Por Alfredo Rodríguez @protocolodigit Profesor universitario y consultor en asuntos internacionales

Europa tiene un problema de identidad. Si el lector se toma la molestia de abrir Google y escribir “Marca Europa” se dará cuenta de ello; el resultado es decepcionante ya que apenas se obtienen resultados relevantes.

Cualquier organización necesita una marca, unas señas de identidad que transmitir a sus públicos objetivos. Lo tuvo claro el primer Gobierno Rajoy cuando creó, en el Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, una Dirección General de Medios y Diplomacia Pública, y retomó el proyecto Marca España que tímidamente inició el presidente Aznar y quedó en el olvido en las dos etapas de Rodríguez Zapatero; la mejor ayuda para superar la crisis era transmitir una identidad paraguas en el exterior que amparase productos y servicios españoles y que combatiese las insidias de The New York Times y The Economist, entre otros medios anglosajones que, en esos años de crisis, se hicieron evidentes en reportajes y portadas.

Lo tiene claro la OTAN, que cuenta con una división de diplomacia pública dedicada en exclusiva a informar de las señas de identidad de la Alianza y que fomenta las actividades encaminadas a decir y explicar lo que es la organización y para qué sirve y actúa.

Sin embargo, la Unión Europea, ese mecanismo complejo, de gran cantidad de instituciones y de sedes en algunos casos duplicadas, no da con la tecla adecuada para crear una verdadera Marca Europa, con unas señas de identidad únicas, comunes y claras. Esta complejidad institucional junto con la falta de una planificación clara, y la todavía preponderancia de los gobiernos nacionales frente a la comunidad en determinadas políticas, dañan la imagen de la Unión y hacen que su comunicación sea imprecisa.

A pesar de tener un departamento de comunicación en la propia Comisión, los movimientos antieuropeístas le ganan la partida. Los canales de comunicación institucionales suelen generar poca confianza; las instituciones pierden credibilidad por su lejanía al ciudadano y por la imagen que, en los últimos tiempos, están dando quienes las gestionan, y el usuario de esas instituciones, que las alimenta con sus impuestos, se pregunta para qué sirven, sin fiarse de que la respuesta dada a través de esos canales tradicionales sea algo más que un mero cliché. Este hecho aumenta la necesidad de realizar más y mayores esfuerzos utilizando una herramienta también al servicio de la acción exterior, la diplomacia pública, mediante una estrategia bien planificada y unas acciones con objetivos definidos a medio y largo plazo que convenzan al contribuyente de la necesidad de mantener las estructuras de la UE.

Para ello, la comunicación estratégica, el fomento de la identidad de marca y las relaciones públicas, son herramientas imprescindibles para convencer a la audiencia de que vale la pena apoyar los valores de la Unión.

Si bien es cierto que antes hay que establecer puntos comunes, más allá de los meramente económicos que son los que parecen ser el vértice de la UE en este momento. A la diplomacia pública se le ayuda con puntos de encuentro y sin discrepancias, con una planificación inequívoca; y una de las claves de esta falta de unión es la política exterior y de seguridad común, tan poco clara en el seno de la organización supranacional.

A los países les resulta complicado el fomento de sus señas de identidad; cuánto más a los organismos internacionales; la mayor parte de los ciudadanos piensan, en el caso de la UE de forma equivocada, que el trabajo que desempeñan es demasiado complicado y ajeno a las preocupaciones diarias; ese es el error del ciudadano, y es el trabajo de la inexistente diplomacia pública de la UE.

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