Por Virginia García Beaudoux, @virgbeaudoux, Especialista en comunicación política con perspectiva de género, @communicationxxi

El concepto “trampa 22” fue acuñado por el escritor Joseph Heller en la novela bélica homónima, Catch 22. Alude a una situación paradojal de la cual una persona no puede escapar porque las condiciones o términos encierran una contradicción o mutua dependencia que no se puede resolver: a los jóvenes con frecuencia no los contratan por su falta de experiencia, y no tienen experiencia porque no los contratan. En la comunicación del liderazgo de las mujeres que se dedican a la política, existe una poderosa trampa 22 en la que se les induce a caer cuando las tareas de asesoramiento y consultoría se realizan sin perspectiva de género.

No cabe duda: el liderazgo es masculino. Así lo establece uno de los estereotipos más extendidos y dominantes en nuestra cultura, que es también uno de los más injustos e imprecisos. Eso significa que no da lo mismo ser hombre o ser mujer en la política. A primera vista, se tiende a pensar que es un problema de América Latina; pero lo cierto es que en Estados Unidos y en numerosos países de Europa nunca conocimos una mujer jefa de Estado o de gobierno. Francia jamás tuvo una presidenta y solo una primera ministra; y en España hasta el momento ninguno de los grandes partidos acudió a las urnas siquiera una vez presentando una candidata. Existe un sesgo inconsciente de género que nos hace pensar que el liderazgo es masculino y que los hombres son líderes innatos. Cuando una mujer lidera, en cambio, debe dar pruebas reiteradas de estar en capacidad de hacerlo, porque desafía ese estereotipo tan arraigado que indica que el liderazgo tiene género y es masculino. Hemos establecido una identidad entre el liderazgo y las características que cultural y arbitrariamente determinamos que definen a “lo masculino” –por ejemplo, ejecutividad, asertividad, ambición, racionalidad, capacidad de dirigir, fortaleza-; y no así con lo que socialmente hemos estipulado que son los rasgos “propios de lo femenino”. Ese sesgo inconsciente, que incorporamos todas las personas en los procesos de socialización desde la infancia, resulta en prejuicios respecto de las habilidades para liderar que presumimos que tienen varones y mujeres, ubicando a las mujeres en situación de desventaja en las preferencias de la ciudadanía y de los votantes a la hora de elegir a quienes consideran seres idóneos para gobernar, legislar, y solucionar los problemas públicos y políticos. Es un estereotipo tan sólido, que hasta se ve reflejado cotidianamente en la comunicación a la que nos exponemos a diario: de 127 personajes con cargos políticos que vemos actualmente en series de televisión, solo doce son mujeres.

No da lo mismo ser hombre o ser mujer en la política

Lamentablemente, cuando se brinda asesoramiento en actividades de consultoría a candidatas y mujeres políticas, en reiteradas ocasiones no se tiene en cuenta ese factor crucial. Al igual que a los candidatos y políticos hombres, se les recomienda que enfaticen en su comunicación, en sus redes sociales y en sus apariciones públicas sus habilidades blandas de liderazgo, es decir, habilidades tales como la empatía, la escucha activa, la cooperación y la inteligencia interpersonal. En el caso de ellos, esa recomendación suele funcionar bien porque, erróneamente, se descuenta que los hombres líderes traen consigo por default y por naturaleza habilidades duras de liderazgo, tales como la ejecutividad, la capacidad de dirección, administración y planificación estratégica. Por lo tanto, cuando políticos y candidatos comunican públicamente destrezas y habilidades blandas, eso les suma valor, los hace verse como mejores y más completos líderes. Cuando ellos comunican estar en posesión de habilidades blandas de liderazgo, el sesgo inconsciente nos lleva a inferir automáticamente que además de las duras tienen las blandas.

