Iago Moreno

 @IagoMoreno_es

Especialista en Política Digital

El pasado 24 de abril, Pedro Sánchez, presidente del gobierno de España, se dirigió a la ciudadanía con una carta escrita para comunicarle su necesidad de “parar y reflexionar”. Según sus propias palabras, el poder de los bulos, la desinformación digital y una expansiva “galaxia digital de la ultraderecha” (sic.), habría comenzado a afectar no solo a la convivencia democrática, sino a su propio entorno familiar, llevándole a plantearse “si merecía la pena” seguir en el gobierno “o renunciar a tal honor”.

Los rivales políticos de Sánchez denostaron esta decisión como un ejercicio de victimización, restando credibilidad a sus palabras. Sin embargo, lo acontecido este abril en España marca un precedente global. A ojos de una mirada internacional, lo ocurrido da cuenta del enorme peso que la desinformación y las malas prácticas digitales están cobrando en la vida política de nuestros días. Por ello, que el presidente de un país como España se reconozca vulnerable ante esta amenaza — no solo en el plano político, sino también el personal — constituye un antes y un después en la intrincada historia entre comunicación política, redes y democracia.

Durante las últimas décadas, el auge de la desinformación online y otras malas prácticas digitales ha evolucionado y mutado en paralelo a las nuevas estrategias de comunicación política digital que hemos explorado en esta sección. En efecto, la colonización de todo tipo de plataformas digitales – del ‘viejo continente’ de Facebook y Twitter al ‘nuevo mundo’ de TikTok y X – ha ido acompañada por el auge de un amplio arsenal de ‘guerra sucia digital’. Un enorme repertorio de malas prácticas que abarca desde la construcción de redes de cuentas automatizadas (los llamados ‘bots’) a la movilización de enjambres de cuentas anónimas (las llamadas ‘cuentas troll‘).

En febrero de 2024, los ciudadanos europeos asistimos a la entrada en vigor de la Ley de Servicios Digitales, conocida por sus siglas en inglés como la DSA. Esta directiva convierte a la Unión Europea en una potencia pionera en la regulación de las llamadas ‘plataformas de muy gran tamaño’ (VLOPs por sus siglas en inglés) y podría tener un impacto determinante en minar la nociva influencia de muchas estas malas prácticas; un cambio que condicionaría profundamente el futuro de la comunicación política. Sin embargo, el camino no estará libre de obstáculos y las elecciones al Parlamento Europeo del próximo 9 de junio serán su primera ‘prueba de fuego’.

Con la entrada en vigor de la DSA, las instituciones europeas elevan el nivel de escrutinio al que han de someterse las VLOPs, las 19 plataformas que hoy congregan más de 45 millones de usuarios. En la práctica, esto implica que gigantes tecnológicos como META o Google —propietarios de plataformas tan importantes en la comunicación política de nuestros días como Instagram, Facebook o YouTube — han de cumplir con criterios mucho más exigentes en materias tan importantes como la lucha contra la desinformación o la colaboración con las instituciones electorales en momentos clave. ¿Somos conscientes de cuán distinta habría sido la historia reciente de la comunicación política si nuestras democracias hubiesen dado antes pasos en esta dirección?

La DSA establece obligaciones concretas para las plataformas, que tendrán que reforzar sus sistemas de moderación, eliminar aquellos contenidos que vulneren la legalidad europea y mitigar la circulación de los que puedan causar daños irreparables. Pero, además, sobre el papel también obliga a las VLOPs a asumir unos niveles de transparencia mayores respecto a sus modelos de publicidad, explotados de forma torticera en campañas reconocidas por el peso abusivo de malas prácticas como la del Brexit, en 2016.

Como profesionales de la comunicación política hemos de tener en cuenta cuán crucial son estos cambios, entre tantos otros, para el futuro de la comunicación política, que debe volver a encontrar su centro de gravedad en las ideas y las propuestas, alejándose del agujero negro de los discursos del odio, la manipulación digital y la fabricación a escala industrial de bulos y mentiras.

A estas alturas, resulta evidente que la carga innovadora de muchas de las tecnologías y técnicas que están transformando nuestro día a día – desde la inteligencia artificial a la microsegmentación – pueden tener una infinidad de aplicaciones positivas, pero estas aplicaciones sirven de poco si las eclipsa su instrumentalización destructiva. Pongamos dos ejemplos prácticos. No es lo mismo facilitar chatbots a los ciudadanos para poder ‘dialogar’ con programas electorales interactivos a que la discusión política en redes como X esté masivamente influenciada por redes de bots. Igualmente, una cosa es que la microsegmentación se utilice moderadamente para atender la diversidad de preocupaciones y demandas existente en el electorado y otra bien diferente es que se utilice con fines destructivos, aprovechando la opacidad de los modelos de publicidad para desmovilizar sectores concretos del electorado contrario.

Como explica el sociólogo Jorge Moruno, los debates en torno a la tecnología suelen distorsionarse profundamente, como si la cuestión de fondo fuese elegir entre “las velas” o “la bombilla”. No nos engañemos, la cuestión es bien distinta. La aceleración constante del cambio tecnológico nos obliga a pensar en sus vertiginosas consecuencias y plantearnos esta cuestión con honestidad nos debería llevar a obrar en consecuencia.

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