Maria de Gant, quiera fuera escritora de discursos de Nicolás Sarkozy, acaba de publicar hace unos meses un libro titulado Sous la plume (‘Bajo el bolígrafo’) donde retrata sus vivencias y experiencias como speechwriter del por entonces presidente francés. Una vez abandonado el Elíseo, reconoció ser votante del Partido Socialista francés, pero cuando “Sarko” reclamó sus servicios no supo decir que no a su capacidad seductora y persuasiva. Ahora, de Gant se desquita de quien fuera su jefe con una publicación que tuvo su adelanto a modo de artículo en la revista The Atlantic, bajo el prometedor título “Life as Sarkozy´s secret speechwriter”. El inicio del libro desvela con claridad su intención de marcar una línea entra lo que ella escribía y el presidente decía:

Después de horas de frenético trabajo, dio con una frase memorable para encapsular el destino común de Europa: “Wir sind Brüder, wir sind Berliner”, que se traduce como “Todos somos hermanos, todos somos berlineses”, palabras que recuerdan el “Ich bin ein Berliner” de Kennedy en 1963. Desafortunadamente, Sarkozy masacró la forma de pronunciar esa frase: “Wir sind Bruhe!”, balbuceó (algo así como “Nosotros somos herm…”).

Fran CarrilloSpeechwriter y entrenador de oratoria política y media training. Director de La Fábrica de Discursos, @francarrillog

Donde muchos ven el intento de avergonzar la capacidad dialéctica e idiomática de Sarkozy, otros lo enmarcan en cómo, a veces, los políticos son capaces de deconstruir un discurso decente por su incapacidad para preparar las intervenciones con el tiempo y la dedicación que merecen.

El caso de María de Gant no es paradigmático fuera de nuestras fronteras, si bien establece la primera diferencia con el caso español. En otros países las barreras ideológicas no son obstáculo para ejercer tu trabajo. Aquí, si no posees carnet de uno u otro partido es complicado cruzar el umbral de la puerta de gobier­no. Lo digo así porque así lo he vivido. Si no estás totalmente en la órbita de quien manda, tus cualidades como escriba directamente desaparecen. No se trata de poseer una cierta identificación ideológica con el orador y su mandato, con sus valores cuando gobierna y cuando ejerce en la oposición, sino que a veces la total sumisión a los asesores de serie B (formados a dedo en vez de con mano profesional) es la tónica habitual.

De la votante socialista que escribió para el centro-derecha francés, al rapero que ahora le escribirá los discursos a Hollande. Pierre-Yves Bocquet ha pasado de ser el periodista musical responsable del área de Protección Social de la Presidencia francesa a convertirse en la persona que ponga negro sobre blanco las visiones, ideas, medidas y misiones del inquilino del Elíseo. Hombre de experiencia en política exterior, el nuevo redactor de discursos es un conocido experto en rap americano y posee hasta nombre artístico. Es aquí donde sobreviene la segunda diferencia con la realidad española: si eres bueno, sirves, si eres válido, trabajas. No importa de dónde vengas, ni que haya ya un equipo de speechwriters consolidado en el gobierno o formación: “si te llaman es porque detectan que tú tienes algo que aportar al grupo diferente al resto”, me dijo en una ocasión el estratega-jefe de una campaña en Estados Unidos cuando pregunté si de verdad necesitaban de mis servicios en vista de la fortaleza y cantidad de profesionales de la palabra con los que contaban.

En Francia, en cambio, la profesión de Bocquet no ha supuesto ridiculización ni mofa, como tampoco hubo crítica en el país del Tío Sam cuando, en su momento, un joven de 28 años llamado Jon Favreau tomaba las riendas del equipo de discursistas de la Casa Blanca. ¿Su mérito? Ser bueno. Ser condenadamente bueno. Y creativo. La sintonía con Obama vino después, porque cuentan que la forma en la que se conocieron no fue precisamente cordial. Favreau trabajaba para el senador Kerry en la campaña que le enfrentó a George W. Bush en 2004 cuando se encontró, en un acto de la misma y tras el escenario, a un joven senador por Illinois que ensayaba su discurso entre bambalinas. Cuando Obama terminó el ensayo, el que iba a ser su jefe de discursistas años después, se le acercó para indicarle un par de correcciones que harían más punzante y directo su discurso. Obama le miró perplejo pero decidió acceder a dichos consejos. Cuatro años más tarde telefoneó a Kerry para preguntarle por ese joven descarado que trabajó para él en la campaña. Lo que sigue ya es de sobra conocido.

