Jesús Espino González, @jesusespino

Director General de Comunicación en el Ayuntamiento de Málaga

Este mes se cumplen tres años del inicio de la gestión de crisis total generada por la pandemia, marcado por la declaración del estado de alarma del 14 de marzo de 2020. Acabamos de dejar atrás el uso obligatorio de las mascarillas en el transporte público y se ha vuelto a celebrar con normalidad el Mobile World Congress de Barcelona, el primer gran evento cancelado por la irrupción de la covid-19. Aunque el virus continúa todavía entre nosotros y sigue siendo motivo de relativa preocupación en términos de salud, sus efectos sobre la comunicación política han remitido y es buen momento para reflexionar en frío sobre las enseñanzas que ha supuesto esta excepcional etapa, tan intensa como interesante.

Hay una lección que descuella sobre todas las demás: planificar es muy bueno, pero reaccionar correctamente, en tiempo y forma, es aún mejor. En un caso como éste, cualquier previsión queda desbordada. Resulta difícil seguir un plan de crisis cuando la crisis es el plan. Tocaba actuar sobre la marcha lo más juiciosamente posible –vísteme despacio, que tengo prisa–, transmitir serenidad en el intento de controlar la situación de incertidumbre. Este escenario no estaba recogido en los manuales al uso, en la mayor parte de la teoría prescrita. No había tiempo material de detenerse en el deber ser cuando lo acuciante, lo urgente, era hacer. Con precisión y cuidado.

La comunicación no sustituye a la gestión. La comunicación viene después de los hechos o los acompaña. Más polcom que compol: primero, política; después, comunicación. Los relatos se desvanecen en vacío y vender humo, además de ineficaz, puede resultar contraproducente. Los cimientos de la acción política no son, o no deberían ser, tácticas de comunicación: si todo lo que hacemos se fundamenta en su rentabilidad comunicativa, acabará habiendo gestiones desatendidas si no abandonadas. Admitamos –atrevámonos a hacerlo incluso quienes nos dedicamos a esto– que la comunicación, siendo crucial y determinante, no es lo más importante del proceso.

La información oficial tiene su público, más aún en condiciones extremas. La televisión fue en 2020 el principal medio para mantenerse al día sobre la evolución del virus –83,2% de los españoles–, seguida por la prensa digital –49,8%– e Internet –41,8%, entendiendo como tal buscadores, webs y blogs, entre otros–, las redes sociales –35,5%–, la radio –29%–, las conversaciones personales –22%– y la prensa en papel –reducida al 9,5%–. Como concluyeron Montaña, Ollé y Lavilla al medir el impacto de la pandemia en el consumo de medios, los hábitos y tendencias se vieron drásticamente modificados, especialmente en los soportes electrónicos: las páginas vistas de los diarios digitales aumentaron un 45% y su tráfico se duplicó. También se duplicaron, de largo, la audiencia de la radio on line y la televisión on line en directo. Pero lo más relevante para nuestro aprendizaje es que los comunicados de fuentes oficiales se convirtieron en una referencia sólo superada por la televisión: el 50,3% de los ciudadanos recurrieron a las instituciones para informarse. Muchas comunicaciones institucionales, fiables, constituían una guía práctica más que una clásica nota de prensa.

Los gabinetes de prensa murieron: vivan los gabinetes de comunicación. Una crisis de semejante calado requería comunicación continua para alimentar la conversación pública y atender a las audiencias activas. Audiencias más activas y atentas que nunca a las pantallas durante el confinamiento, que nos puso al límite, entre el tedio y la desesperación o viceversa. Las administraciones se dirigieron a la población directamente, circunvalando a los medios de comunicación tradicionales, una tendencia acentuada y asentada en esta prolongada crisis. Las conferencias de prensa telemáticas, los comunicados y videocomunicados, las redes sociales corporativas o personales y las campañas de concienciación no dejaron de estar presentes en los medios de comunicación, pero éstos han acabado de perder el monopolio de la intermediación, con las implicaciones que ello conlleva, no todas negativas. El cambio de paradigma de la comunicación –de uno a todos a todos a todos– liquidó los gabinetes de prensa porque las redes sociales hicieron que los periodistas no fueran los únicos receptores del material que los gabinetes emiten. Ahora los medios de comunicación son receptores preferentes, pero ya no únicos, de dichos contenidos. Por eso en el nuevo paradigma no cabe hablar de gabinetes de prensa, sino de gabinetes de comunicación.