Erróneamente se descuenta que los hombres líderes traen consigo por default y por naturaleza habilidades duras de liderazgo

En el caso de las mujeres, sucede todo lo contrario. No solo no se da por sentado que tienen habilidades duras para liderar, sino que cuando comunican habilidades blandas de liderazgo, la asunción automática e inconsciente de la ciudadanía es que lo hacen porque carecen de las otras, de las habilidades duras, y las blandas son lo único que pueden mostrar. Se asume que, por el mero hecho de ser mujeres, ya vienen “genéticamente” equipadas con habilidades blandas, pero en ningún caso se descuenta que poseen las duras, que son además las más valoradas. Para quienes, como en mi caso, reciban un correo una vez al mes en el que les ofrecen cursos y entrenamientos diversos para potenciar sus habilidades blandas de liderazgo, afirmando que ellas son la clave que garantizará el éxito a líderes y lideresas del siglo XXI, permítanme referirlos a los resultados de un estudio publicado en Frontiers in Psychology en octubre de 2018, r­ealizado por los investigadores Vial y Napier de la Universidad de Yale y la Universidad de Nueva York respectivamente, que evidencia que no asignamos el mismo valor a las habilidades duras y blandas. A la hora de evaluar atributos de liderazgo, las personas continuamos asociando el liderazgo y valorando más a las y los líderes que exhiben características como habilidad de análisis, de planificación, dirección estratégica, ejecutividad, competitividad, agencia y asertividad. En otras palabras, las viejas y bien conocidas habilidades duras de toda la vida. Las habilidades blandas se valoran muy positivamente también, pero únicamente en tanto y en cuanto vengan a complementar a las duras, a las que se considera primordiales y definitorias del liderazgo.

¿Cuál es «la trampa 22» para las mujeres dedicadas a la política?

Si enfatizan en su comunicación las habilidades de liderazgo político blandas, que de antemano son las consideradas propias de su género, se asume que lo hacen porque carecen de las destrezas duras del liderazgo. Pero aquellas que en su comunicación contradicen la prescripción de género y exhiben c­omportamientos catalogados como “masculinos” a la hora de liderar, por ejemplo, comunicando ambición, orientación al poder, una tendencia a dirigir y ponerse al mando o a asumir riesgos, suelen ser percibidas negativamente y etiquetadas como mandonas, mujeres desagradables, mujeres atípicas y “raras” en las que no se puede confiar. El desafío para e­vitar que las mujeres caigan en la trampa 22 es la doble tarea de comunicar que cuentan con habilidades duras y blandas, brindarles un asesoramiento técnico que les permita comunicar de manera efectiva que están en posesión de ambos tipos de atributos de liderazgo: los duros y los blandos.

Otro error frecuente, pariente cercano del que acabamos de catalogar, que se suele cometer en el asesoramiento con mujeres políticas y candidatas, es aconsejarles que en su comunicación enfaticen aspectos de sus vidas personales y cotidianas, que se muestren en actividades con sus familias, con el objetivo de generar cercanía emocional con la ciudadanía o el electorado. Esa indicación, que en numerosas ocasiones resulta efectiva para los hombres de la política, es un suelo peligrosamente resbaladizo para las mujeres. Una vez más, a causa de nuestros sesgos perceptuales inconscientes, cuando vemos, leemos o escuchamos a un hombre político, asumimos automáticamente que la política es “su” dominio, “su” reino, y que el espacio público es suyo desde siempre y les es tan natural como el agua al pez. Por esa razón, cuando comparten imágenes de sus vidas privadas, que los retratan como padres amorosos que se ocupan sus hijos, como compañeros considerados involucrados en las tareas de cuidado y del hogar, o en su día de compras en el supermercado, eso les suma, porque les aporta una cuota de cercanía humana.

Las habilidades blandas se valoran muy positivamente también, pero únicamente en tanto y en cuanto vengan a complementar a las duras

Les tengo una noticia: cuando vemos a una mujer política, el primer estereotipo que se activa y nos viene a la mente es el que reafirma que el espacio natural de las mujeres es el mundo de lo doméstico, de lo privado, e inconscientemente surgen preguntas y cuestionamientos tales como “¿será capaz de compatibilizar la cantidad de horas del día y de la noche que la política implica pasar fuera de la casa, con el cuidado de su familia y de sus hijos?”. Las mujeres, ya son familiares, cercanas y cotidianas, por lo que no necesitamos reforzar esa imagen en su comunicación. Todo lo contrario: nuestro desafío desde el asesoramiento técnico y la c­onsultoría política profesional es ayudarlas a posicionarse y a visibilizarse en el espacio público y político, comunicar para desafiar y cambiar el imaginario social dominante.

