambio. Me admira que en este escenario tan hostil lleguen a materializarse transformaciones, pero las mujeres tunecinas las están impulsando.

La fotografía de Souad Abderrahim celebrando brazos en alto su elección como alcaldesa de Túnez es difícil de olvidar. Sucedió la pasada primavera y marcó un tiempo nuevo para el país. Como autora de ficción tiendo a fantasear con los detalles que hilvanan la intrahistoria de las cosas pues ahí se fragua el verdadero relato, de modo que enseguida pienso en lo que podrían sentir los protagonistas de un acontecimiento, a dónde van su cabeza y sus recuerdos; en el caso de Souad sospecho que quizá volvió a la celda a donde le recluyó como castigo su militancia, en los años 80; o a ese día en que decidió desterrar el velo para asumir la dirección de una empresa farmacéutica -tal es su formación-, pues su uso provocaría recelos en el trato con directivos de otros países. Tiendo a barajar a quién dedicaría su elección, como si de un premio se tratara, y a compartir el orgullo de haber derrotado a Kamel Idir, su mayor adversario y expresidente de un equipo de fútbol. Ganar por goleada a un futbolero da juego a la metáfora.

Charles Powell: «Hay razones para el optimismo. Túnez, por ejemplo»

Triunfó ella y 47 concejalas dentro del país que las había votado. Vo-ta-do y no colocado a dedo para cumplir el expediente, porque esa es la democracia que empodera de verdad a la mujer y la faculta para transformar el mundo alrededor. En esas elecciones de las que pronto se cumplirá un año, Túnez se encontró por primera vez con listas paritarias garantizadas por su Ley Electoral –las candidaturas de sus partidos deben conformarse con un 49,3 % de mujeres-, algo de lo que carecen viejas democracias como la del Reino Unido.

La siguiente pregunta pasa por averiguar cómo se llega hasta ahí, a ese oasis para quienes en el mundo árabe tienen que pedir permiso para casi todo, pues las primaveras árabes se han saldado con más luces que sombras; e indagando desemboco en la fecha de su independencia de Francia –año 1956-, en la que el primer presidente de la República Tunecina, Habib Bourguiba, rubricó un nuevo Código Civil con medidas como abolir la poligamia –el único país árabe que lo recoge por ley- y el repudio, fijar la edad mínima para contraer matrimonio en 17 años -con el previo consentimiento de la mujer- y aquel impulso modernizador por el que se rechazaba públicamente el uso del velo islámico, al que él mismo se refirió como “ese trapo odioso”.

La fotografía de Souad Abderrahim celebrando brazos en alto su elección como alcaldesa de Túnez es difícil de olvidar

Sin embargo nada tan revolucionario como empujar a las niñas al colegio. Sin la educación a la que accedieron las hijas de las clases humildes no puede entenderse el país de ahora, porque la oligarquía intelectual puede dotar de andamiaje intelectual a un movimiento pero la maquinaria del mismo debe de ser transversal y profundamente popular. «Antes de la independencia, las mujeres se quedaban en casa, usaban el velo y, básicamente, no tenían derechos. Lo que disparó el cambio fue la alta tasa de acceso a la educación y la urbanización, y una importante clase media en la que los padres enviaban a sus hijas a estudiar», declaró la profesora de Sociología de la Universidad de Túnez Dora Mahfoud, al programa The Compass de la BBC a comienzos de 2017.

Ahora bien, cuidado con elevar a Bourguiba a los altares pues la beatificación no está hecha para los políticos: el presidente provenía de un mundo conservador y reaccionario y a él volvió pasado el tiempo; simplemente entendió que debía de subirse al carro del progreso tras producirse la independencia, para validar la misma en el contexto internacional donde Túnez debía de alcanzar credibilidad. A cambio la sociedad tunecina avanzó en años lo que otras emplearon décadas, o incluso siglos. Esta característica es común a países, no solo árabes, cuya necesidad de refrendo les conduce a decisiones aperturistas que no hubieran suscrito si la fortaleza de su sistema se lo hubiera permitido. La debilidad conduce al pacto entre diferentes y a la búsqueda denodada del consenso. Quid pro quo.