Pero antes de que Favreau consolidara el respeto hacia los speechwriters (como ahora intentara su sucesor, Cody Keenan), otros muchos le precedieron en fondo y forma, en capacidad y talento, como escultores de mensajes poderosos, inmortales e influyentes dentro de una totalidad discursiva buena, realmente buena. Por ejemplo Judson C. Welliver, el primer escritor de discursos de la Casa Blanca, era un periodista de prestigio cuando el por entonces senador Warren Harding escuchó hablar de él, de sus textos con “encanto y sencillez”. Le contrató como ‘secretario literario’ con una única misión: convertir a un mal orador en presidente. Resultado: Harding ocupó la Casa Blanca entre 1921 y 1923 convirtiéndose en el vigésimo noveno inquilino del lugar y Welliver fue el primero que empezó a usar de forma deli­berada el uso del clímax (en griego, escalera) en los discursos, una sucesión encadenada de frases con intención final de explosión argumentativa. Valga un botón de muestra, en una intervención realizada por Harding poco antes de su nombramiento:

“la actual necesidad de América no es la de héroes, sino la de curarse; no normas, sino normalidad; no revolución, sino restauración; no agitación, sino ajuste; no cirugía, sino serenidad; no el dramatismo, sino el desapasionado; no el experimento, sino el equipo; no submergencia en los asuntos internacionales, sino mantener la nacionalidad triunfante”

Este tipo de construcciones, que llevó de la radio al mitin y que fueron revolucionarias para la época, provocó que la oposición demócrata, en boca de su líder William Gibbs McAdoo denominara los discursos de Harding como “un ejército de frases pomposas que se mueven a través del paisaje en búsqueda de una idea”.

Desde entonces, los discursos se confiaban a profesionales que, como Welliver, acreditaba una solvencia lírica y de pensamiento. Si el lector quiere profundizar en las historias de los escritores de discursos que compusieron el pentagrama de ideas de los presidentes norteamericanos recomiendo la lectura de White House Ghost, el libro de Robert Schle­singer, hijo del historiador Arthur Schlesinger Jr, donde recorre a los logógrafos que han pa­sado por la Casa Blanca desde Franklin Dela­no Roosevelt hasta Bush hijo. No todos han sido reconocidos por su trabajo. Peter Benchley, por ejemplo, era el escritor de discursos de Lyndon B. Johnson hasta que fue despedido por considerarse su trabajo de una “ineptitud notable”, en palabras de Schlesinger. Se retiró a escribir libros sobre peces. De uno de ellos se basó el guión que dio origen a la película Tiburón. Fue premiado por ello. Una anécdota que demuestra que sin simbiosis entre político y speechwriter el éxito no es posible. ¡Cuántos fabricantes de palabras se habrán quedado sin trabajo a pesar de su talento!

La situación de la España actual se asemeja mucho a la etapa pre-Welliver en Estados Unidos. Los speechwriters eran más bien ghostwriters, escritores-fantasma que nadie veía, que nadie conocía. De hecho, pocos saben que George Washington necesitó de la ayuda de Hamilton y Madison en su último discurso como presidente. O que Lincoln se apoyaba en las ocurrencias de su Secretario de Estado para cincelar frases para la posteridad. No importaba. Por aquel entonces era normal esta discreción e incluso el ocultamiento del ideólogo. Los presidentes daban como mucho 20 discursos al año. Hoy en día, es inviable que un dirigente de alto ni­vel pueda componer de cero a cien sus propias estructuras discursivas. Como bien expresa mi colega David Redoli, que acompaña este monográfico, “el ciudadano no desea que un presidente pase más tiempo escribiendo sus intervenciones que gestionando y resolviendo los problemas del país”. Para eso ya tiene, o debería tener, a un equipo lo suficientemente importante y cualificado que le ayude a expresar lo que quiere decir: de la forma más clara, de la ma­nera más pulcra, por la vía más sencilla, con el método más directo.

