Por Daniel Ivoskus, @divoskus, Presidente de la Cumbre Mundial de Comunicación Política

Los oficialismos están de salida. Tras el análisis de los casos más sustantivos en materia de procesos electorales latinoamericanos, podemos arribar a esta primera conclusión sustentada en un abanico de argumentos que, para no perder el foco y caer en la inconveniencia de las generalidades, es sumamente útil puntualizar y analizar. 

En principio, es esencial partir de una premisa: los dos años de pandemia modificaron los órdenes establecidos. Donde no había crisis, un nuevo fenómeno muy complejo de administrar fue a dar de bruces contra la normalidad.  Donde ya existían escenarios turbulentos, la tormenta del COVID fue el combustible ideal para fortalecer varios incendios.

Durante estos años, se llevaron adelante en países de América Latina, desde Estados Unidos a Chile, varias elecciones presidenciales. En todas cayeron derrotados los oficialismos. Primera certeza: no se votó por promesas de cambio ni por escenarios transformadores, el presente agobiante, profundizado por múltiples razones acuciantes, impidió trascender el “aquí y ahora” y canceló las expectativas sobre el futuro.

Existió una enorme merma en el interés de la ciudadanía por votar. Una niebla densa e incierta se expandió por todo el continente impidiendo ver con claridad el futuro político de cada país. Así comenzó a nacer el hartazgo.

Los presidentes no supieron liderar la crisis con solvencia. En algunas naciones se plantearon falsas disyuntivas. En otras, se definieron políticas erráticas sumadas a controles y cuarentenas excesivas que fueron resistidas por los ciudadanos -en virtud de su intromisión en los derechos privados-, y golpearon duramente la confianza en los gobiernos.

Así, todo el contexto fue planteando un desafío imposible de resolver para muchos, marcado por la pérdida de miles de vidas, pero también por economías en decadencia y severos problemas en torno a un factor clave como la seguridad.

Si nos remontamos al comienzo del milenio, podremos recordar la facilidad con la que los presidentes de los países latinoamericanos se reelegían casi en efecto cascada. Hoy, dos décadas después, la ciudadanía se manifiesta en contra de lo establecido y apuesta por deponer y reemplazar a los oficialismos.

Entre miles de aprendizajes a los que tuve acceso en mis años de consultoría, siempre me desveló uno en particular: cientos de políticos se preparan para disputar campañas de alto voltaje, para conformar equipos que funcionen en el devenir de esas campañas y puedan ir moldeando triunfos. Sin embargo, una vez que esa campaña terminó, muy pocos son los que están preparados para la segunda parte del plan: gobernar.

La política no es un juego de azar sino un tablero de estrategias, donde cada pieza es clave y donde la percepción es central. En el transcurso de las últimas ediciones de la Cumbre Mundial de Comunicación Política pudimos reflexionar con diferentes disertaciones que se adelantaban a este fenómeno de descontento, planteando un escenario de incertidumbre para muchos oficialismos.

La mirada de varios de estos especialistas se profundizó a través de Cumbre.Online, una multiplataforma basada en contenidos de comunicación política, donde varios colegas advertían sobre gobiernos que no contaban con equipos ni con una preparación adecuada para administrar lo que se avecinaba: un escenario crítico.

Esta falta de preparación ha provocado que, como a lo largo de casi toda su historia, Latinoamérica vuelva a encontrarse en etapa de ebullición por la acción de gobiernos que han provocado muchos daños a sus respectivas naciones.

Así, la democracia es sistemáticamente empujada a buscar mecanismos de adaptación que le permita sobrevivir a los nuevos tiempos. La sociedad cambió, y esa falta de interpretación de lo que realmente necesitaba el electorado generó que muchos oficialismos fueran derrotados.

Veamos algunos ejemplos.

En República Dominicana, el triunfo de Luis Abinader, un empresario con poca experiencia en política, marcó el final de dieciséis años de hegemonía en el poder del Partido de la Liberación Dominicana (PLD) y permitió la alternancia en el cargo por primera vez desde 2004.

¿Qué efectos terciaron de manera directa para que el pueblo dominicano decidiera un cambio tan drástico? En principi­o, la falta de un candidato sólido y confiable por parte del PLD. Gonzalo Castillo definitivamente no lo era, y cada nuevo segmento de la campaña se encargó de confirmarlo, con desaciertos que terminaron de dinamitar buena parte de su popularidad.

Finalmente, existió otro factor gravitante. A sólo tres meses de las elecciones presidenciales se llevaron adelante las municipales, pero estos comicios debieron ser suspendidos una vez iniciados debido a fallas del sistema electrónico. La plataforma de voto automatizado que se utilizaba por primera vez en el país presentó un problema que no dejaba ver la totalidad de candidatos y partidos políticos en las pantallas, propiciando una situación que generó acusaciones entre expresiones partidarias pero, sobre todo, un fastidio y un descontento creciente en la población que Abinader supo capitalizar.

En Bolivia, los bolivianos le dieron un rotundo “no” a la gestión de la presidente interina Jeanine Añez. El triunfo de Luis Arce, el candidato del Movimiento al Socialismo, fue una sorpresa hasta para él mismo. Sobre todo, por los más de 26 puntos que le sacó a su principal rival, el expresidente Carlos Mesa.

Ante la incertidumbre, la necesidad de liderazgos fuertes se hace imprescindible. En este aspecto, el caso de Bolivia puede sintetizarse precisamente en la falta de liderazgo de Añez, que provocó en la ciudadanía una evocación directa del pasado: la presidencia de Evo Morales.