Si continuamos al ritmo actual cerrar la brecha otros 95 años

Recordemos, además, que los medios de comunicación dan un tratamiento diferente a las mujeres que a los hombres de la política: el trato que ellas reciben suele ser más familiar e irreverente, se realizan más comentarios acerca de sus vidas privadas y estado sentimental, se cuestiona con más frecuencia si están preparadas para el cargo que ocupan o pretenden, el tuteo en las entrevistas es más frecuente, en muchos casos las mencionan por sus nombres despojadas de sus apellidos, reciben más preguntas acerca de cómo se las ingenian para compatibilizar la carga doméstica con la del trabajo público, la vestimenta y apariencia de ellas recibe mucha más atención en los medios que la de ellos, y la edad de las mujeres políticas es un tema más frecuente de interés para los medios que la de sus colegas varones.

Mis observaciones acerca de la “trampa 22” provienen de lecciones aprendidas en el territorio de la consultoría, acompañando codo a codo a mujeres políticas y candidatas electorales. Lecciones aprendidas después de haberme equivocado en diversas oportunidades por no haber tenido en cuenta la necesidad de incorporar la perspectiva de género en el diseño de sus estrategias de comunicación. Lecciones aprendidas después de haber cometido errores al asesorarlas por no anticipar que ellas, por el hecho de ser mujeres, recibirían un tratamiento diferente de la ciudadanía y de los medios. Lecciones aprendidas por ensayo y error después de haber tenido la oportunidad en los últimos años de asesorar y conocer a más de 3.500 mujeres de la política en países tan diversos como México, Guatemala, El Salvador, Honduras, Costa Rica, Panamá, República Dominicana, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Paraguay, Chile, Argentina y Uruguay. Sin importar si son candidatas o políticas en funciones; si ocupan cargos ejecutivos o legislativos, si son de partidos políticos mayoritarios o minoritarios, gobierno u oposición, representantes nacionales o de gobiernos locales, pertenecientes a mayorías o minorías étnicas, jóvenes o mayores; he podido constatar a través del día a día de sus experiencias que a su paso encuentran trampas y desafíos que se repiten una y otra vez, sin importar la latitud geográfica. Estereotipos, obstáculos, y trampas que la política las obliga a sortear a sola razón de su género, y que constituyen poderosas barreras para sus posibilidades de acceso y permanencia en cargos políticos.

Los medios de comunicación dan un tratamiento diferente a las mujeres que a los hombres de la política

Las cuestiones a las que me refiero tienen consecuencias reales que perjudican a las mujeres en los escenarios políticos. A pesar de los avances, únicamente 19 de 193 países tienen una jefa de Estado o de gobierno, y apenas nueve tienen al menos 50 % de mujeres ministras en sus gabinetes. Según el reciente reporte 2020 del World Economic Forum, que mide las brechas de género en salud, educación, trabajo y política, aún resta mucho por hacer para lograr la paridad. Aunque la brecha en el ámbito de la política ha mejorado, el informe llama la atención sobre el hecho de que la política continúa siendo el área en la que, a pesar de los avances, se ha realizado el menor progreso hasta la fecha. En la actualidad, las mujeres ocupan solo 25,2 % de las bancas en las cámaras bajas de los parlamentos del mundo, y 21,2 % de las carteras ministeriales. Si continuamos al ritmo actual cerrar la brecha requerirá otros 95 años, es decir, la vida de una persona longeva. Requerirá que mi sobrina Lola, de catorce años, goce de buena salud otros 81 años más para que en su vejez tardía pueda ser testigo de que la política, que ya hoy mueve sus opiniones y curiosidad, la incluye en igualdad de condiciones y oportunidades. Me pregunto y les pregunto: ¿es justa esa situación?, ¿es esta una conversación para estar manteniendo en la tercera década del siglo XXI? Lamentablemente lo es, aunque no debería serlo. Está en nuestras manos, en nuestras acciones y decisiones diarias, reducir esos 95 años hasta cerrar la brecha que nos permita lograr un mundo paritario.

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