Incluso los boletines oficiales, del Estado primero y las comunidades autónomas después, se convirtieron sorprendentemente en un producto de consumo masivo, dado que publicaban las medidas que iban a entrar en vigor de forma inmediata al sucederse las distintas fases de la desescalada, aunque en un lenguaje difícilmente comprensible para lectores sin conocimientos jurídicos. Como afirmó Eva Belmonte, quien fue desentrañando en Civio lo que suponía la inminencia de cada medida a nivel estatal, “hasta que algo no llega al BOE y entra en vigor, sólo es propaganda”.

Los portavoces técnicos no son ignífugos. También se desgastan y fallan, sobre todo si se les da uso intensivo. Media España aplaudió a Fernando Simón, pero la otra mitad reenvió aquel meme: “No hay razón para preocuparse”. Aunque los temas técnicamente complejos deba explicarlos un experto cualificado, su voz nunca será tan alta como la del político que toma las decisiones y asume la responsabilidad final. Los portavoces técnicos seguirán siendo un recurso válido, por supuesto; pero el coronavirus nos ha dejado claro que dejan de ser efectivos si los quemamos. Es recomendable reservarlos o, como poco, dosificarlos.

No admitir preguntas o aceptarlas sólo con filtro es inadmisible incluso en circunstancias extremas. Los políticos están obligados a responder a los periodistas y no pueden abusar de las declaraciones enlatadas. Los medios de comunicación hicieron bien en presionar a quienes se resistieron y las administraciones que pusieron impedimentos acertaron al corregir rápidamente el error. Hacer pasar las declaraciones unilaterales por conferencias de prensa sin preguntas –sin preguntas no son conferencias de prensa– frena la recuperación de la confianza en los políticos y es, claro que lo es, criticable.

El salto digital no era una opción. Por fortuna, el coronavirus nos pilló con la transición a la lógica 2.0, en general, hecha o muy avanzada. Las administraciones públicas y los políticos que las gobiernan deben estar en las redes sociales porque constituye una obligación cívica proyectar su voz. Es la única forma de segmentar a­decuadamente los mensajes y alcanzar a todos los públicos, empezando por los jóvenes que, desgraciadamente, tienden a huir de los productos periodísticos.

En este sentido, hay que subrayar el papel de las redes sociales institucionales verificadas en la contención de bulos. La presencia de las administraciones y sus gestores en Twitter, Facebook, Instagram, LinkedIn o TikTok permite publicar comunicaciones oficiales instantáneas capaces de cortarle el paso a la desinformación que contamina y carcome las pantallas. Es evidente que la gestión de la pandemia ha sido mejor con estos recursos y resulta difícil imaginar una situación parecida sin disponer de esa capacidad de respuesta, con una mano atada a la espalda.

La potabilización de la conversación pública también depende de los medios de comunicación y es una tarea propia de los periodistas, como sostiene Fernando Garea. La prensa y los verificadores trabajaron a máximo rendimiento y despejaron dudas, por ejemplo en los primeros compases de la vacunación, cuando se puso en duda la efectividad de AstraZeneca e incluso se atribuyeron muertes a su administración –en marzo de 2021, esa vacuna pasó a llamarse Vaxzevria ante la pérdida de reputación generada por las inquietantes noticias sobre su falta de efectividad y sus efectos negativos, posteriormente desmentidas–.

Las administraciones, en un caso como éste de grave crisis sostenida, tienen la oportunidad de coordinar su comunicación, con independencia de los partidos que gobiernen, más allá de sus niveles y competencias. Concienciar a la población –desde el “quédate en casa” hasta la necesidad de mascarilla y vacunación, pasando por la aplicación de medidas de prevención elementales como distancia e higiene– pasa por multiplicar los mensajes y operar en red aplicando el principio de solidaridad institucional. En este sentido, el papel de las entidades locales ha sido esencial: sin los municipios, la divulgación de los mensajes lanzados por el Ministerio de Sanidad y las consejerías de Salud habría sido mucho más precaria, difícilmente habrían llegado al terreno.

