Josetxo Martínez Itoiz @txomait

Técnico de Comunicación del Parlamento de Navarra

Hubo un tiempo en el que, más allá de cifras, citas textuales o aquellos datos que usualmente no se confían a la memoria, el Reglamento del Congreso prohibía explícitamente a los Diputados leer en sus intervenciones. Aquel blindaje del parlamentarismo tradicional anclado en la oratoria, el valor de la palabra y la persuasión decayó el 13 de octubre de 1977 cuando, en el curso del debate para la conformación del Estatuto llamado a regir la vida interna de la Cámara, el Congreso constituyente suprimió, vía enmienda, un precepto que perduraba desde la Segunda República.

Eran tiempos en los que, con el proceso democratizador todavía en estado embrionario, la clase política acaparaba la mirada y la atención de la masa, habituada a escuchar a quienes, en mayor o menor medida, tenían algo que decir, dentro o fuera del hemiciclo. De aquella tarea referencial, asociada a una comunicación clara y mesurable, se ha pasado a otra, ya con los papeles invertidos -ahora el candidato es quien persigue al elector-, vinculada a la simplicidad calculada, en ocasiones rozando lo banal. Todo en sintonía con el acelerado proceso de infantilización de una sociedad que, a caballo entre la desafección y la indiferencia, observa la política desde lejos, con cautela.

Es cierto que la ciudadanía de entonces nada tiene que ver con la que, varias crisis después y a resultas de la globalización y la renovación tecnológica, ha ido elevando su nivel de formación, crítica y exigencia hasta comprender que la lógica partidista del sistema parlamentario necesita tutela cívica para tratar de arbitrar soluciones razonables. La legitimidad ya no va con el cargo, requiere de actuaciones participadas tendentes a situar el debate de la res pública en el centro del tablero, algo difícil de conseguir en un escenario copado por narrativas de polarización, descalificación y rencor.

Si algo resulta obvio es que las revoluciones sociales, políticas, científicas y económicas han erosionado el poder de instituciones y gobiernos al uso, pero la solución, contrariamente a lo que se preconiza, difícilmente pasará por homologar el marketing comercial con el político. Es posible que las respuestas ideológicas no hayan funcionado, pero dirigirse al votante en términos de consumidor entraña el riesgo de renunciar a lo más importante, convencer. Primar la emoción sobre la razón supone, ya de entrada, un mal uso de la tecnología y el ciberactivismo. Porque si la estrategia consiste en rebajar o reducir el discurso para, sin importar tanto que nos comprendan como que nos quieran, capturar adeptos por doquier, entramos en una lógica perversa de la comunicación política. ¿Sólo importa el voto?

No se trata de establecer antagonismos entre la política tradicional y la que se canaliza a través de las RRSS porque, bien empleadas, ambas resultan complementarias, entre otras cosas porque se democratiza el debate y se amplían los cauces de participación. Tal es así, que a día de hoy cualquiera puede opinar e incluso convertirse en agente activo, a poder ser desde una posición crítica, pero constructiva. El peligro radica en los atajo­s, en la renuncia a buscar el voto formado e informado para pasar a perseguir sin miramientos el voto de rebajas, ocasión u oportunidad. Es la diferencia entre convencer -difícil y laborioso- e impactar, tratar de vender un candidato o un programa electoral en 30 segundos, en este caso a partir de vídeos, slogans o una retahíla de mensajes elementales minuciosamente micro segmentados.

Si, como parece, la actual apuesta de los partidos políticos se decanta por el poli-entretenimiento en lugar de por la política, poco hay que decir en relación a la proliferación de imágenes de hemiciclos semivacíos, lecturas atropelladas y auditorios ausentes. Pero si, por el contrario, existe la determinación de salir del letargo, renunciar a la comodidad del pasar desapercibidos y recuperar el valor de la palabra, se impone un cambio de rumbo. Conviene no olvidar que en la era digital hay problemas que se crean y/o impulsan en la blogosfera y, como en la edad de piedra, se solventan con el mazo, a ras de suelo, a pie de atril.

A modo de colofón y aun a sabiendas de que en la lucha por el poder predominan el cálculo electoral, la equidistancia y la parálisis, vendría bien tener presente que, más allá de lo que diga el R­eglamento de turno, la obligación de todo representante público es comunicar de un modo fiable y para eso es necesario conectar, recabar la atención, en ningún caso ser un gran orador. Lo primero atañe al ámbito de la responsabilidad individual, lo segundo no deja de ser una gracia, una destreza que se sitúa en la esfera del talento. Y eso no es imprescindible, ni exigible.

Y para no escurrir el bulto, es preciso subrayar que la calidad de la política y, por ende, de la democracia depende tanto de la calidad de los p­olíticos como de los comunicadores políticos. Políticos, instituciones y periodistas, tres grandes actores para una única función…terrenal.

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