Ted Sorensen, el gran escritor de discursos de Kennedy, fue el primer profesional de la materia que dignificó la profesión de una forma abierta. Supo comprender a su jefe mimetizándose con él. Comprendió sus políticas porque antes entendió su forma de ser y de sentir. Su talento como creador de históricos discursos fue seguido por numerosos compañeros que ocuparon su vacante en presidencias sucesivas, que siguieron una forma de comunicar detallada, basada en el uso de registros retóricos y literarios hasta la extenuación, de conectores emocionales fáciles de recordar, de titulares dignos de ser incluidos en un manual de te­le­política. Hasta llegar a Peggy Noonan, la mujer que hizo de Ronald Reagan el Gran Comunicador, apelativo con el que ha pasado a la posteridad el presidente republicano (quien solía revisar sus papeles antes de intervenir para incluir frases de cosecha propia). Los discursos debían su construcción a la capacidad de sus creadores y a la preparación de sus declamadores. Con Noonan el sentido del humor y el mensaje directo tomaron las riendas. Habíamos llegado a otro estilo, igual de contundente, igual de certero. Y así continuó incluso con la llegada de Michael Gerson o John McDonell al ala oeste de la Casa Blanca como asesores de discursos de George W. Bush, aunque estos eran más bien rockstars que verdaderos speechwriters.

Dice con razón el profesor Gustavo Bueno que para que los políticos comuniquen sus planes y programas a los partidos y ciudadanos solo cuentan con un instrumento, quizá el mejor de todos: la palabra. El afán por pasar a la Historia es quizá el recurso más usado por los detractores de quienes hacen de la retórica y el envoltorio el mejor arma de uso y dominio público. Lo cierto es que para un escritor de discursos no existe mayor satisfacción que ver sus palabras en boca del orador político el día D, en el momento en el que toda una nación está pendiente de lo que va a decir. Fernando Ónega, conocido por ser el escriba del recientemente fallecido presidente Suárez, así lo reconoce: “cuando vi su intervención en televisión pidiendo el voto para UCD y usó el ‘Puedo pro­meter y prometo’ no pude esconder una alegría interior inmensa” reconoció recientemente. De eso, en el fondo, trata este trabajo: de poner un granito de arena para que una idea, unos valores y una forma de entender la sociedad sea comprada por el mayor número de personas posible. De saber cuándo hay que ser más ideólogo que pragmático, o cuan­do más práctico que idealista. El escritor de discursos es un parapeto del político si sabe usarlo convenientemente. Puede ser el paraguas de las críticas y el cañón que enfile a sus adversarios políticos con palabra presta. Puede convertirse en el creador de clichés convencionales sin fundamento, o en el personaje que pinte los mejores cuadros de credibilidad política posibles.

España es indiferente a todo ese proceso de arte creativo. De hecho, este país es diferente en todo. Desde el mantra establecido con el que solemos persuadir a los turistas para que dejen sus cuartos en nuestras tierras hasta el objetivo planteamiento sociológico que demuestra la peculiar idiosincrasia de una nación cultivada a golpe de particularidades. En política y en comunicación política, nuestra castiza forma de ver las cosas provoca que sea extraño conocer quién se esconde detrás de la palabra de nuestros dirigentes, quién mece la cuna de sus discursos, quién articula entre bambalinas una estrategia argumentativa para seducir, convencer, informar o movilizar. Lo que en Estados Unidos, Francia o Inglaterra es habitual, en España se convierte en quimera por la ridiculización y crítica de quienes se dedican a la noble tarea de comunicar. Los políticos en España, bien por falta de escrúpulos a la hora de reconocer que sus escritos forman parte de un complejo proceso de pensamiento y elaboración de un equipo, bien por esconder que su brillantez ocasional no es cosecha propia, lo cierto es que envían al ostracismo de los complejos presidenciales a los escultores de palabras políticas. Un escondite fantasma del que algún día deberán salir.

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Recomendaciones bibliográficas

Aguirre, Esperanza (2009), Discursos para la libertad. Ed. Ciudadela. Madrid.

Cicerón (2008), El orador. Alianza Editorial, Madrid.

Douglass, Frederick et alii. (2006), Great speeches by a­frican americans. Dover Publications, New York.

Lehrman, Robert (2011), The Political Speechwriter’s Companion: A Guide for Writers and Speakers,

Lincoln, Abraham (2005), El discurso de Gettysburg y otros discursos sobre la Unión. Ed. Tecnos, Madrid. Con tra­ducción de Javier Alcoriza y Antonio Lastra,

Ortega Carmona, A. (2005), El discurso político. Retórica, Parlamento, Dialéctica. Ed. Veintiuno (Fundación Cánovas del Castillo), Madrid.

Schlesinger, Robert (2012). White House Ghosts. Presidents and their speechwriters, New York.

Van Dijk, Teun (2008), El discurso como estructura y proceso, Gedisa Editorial, Barcelona.

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