EVA BAROJA , @eva_baroja, Periodista y filóloga.

Con el paso de las décadas, Isabel II se convirtió en una experta en comunicación de crisis. Aunque toda su vida fue retransmitida por las cámaras de televisión, se ha llevado consigo sus opiniones políticas y su faceta más personal.

¿Cómo se rebate ante la prensa que tu hijo favorito no forma parte de la red de tráfico sexual más mediática de las últimas décadas? ¿Cómo te defiendes de las acusaciones de racismo de la mujer de tu nieto? Y, sobre todo, ¿cómo compites en popularidad con la princesa más querida de la historia de las monarquías europeas? A todos esos interrogantes se tuvo que enfrentar la reina Isabel II durante las más de siete décadas que duró su reinado, y, pese a todo, a los 96 años consiguió que su vida terminase en el momento álgido de su popularidad.

La liturgia de su funeral, que pasará a la historia como el mayor evento televisivo del siglo, ha marcado el fin del dominio de la pequeña pantalla que empezó con su coronación en 1953. También, ha reforzado algunos de los pilares que han sostenido su liderazgo y su forma de comunicar. Desde la total discreción en torno a su vida personal hasta su capacidad para adaptarse a los medios de comunicación de masas y a las nuevas tecnologías. No sorprende, por lo tanto, que su muerte fuese anunciada a los ciudadanos a través de Twitter, la red social en la que los Windsor abrieron el paso a otras casas reales.

La figura de la reina Isabel ha sido un elemento unificador para los británicos, un espejo en el que reconocerse y un seguro al que aferrarse. El país cambiaba, pero su cara permanecía en los billetes y seguía saludando con su sonrisa indescifrable desde el Palacio de Buckingham. Como escribió el corresponsal de EL PAÍS Rafa de Miguel en la crónica de su muerte, “Isabel II se convirtió en la clave de la bóveda de su arquitectura constitucional. La representación visible y el anhelo de estabilidad y unidad de un país fragmentado”. Su reinado ha sido un constante discurrir entre la cercanía y el misticismo, la tradición y la innovación y una comunicación de crisis que ha ido perfeccionando con el paso de las décadas.

“Nunca te quejes, nunca te expliques”

Uno de los puntos fuertes del liderazgo de la reina durante estos últimos setenta años ha sido, simplemente, no decir nada. Estar y cumplir con lo que se esperaba de ella para que los demás interpretasen sus silencios. Muy pocas veces, incluso en los momentos más duros de su vida, se dejó llevar por los sentimientos o por la emoción. Hay una frase que, según varios historiadores, ha repetido una y otra vez a sus hijos y nietos: “Never complain, never explain”. Nunca te quejes, nunca te expliques.

Conoció a quince primeros ministros, desde Churchill hasta la actual primera ministra Liz Truss, pero nunca expresó directamente lo que opinaba ni se pronunció sobre temas como el colonialismo, el divorcio, la política o el brexit. Ni siquiera cuando algunos sectores de la opinión pública británica la acusaron de estar a favor de la salida de la Unión Europea. Todo después de firmar el decreto de la inédita disolución del Parlamento presentado por Boris Johnson. Una polémica que terminó cuando la Corte Suprema del Reino Unido sentenció que pedir a la reina que suspendiese el Parlamento era un acto ilegal.

Aunque toda su vida fue retransmitida por las cámaras, documentada por los periódicos y llevada al cine y a la televisión, la reina Isabel se ha ido habiéndose llevado consigo su faceta más personal. ¿Cómo era como mujer? Nadie sabe cómo se comportaba realmente en la intimidad. Robert Lacey, historiador, biógrafo y uno de los consultores de The Crown admitía en una entrevista a propósito de su Jubileo de Diamante que, a pesar de llevar casi cuarenta años escribiendo libros y artículos sobre la familia real, la esencia de la reina seguía siendo un enigma para él. “Creo que esa ha sido su gran fortaleza”, sentenció.

“Para que nos crean, nos tienen que ver”

El 2 de junio de 1953, veinte millones de británicos se juntaron con familiares y amigos para ver por primera vez la coronación de Isabel II a través de sus televisores. Lejos de la isla, cien millones de telespectadores en Estados Unidos, Canadá y otros países de la Commonwealth asistieron en diferido, pero igualmente atónitos, a este evento que inauguró la época dorada de la televisión y que dobló su número de licencias en Reino Unido.