Voluntad política más educación: aquí las variables de una ecuación llamada a dibujar el nuevo escenario del mundo árabe

Aquel germen permaneció larvado y las mujeres pulieron sus armas hasta el momento de desenvainarlas, porque hoy siguen pleiteando. De hecho, y a pesar de haber legalizado el aborto ocho años antes que en Estados Unidos (se aprobó en 1973 hasta los tres meses de gestación, por cualquier motivo y a petición expresa de la mujer; se aplica en la sanidad pública y es gratuito), divorciarse (algo extraño en los países árabes), o alcanzar hace dos años un derecho tan lógico como humano como es el de casarse con alguien de otra religión –históricamente los hombres sí podían hacerlo-… su lucha por las libertades y la igualdad es denodada: por ejemplo, en una herencia ellas reciben la mitad de lo que reciben los varones, quienes -lo anoto con gran sorpresa- están eximidos de cumplir pena alguna por violar en el seno del matrimonio hecho que no se considera delito, como no lo es el tráfico de mujeres para la explotación sexual aunque la prostitución esté legalizada (en cuatro grandes ciudades del país). No necesito elucubrar largamente para deducir que muchas de estas normas recogidas por la Constitución proceden de una interpretación ortodoxa de la sharia (la legalización de los matrimonios mixtos fue contestada con virulencia por los sectores religiosos), por lo que el debate entre política y religión resulta encarnizado.

Voluntad política más educación: aquí las variables de una ecuación llamada a dibujar el nuevo escenario del mundo árabe. Ambas son indisolubles y se realimentan, pues cualquier avance necesita la valentía política para traducirlo a un marco normativo que lo valide y de un sistema educativo paritario, abierto a las ideas y flexible a la crítica, e­ncargado de formar a la sociedad presente y futura (en Túnez la educación es pública y gratuita). Sobre ellas, no obstante, planea una incógnita difícil de desactivar: los tentáculos de la ley islámica, máxime cuando los límites entre lo público y lo privado se confunden; porque si bien Iglesia y Estado llevan sesenta años separados y la República es laica, la costumbre se vuelve un perro de presa que se defiende a mandíbula batiente ante cualquier reforma.

El mundo árabe no posee exclusividad en este mal. Occidente hizo sus deberes para desactivarlo pues el cambio está en el ADN de la vida, y si los humanos asumimos que nadie sale indemne del paso de otras ideas por nosotros, tampoco las sociedades permanecen inanes al rodillo del tiempo. El actual presidente tunecino, Béji Caïd Essebsi, lo argumentó cuando explicó a las autoridades religiosas que el Islam no puede estar en contra de la libertad y la igualdad pues “el Corán debe de leerse en su conjunto. Su interpretación debe de ser de acuerdo a la realidad actual y no con una lectura patriarcal”. Nada que objetar ante su elocuencia.

Quisiera rescatar, por pionera, su Ley contra la Violencia de Género que entró en vigor en 2018, pues la violencia contra la mujer está considerada una de las lacras del país, en especial en el seno familiar. La Ley, calificada uno de los mayores avances en los derechos de la mujer del mundo árabe, castiga con penas de veinte años (incluso cadena perpetua) a quienes mantengan relaciones sexuales con menores de 16 años. Si la joven tiene entre 16 y 18 años, el detenido se enfrentará a cinco años de cárcel, teniendo en cuenta que antes podía evitarlo si se casaba con la víctima. A su vez recoge multas económicas por acoso sexual incluido el verbal, algo a la orden del día, y amplía la edad de madurez sexual femenina de los 13 años a los 18 años. Un texto revolucionario en una sociedad que, en contraste, mantiene el uso masculino de sus cafés (salvo excepciones turísticas) y donde buena parte del ocio femenino se produce de puertas para adentro. El abismo entre lo que sucede dentro y fuera de casa se aviva cuando la tradición colisiona con la educación igualitaria de hombres y mujeres.

La mujer y el cambio caminan juntos, aunque para activarlo se necesita fortalecer un liderazgo

Como Embajadora de Unicef he comprobado lo disruptiva que puede ser la educación. No hay nada más eficaz, por mucho esfuerzo de integración que realicen las autoridades, que las madres educando en igualdad a sus hijos e hijas, pues el modelo que interioriza la infancia se reproduce en edad adulta revirtiendo lo nocivo de algunas situaciones. “Antes se queda un ruiseñor sin canción que una mujer sin conversación”, cuenta un viejo refrán español que ilustra esa habilidad de las madres para socializar con la palabra, dar alas a la imaginación y contextualizar las situaciones más difíciles.

