Por Freddy Bobaryn L. @fbobaryn, estratega en comunicación política y diseño de campañas

El COVID-19 ha puesto a todo la humanidad en una situación de riesgo. Es por ello que los Estados han requerido que sus sociedades modifiquen sus hábitos y comportamientos, al inducirlos a entrar en una cuarentena obligada. Sin embargo, para conseguir el objetivo de persuadir, muchos gobiernos equivocan el camino, y en lugar de infundir temor sobre el riesgo, han basado su comunicación en el miedo, gestionando directamente esta situación (que en esencia es de riesgo) como si se tratara de una situación de crisis. Esta confusión sumada a la desesperación e improvisación de los gobiernos, hace errática cualquier posible respuesta al COVID-19 con el peligro de inducir al pánico a la sociedad. Lo que genera de manera prematura, que una situación no crítica, comience a serlo desde el punto de vista de la percepción pública.

La comunicación de riesgo que requieren implementar los gobiernos debe estar orientada a persuadir a la sociedad, para que esta modifique sus hábitos sobre la base de información clara que indique los riegos y el peligro que implicaría hacer lo contrario a lo que pide el Estado (como incumplir la cuarentena, por ejemplo). Efectivamente, se trata de infundir temor en la sociedad, pero no miedo.

Si el gobierno promueve el miedo de manera prematura, este estímulo podría degenerar en conductas desmedidas que lejos de incentivar la precaución, promoverían respuestas caóticas e incontrolables, propias de una situación de pánico. Es casi imperceptible la d­elgada línea que existe entre la actuación de un gobierno responsable que utilice el temor a través de la información veraz (incluso cuando se traten de malas noticias), y un gobierno irresponsable que apele al miedo, promoviendo caos y desesperación en la sociedad.

En el caso de Bolivia, aún nos encontramos en la etapa de riesgo, por lo cual el timing exige una gestión divulgativa de la comunicación de riesgo. Este tipo específico de comunicación debe ser gestionado desde el Estado, a través de la órbita pública, haciendo uso permanente de la información sobria y veraz. No debemos olvidar que la credibilidad y legitimidad del Estado son vitales en este tipo de emergencias. Si el gobierno pierde su credibilidad, no existe forma en que la sociedad acate las medidas dispuestas por este. También es cierto que los actores políticos, durante la gestión del riesgo, cargan sobre sí toda la presión, la ansiedad y el miedo, relativa a la posibilidad real de ver su popularidad y demás intereses políticos comprometidos, por una gestión que no esté a la altura del tamaño de la emergencia que se enfrenta. Si los actores políticos no controlan estos impulsos de ego y miedo, se exponen no solamente a ser criticados y rechazados (como en su momento lo fue Murillo amenazando a sus colegas Ministros, con meterlos a la cárcel o Longaric negando inicialmente el ingreso al país de compatriotas varados en la frontera con Chile) sino que además producirán el efecto contrario al que buscan producir, provocando que la sociedad se revele ante los efectos emotivos negativos que sus figuras concitan, haciendo lo contrario de lo que se les exige.

La comunicación de riesgo no es un ejercicio publicitario, ni de popularidad para el estadista, ya que esta trabaja sobre la alerta pública, y para activarla se requiere mucha sobriedad y transparencia. Los gobiernos requieren q­uitar espectacularidad, evitar hacer campaña con recursos públicos, y no caer en la tentación de sacar réditos políticos de la contingencia. Los gobiernos que cometen estos errores de manera reiterada, inevitablemente perderán credibilidad y legitimidad, entonces la sociedad entrará en contradicción y desacatará las medidas exigidas por el Estado. Es importante señalar, que este desacato no tendría que ver con los niveles de instrucción o conocimiento de los protocolos de prevención del COVID-19 por parte de quienes desacatan, sino más bien con el estado emocional de la sociedad, respecto a los niveles de ansiedad, temor y alarma creados por el mismo Estado, versus el impacto social de las medidas de contención asumidas para gestionar la emergencia.

Comunicar es siempre una tarea difícil, porque ejercer la comunicación implica la activación constante de emociones. En el caso de la comunicación de riesgo, su complejidad reside en la capacidad de producir en la gente los niveles apropiados de preocupació­n, atención y temor. El quid del asunto es la sutil alquimia –peligro Vs. alarma- cuyo balance, delicado, también delimita el timing de transición hacia una crisis inminente. Por tanto, solo se debe recurrir al miedo -alarma- cuando estemos en la antesala de la fase crítica de la pandemia.

Con respecto a lo que nos atinge en Bolivia, es lamentable observar que el actual gobierno monologa. En este momento tenemos un Estado que se mueve por inercia, una comunicación de gobierno que estimula el miedo, que reproduce de manera inmutable el culto al liderazgo, y que se reduce a la hiperpersonalización. A esto se s­uma la perniciosa tentación de convertir en regla un hiperautoritarismo de Estado, como respuesta a la evidente falta de legitimidad del gobierno. En la dinámica de ese proceso recurren reiteradamente al uso de la violencia a través de prácticas coactivo-judicial-policiales por parte del Estado, agravando así el frágil equilibrio emocional de una sociedad que no termina de recomponer sus lazos sociales.

Es necesario que los voceros de la emergencia bajen el tono amenazante, ese exceso hiperbólico en sus palabras que generan miedo, confusión y alarma indebida. Pero el verdadero peligro, más allá de una mala comunicación del riesgo, o de la crisis en sí misma, se produce cuando el gobierno no escucha; y justamente por ello, es capaz de herir a su sociedad. En especial a las minorías por ignorar sus necesidades, lo más fácil es estigmatizarles para justificar su abandono. Urge poner límites a un Estado estigmatizante, porque lejos de solucionar la emergencia, nos expone a desbordar la crisis en el corto plazo.

La comunicación política tiene por objeto acercar a gobernantes y gobernados; es decir, hacer que éstos interactúen. Y si bien es cierto que no tiene la capacidad de resolver propiamente la crisis sanitaria, si tiene el poder de persuadir, sumar, despertar lazos de solidaridad, esperanza, empatía y cooperación necesaria para enfrentar y vencer unidos, como país, a la pandemia que azota a la humanidad entera.

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