Por Alberta Pérez, @alberta_pv

Apenas diez días después de San Valentín, Vladimir Putin decide hacer la guerra y no el amor.

Se confirmaron las peores prospecciones posibles a las advertencias de los servicios de inteligencia estadounidenses, Kiev se vaciaba y a los dos días ese hueco era ocupado por las tropas rusas. Mientras tanto, la UE, Estados Unidos y Reino Unido comienzan a medir sus respuestas y a anunciar sanciones para intentar desmotivar a un Putin desatado que actúa con rapidez, amenaza con dejar a toda Europa sin gas y no ha dudado en abrir el melón de las armas nucleares.

Ante semejante caos varios medios han publicado noticias que alimentan la primera pregunta que toda persona de a pie se hace con el corazón en la mano, poniendo en duda la salud mental del presidente de Rusia, citando a diferentes fuentes que dicen observar una creciente imprevisibilidad en su forma de actuar, sospechosa de ser evidencia de un desequilibrio mental. Podría deberse a los efectos de tener un círculo cercano de personas excesivamente adulador y tóxico, al aislamiento de la pandemia, a una nostalgia imperialista herida, a un deseo ardiente de hacer historia, la crisis de los 70 o todo junto, o nada de esto. Quizás mostrarse impredecible es solo un arma más que busca elevar la presión hasta conseguir una explosión.

Entre bombardeos, y no es de extrañar, la paranoia ha contagiado al Gobierno de Ucrania, que dice sentirse abandonad­o por la comunidad internacional y ante esta situación ha decidido que entregar 18.000 armas a voluntarios y pedir a los ciudadanos que fabriquen cócteles molotov para defender la ciudad es una decisión coherente llegados a este punto. «Ucrania se está defendiendo y no renunciará a su libertad, piensen lo que piensen en Moscú. Para los ucranianos, la independencia y el derecho a vivir en su propia tierra según su voluntad es el valor más alto», dijo Zelensky en una conferencia de prensa.

El entorno donde mejor vive la propaganda es la guerra. A situaciones extremas, medidas desesperadas. De repente todo se expresa en términos absolutos como la mentira y la verdad, el bien y el mal, las víctimas y los agresores, los ganadores y los perdedores. Es una situación penosa en la que ambos bandos buscan situarse como antítesis de su contrincante, pero irónicamente se apropian de los mismos discursos, llenándoseles la boca con términos que apelan al ego más profundo de toda persona: responsabilidad, libertad, nobleza, derechos, la causa. Tanto Volodímir Zelenski como Vladimir Putin han pedido respectivamente a los ciudadanos rusos y ucranianos que se levanten contra el presidente de su país. Y occidente, sintiendo más de cerca el calor del conflicto que nunca, sale a las calles disimulando el temblor de sus rodillas causado por el temor que le genera sentir que por fin haya llegado el día en el que sus revoluciones personales se demuestren inútiles y no puedan seguir abriendo páginas en change.org para llenar sus redes sociales y su autoestima.

Dmitry Muratov, ganador del Premio Nobel de la Paz y editor jefe del periódico ruso Novaya Gazeta habla con The New York Times acerca de la presión que ha ejercido el Estado sobre los medios desde el primer momento, y admite que les ha prohibido el uso de las palabras “guerra”, “invasión” u “ocupación”. Sin embarg­o, ellos han tomado la decisión de mantener firmes sus ideales pese a que ello signifique aguardar a descubrir cuáles son las consecuencias. “Todos [en la editorial] teníamos claro que Putin, en su decisión, había destruido el futuro de las generaciones más jóvenes, que el país se convertiría en paria, que de ninguna forma íbamos a apoyar esta guerra”. Dando un paso al frente, afirma que continuarán trabajando mientras puedan, rindiendo cuenta a los mas de treinta millones de lectores en redes sociales: “Solo espero que todos nos mantengamos a salvo”. Si desapareciese un arma cada vez que una persona piensa lo mismo, tendríamos que pelearnos con las manos.

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