Quizá en el aprendizaje que nos ofrece la pandemia esté entre lo más valioso el fracaso de la aplicación móvil Radar Covid, extinguida en octubre del año pasado, cuyas notificaciones de infección fueron residuales en un país donde hace mucho que hay más líneas móviles que personas. Gran parte del problema fue la falta de comunicación: apenas hubo explicaciones sobre su funcionamiento para ciudadanos que no dominan la tecnología y no se hizo una gran campaña para estimular su utilización. Como ha escrito Jordi Pérez Colomé, la tecnología que se desarrolló para aquella app servirá para hacer frente a futuras crisis análogas, así que para la próxima deberíamos tener un buen plan de comunicación preparado. Porque disponer de la herramienta no basta: hay que convencer a los usuarios de teléfonos móviles –casi toda la población– de que la descarguen y notifiquen su positivo para que se produzca automáticamente el conveniente aviso a los contactos estrechos.

Contaba Laura Spinney en El jinete pálido que la mal llamada gripe española surgida en 1918, la mayor epidemia desde la Peste Negra medieval, fue la mayor causa de mortalidad del siglo XX: infectó a 500 millones de personas, una de cada tres; mató entre el primer y el último caso registrado –de marzo de 1918 a marzo de 1920– a entre 50 y 100 millones de persona­s, una mortalidad superior a la I Guerra Mundial –17 millones– a la II Guerra Mundial –60 millones– y quizá a ambas juntas. Con la covid-19 todavía no es posible establecer cifras definitivas, aún se habla de olas y sigue habiendo incidencia, aunque moderada. Pero sobre la comunicación disponemos de perspectiva suficiente para extraer conclusiones valiosas.

Siguiendo a María José Canel, la covid-19 es “el caso de comunicación de crisis por excelencia”, ya que reúne todos los ingredientes de manual. Echar la vista atrás y contemplar lo ocurrido durante los tres últimos años, analizarlo a fondo, nos ofrece una visión muy completa y señala errores que habremos de evitar en el futuro. Aunque ese futuro sea –ojalá– lejano, investigar sobre lo que hemos hecho y contado resultará tremendamente útil para quienes tengan que tomar las riendas la próxima vez en una gestión de semejante envergadura.

Juan Carlos Losada, al abordar la gestión de la comunicación de crisis, apunta que los ciudadanos reclaman información sobre qué está pasando, sobre qué ha causado la crisis, sobre qué estamos haciendo para solucionarla. Y, finalmente, reclaman garantías de que no vuelva a suceder. Ciertas incidencias –como el rotundo fracaso de Radar Covid– no deberían repetirse si tomamos buena nota y el aprendizaje es completo.

Para que la gestión de crisis resulte exitosa, se requiere planificar la comunicación sobre las premisas de centralización, concisión, transparencia, responsabilidad y anticipación. Centralización porque varias voces pueden distorsionar el mensaje y administrar el silencio es tan importante como administrar la palabra. Concisión porque el mensaje debe ser claro, sencillo y preciso. Transparencia porque generar confianza significa poner a disposición de la ciudadanía la máxima información posible, de forma abierta y permanente. Responsabilidad porque las administraciones tienen la obligación de generar una conversación pública de calidad aportando información contrastada, contribuyendo con información oficial y perfiles verificados. Y anticipación porque las explicaciones tienen que llegar a tiempo para reducir la incertidumbre. Michael Ignatieff, en Fuego y cenizas, lo sintetiza con rotundidad: “Lo importante no es lo que quieres decir, sino lo que la gente entiende”.

¿Resulta exagerado o autocomplaciente defender que la comunicación política ha salido reforzada de la pandemia? Desde luego ha demostrado ser útil y eficaz, ha estado a la altura del enorme reto y de las exigencias de la sociedad. Porque los gabinetes de comunicación institucionales han funcionado como un servicio público esencial más, que lo son. En una crisis total como la que hemos vivido, la comunicación institucional crea opinión pública y cumple la misión de reducir la incertidumbre. Retomando a Canel, “tan importante es gestionar bien (por ejemplo, garantizar la atención y protección del personal sanitario) como comunicar adecuadamente (por ejemplo, dar los mensajes necesarios para que la población actúe como parte de la solución)”. Aunque no renunciemos a la idea de que la comunicación política es política antes que comunicación. O a la vez.

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