La mujer y el cambio caminan juntos, aunque para activarlo se necesita fortalecer un liderazgo que, como el de las políticas tunecinas, reivindique lo femenino allí donde antes “mandaba” lo masculino. En una de las últimas entrevistas que concedió el psiquiatra y académico de la RAE Carlos Castilla del Pino antes de fallecer, compartió conmigo su preocupación por la actitud femenina frente al poder porque, según él, aún no había sabido perfilar su lugar: “El papel que ha encontrado se asemeja mucho al que tenía el hombre. La diferenciación que debía de haber introducido en sus relaciones con el otro sexo no la veo”. La verdadera revolución, la auténtica primavera árabe, debe de conducir a las políticas de esos países a defender su “papel mujer”, es decir luchar por las libertades en el ámbito público y en aquel mal llamado íntimo que, sin embargo, trasciende a toda la sociedad. No en vano en Occidente compartimos con ellas un nudo gordiano: la discriminación laboral no se produce tanto en referencia al sexo como a la maternidad. En Estados Unidos casi el 50 % de las ejecutivas no son madres, frente al 14 % de los varones. Helen Fisher, la investigadora norteamericana, recogía en su libro “El primer sexo” las palabras del analista de tendencias de mercado Arnold Brown cuando explicaba que la “mejor preparación para los negocios es la maternidad”. La declaración debe leerse desprovista de ideología, ciñéndola al contexto a­ntropológico que pondera la flexibilidad, la cooperación, el consenso, la intuición o el ingenio femeninos. En ese sentido la voz reivindicativa de las mujeres tunecinas se alza para clamar conciliación, permisos de paternidad, horarios flexibles y libertades en el seno del matrimonio…, difícilmente serán los hombres de su país quienes los reclamen porque su poder ha estado tradicionalmente ligado al silencio de la mujer.

La visibilidad y activación de la mujer como motor del cambio otorga a la sociedad más equidad, más solidaridad, valores y una actitud ética

Durante este acercamiento al interesante escenario tunecino me ha venido a la memoria el fenómeno africano de Ruanda, un país obligado a reconstruirse tras la devastación de la guerra hutus-tutsis y el genocidio del 94, cuyo dramático saldo fue la aniquilación de los hombres jóvenes. Con una población del 60 % de mujeres no extraña que la mayoría de las parlamentarias lo sean, bien por motivos demográficos y porque su Constitución reserva una cuota femenina del 30 % de los escaños. Así, en 2017, Ruanda ocupó la cuarta posición del informe mundial donde el Foro de Davos recoge los datos relativos a la eliminación de la brecha de género. De nuevo marco legislativo y educación dándose la mano.

En pleno siglo XXI pensar que la estructura del poder es inamovible resulta obsoleto, como lo es defender que la mujer deba de encajar en ella obligándola a adaptarse a sus normas y actuando de forma masculina. Esto obliga a un ejercicio semántico del concepto “poder” en la política, la empresa y la sociedad, que integre la diferencia y promueva un intercambio enriquecedor. Algo parecido a lo que realizan las mujeres tunecinas en una denodada lucha por la paridad. ¿Y eso es todo? ¿En esto consiste la fórmula exportable al resto de los países de la zona? ¿Qué encontrarían de ventajoso sus vecinos Libia o Argelia para seguir sus pasos? No hay respuestas simples a preguntas complejas.

No obstante, seguir masculinizando la política o la empresa aboca a perpetuar un patriarcado que en el mundo árabe hunde sus raíces en la tradición de la sharia; en cambio la visibilidad y activación de la mujer como motor del cambio otorga a la sociedad más equidad, más solidaridad, valores y una actitud ética. Humanismo, en suma, del que se benefician hombres y mujeres.

En esta suma de señales que es la vida diré que mientras escribía este texto conocí a Cristina Gallach. Cristina es la Alta Comisionada para la Agenda 2030 en España; una mujer poseedora de una privilegiada visión del mundo tras su paso por los tres grandes organismos internacionales -ONU, OTAN y UE-. Afinaré más: la única mujer que ha ostentado cargos de responsabilidad en los tres. Durante nuestra charla desmenuzamos los Objetivos de Naciones Unidas para el 2030, hablamos de Europa, de la condición de la mujer… y en un instante de la conversación fluyó la siguiente confidencia: “¿Sabes algo, Teresa? Somos afortunadas, vivimos en el mejor de los mundos posibles”.

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