En Estados Unidos, Donald Trump parecía tener el camino despejado para su reelección, todos los indicadores a nivel imagen y popularidad eran suficientes para sus sueños reelectorales… pero su figura empezó de golpe a caer en picada en la misma proporción en que se sumaban las víctimas mortales por el virus.

En solo una semana de abril del 2020, pasó del 54 por ciento de aprobación al 43 y desde ahí, no repuntó más. Tanto cayó que hizo posible lo que nadie imaginaba: que un mal candidato como Joe Biden se convirtiera en el presidente más votado de la historia, con casi 75 millones de sufragios.

El triunfo de Biden se consolidó en el rechazo a Trump.

En Perú, Pedro Castillo también fue una expresión de este péndulo ideológico de contrastes donde el voto “en contra de” en definitiva movilizó mas a los votantes que el sufragio en favor del proyecto de Castillo. En abril del año pasado, el maestro rural ganó la segunda vuelta con apenas cuarenta mil votos de diferencia a Keiko Fujimori, quien no aceptó fácilmente el revés en las urnas.

La manifestación de hastío del pueblo peruano fue contundente. Los escándalos de corrupción y el desmanejo de la pandemia, no le permitieron al presidente Martín Vizcarra ni siquiera terminar su mandato: en noviembre de 2020 el Congreso apeló a la vacancia presidencial por su “permanente incapacidad moral” y lo destituyó.

Ecuador constituyó otro ejemplo clave. El conservador Guillermo Lasso, un candidato que en la primera vuelta apenas había obtenido el 19,74 por ciento de los votos, consolidó el voto “anti Correa” que terminó llevándolo al Palacio de Carondelet. El vertiginoso impacto de la pandemia le quitó capacidad de reacción al oficialismo: Lenin Moreno cerró su gestión con una imagen negativa del 95 por ciento, una desaprobación que hizo totalmente inútil la elección de un candidato propio.

En Honduras, Juan Orlando Hernández llevaba ocho años en el poder y su partido, un total de doce. Pero su aventura también acabó en el último mes de noviembre, cuando la sociedad optó por dar un cheque en blanco a Xiomara Castro, primera mujer en llegar al poder en aquel país.

Castro, esposa del expresidente Manuel Zelaya, ya había sido primera dama y dos veces candidata. Honduras también votó mirando hacia el pasado, pero donde tampoco puede soslayarse la impericia del gobierno saliente a la hora de trazar una estrategia de campaña con fallas en los ejes planteados.

En Chile, con el mismo espíritu de dar vuelta de página al oficialismo, la sociedad decidió que el izquierdista Gabriel Boric se impusiera cómodo en segunda vuelta al ultraderechista José Kast.

En este caso, vale aclarar que no sólo el impacto de la pandemia influyó en el resultado: la debacle del ex mandatario Sebastián Piñera comenzó en octubre de 2019 con una revuelta popular nunca vista en la región.

Boric, por su lado, construyó una campaña que tuvo muchos aciertos, pero quizás el mas relevante fue plantear con mucha anticipación un escenario de segunda vuelta para sumar acercamientos políticos clave. Sin embargo, a tono con el hartazgo que evidencian la mayoría de los pueblos de latinoamérica, su popularidad hoy se encuentro en pleno decrecimiento, a menos de 100 días gobierno.

En Costa Rica, el candidato del partido oficialista, Welmer Ramos, obtuvo menos del uno por ciento de los votos, ubicándose en la décima posición de un proceso electoral que mostró claramente la insatisfacción de la ciudadanía con el gobierno.

Allí, el cóctel de corrupción y pandemia fue letal para terminar con otro oficialismo. A diferencia del virus que anula el olfato, en las instituciones democráticas parece haberlo aguzado: los electores de todos los países “huelen” la corrupción en la política y en las élites que viven de ella.

Colombia, Brasil y Argentina son los escenarios donde se librarán las próximas batallas pero los pronósticos, en principio, irán en consonancia con los anteriores.

En Brasil, el gerenciamiento de la pandemia resuena como una factura impagable para Jair Bolsonaro, el Presidente en ejercicio que deberá medirse con una figura que parecía del pasado, como José Inacio “Lula” da Silva, y que sin embargo emerge como el gran candidato a quedarse con la elección.

Argentina es un caso sumamente particular. El oficialismo está en su peor momento. La inflación está disparada, el Presidente Alberto Fernández y la Vicepresidente Cristina Kirchner no paran de pelearse y, como resultado de todo este caos, el hartazgo social crece y crece. La gente está cansada, lo anticipan las encuestas, que muestran una oposición en crecimiento y también a algunos candidatos que, con perfiles más congruentes con outsiders, darán pelea el año próximo.

En Colombia, un político surgido de las entrañas de la izquierda como Gustavo Petro cobró cada vez mayor protagonismo de la mano de una campaña bien diseñada y con fuerte presencia territorial.

Salvo que una alianza de centro logre ingresar a la segunda vuelta, Petro podrá cobrarse este año la revancha de la última elección donde, a pesar de haber cosechado ocho millones de votos, tuvo que reconocer la derrota ante Iván Duque, un presidente que termina su mandato como uno de los peores valorados en la historia del país.

Si eso ocurriera, Petro se transformará en el primer presidente colombiano de izquierda, con el inestimable guiño del hartazgo y la apatía que supieron cosechar los oficialismos de la región.

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