Aunque en un primer momento la reina tenía miedo de romper la tradición y abrir al público la ceremonia, su marido Felipe de Edimburgo consiguió convencerla. Desde entonces, Isabel II fue abrazando poco a poco los avances tecnológicos y abriendo su vida a las cámaras y a los medios de comunicación, aunque siempre dentro de unos límites. “Para que nos crean, nos tienen que ver”, solía decir a secretarios y asesores. Pero, ¿cómo acercarse a la gente sin que desapareciese la mística que les elevaba?

Este fue el gran problema que tuvo Royal Family, un ambicioso documental grabado en 1969, que permaneció oculto durante décadas en los archivos reales de Windsor. El film, que seguía el día a día de su familia a través de escenas cotidianas, tenía como objetivo reforzar la popularidad de la institución y, también, humanizarla. Quizás, demasiado. En él, se podía ver a la reina aliñando una ensalada, al príncipe Eduardo aprendiendo a leer o al duque de Edimburgo asando salchichas en Balmoral. Como explica Enric González en su libro Historias de Londres, el componente místico de la monarquía “empezó a tambalearse aquel día en el que la magia y el misterio fueron penetrados por las cámaras de la televisión”.

La reina de Twitter

A la reina tampoco le costó subirse al “carruaje” de las redes sociales. En 2007, los Windsor crearon su propio canal de Youtube. Y en 2009, se convirtieron en la primera familia real europea en abrirse una cuenta de Twitter. La monarquía española no lo hizo hasta 2014 —cuando accedieron al trono Felipe y Letizia—, la familia real belga se la abrió en 2013 y la holandesa en 2010. Desde hace varios años, los Windsor tienen también una amplia presencia en Instagram, red social en la que comparten vídeos e instantáneas de los actos, eventos y causas en los que participan, pero también de su vida familiar y de sus hijos. Los nuevos príncipes de Gales, Guillermo y Kate, cuentan con 14,5 millones de seguidores. Los duques de Sussex, con 9,6 millones.

Con sus propios canales de comunicación de masas la reina empez­ó a llevar la iniciativa comunicativa. Eran ellos mismos quienes controlaban las imágenes y los vídeos que llegaban a los medios. La reina era consciente de ello, y por eso, en ocasiones especiales como los Juegos Olímpicos o su Jubileo de Platino, no tuvo problema en innovar y en participar en divertidos spots como cuando voló en helicóptero junto a James Bond o tomó el té con el famoso osito Paddington. Aunque hay un dato sorprendente. Sin contar los mensajes navideños, la reina solo se ha dirigido a la nación por televisión en cinco ocasiones: en la primera Guerra del Golfo, tras la muerte de Diana y de su madre, en su Jubileo de Diamante y durante la pandemia en 2020.

Aberfan y Lady Di: la reina suspende en empatía

Las mayores crisis de comunicación que tuvo que afrontar durante su reinado surgieron en el seno de su propia familia. Los escándalos de su marido, que siempre fue un verso libre, de sus hijos y de sus nietos hicieron oscilar su popularidad y, en algunos momentos, incluso hundirla. Así ocurrió en 1992, su annus horribilis, como ella misma confesó en el palacio Guildhall de la City de Londres. Había visto arder Windsor, sus hijos Ana y Andrés se acababan de divorciar y los escándalos de la tormentosa relación entre Carlos y Diana ocupaban las portadas de todos los tabloides.

Aunque aquel no fue su único año para olvidar. Después vendría el fatídico 1997. “Show us you care”, muéstranos que te importa, titulaba la portada de The Express después de que la reina estuviese cinco días encerrada en Balmoral tras el accidente de Diana y de que la bandera de Buckingham no ondease a media asta. “La reina hizo lo que siempre hace: cerrar las cortinas y de cara al público actuar como si nada horrible hubiera pasado. Eso es lo que hubiesen hecho su padre y su abuelo. No vio el estado de ánimo del país porque estaba en su torre de marfil”, dijo Ingrid Seward, la editora de Majesty Magazine.

Isabel II volvía a tropezar en la misma piedra y a cometer el mismo error que en Aberfan. En este pueblo de Gales, en 1966, una avalancha de lodo sepultó una escuela, llevándose por delante a 144 personas, muchos de ellos niños. La reina, en lugar de acudir al lugar de la catástrofe, mandó a su marido. Fue una actitud tan criticada por la prensa y la opinión pública que finalmente tuvo que ir una semana después para mostrar su dolor y dar el pésame a las familias. Esta forma de gestionar la tragedia, como confesó su exsecretario privado, Martin Charteris, fue para ella uno de sus grandes errores. Tanto, que marcó un punto de inflexión en su vida, esforzándose a partir de entonces por acercarse y reforzar su empatía con los ciudadanos británicos.

En la crisis de Aberfan, la reina supo reaccionar a tiempo y dar la cara antes de que fuese demasiado tarde. También tras la muerte de Diana. Ya en Londres, dio un discurso televisado de unos tres minutos, en directo desde Buckingham, con el homenaje floral a Diana de fondo. Por primera vez, hablaba como reina, pero también, matizó, como abuela: “Diana era un ser humano excepcional al que admiré y respeté por su energía, aliento y, sobre todo, por su devoción a sus hijos. Nadie podrá olvidarla».  Esta rectificación surtió efecto y puso punto y aparte al descontento popular.

Megxit y el príncipe Andrés: cortar por lo sano

La reina ha sabido mirar a largo plazo y sobreponerse a las circunstancias del momento, demostrando una gran capacidad de resistencia. Y con el paso de las décadas ha ido perfeccionando su comunicación de crisis. Por ejemplo, concediendo la mínima importancia al Megxit y a las acusaciones de racismo de la mujer de su nieto. En ambos casos, intentó cambiar el foco y evitar que creciese la polémica a través de comunicados conciliadores, incluso, cariñosos. Esto dijo tras el anuncio de Harry y Meghan: “Aunque hubiésemos preferido que siguiesen siendo miembros a tiempo completo de la Casa Real, respetamos y entendemos su deseo de vivir una vida familiar más independiente”. Después de las graves palabras de Meghan en la entrevista de Oprah Winfrey, la reina dijo en un comunicado que lo investigarían en privado y les mostró su cariño como abuela: “Siempre seréis unos miembros de la familia muy queridos”.

No actuó con la misma tranquilidad tras la entrevista que concedió su hijo Andrés en la BBC. El duque de York lo hizo sin pedirle permiso y en ella quedó patente que mentía sobre su vinculación a Epstein y su relación con Virginia Roberts, una de las víctimas de la red de tráfico sexual que le acusó de haber abusado de ella. Así lo explica Dick Arbiter, el portavoz de prensa de la reina de 1988 a 2000, en Las últimas batallas de Isabel II: “Cuando la reina se entera de la entrevista, no es que se mostrara sorprendida, estaba furiosa porque un miembro de su familia, su propio hijo, les había arrastrado a todos al desastre y les había llenado de vergüenza”. Dos meses después, cuando el juez desestimó la petición para sobreseer el caso, la reacción de Isabel II fue rápida, contundente y sin precedentes: le expulsó de la Casa Real y le retiró todas sus funciones.

El deber por encima de todo

“He sentido que estaba viviendo el final de una era. Soy una afortunada”, dijo emocionada Pippa, una mujer de Whitstable, una localidad costera del condado de Kent, a la reportera de la BBC. Salía del Palacio de Westminster. Era una de las 250.000 personas que d­urante cuatro días habían esperado una media de catorce horas de cola para presentar sus respetos a la reina de Inglaterra. A su reina. La más longeva y popular. La mujer que siempre había estado ahí: imperturbable, inmutable, casi inmortal.

Isabel II asumió, desde muy joven, el sentido del deber, de la ejemplaridad y del compromiso con el pueblo británico. Desde que, el día de su coronación, el arzobispo de Canterbury le colocó en el dedo anular la alianza de Inglaterra (“the wedding ring of England”). Un anillo de zafiros y rubíes que simbolizaba la unión eterna del monarca con su nación. “No puedo llevaros a la guerra, no puedo legislar o administrar justicia —les dijo en su primer mensaje navideño por televisión—, pero puedo hacer otra cosa: puedo daros mi corazón”. 

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