Anita Pereyra, @palasatina

Periodista apasionada por Latinoamérica y estudiante avanzada de la Licenciatura en Ciencias Políticas de la Universidad Nacional de San Juan, Argentina.

Luiz Inácio Lula da Silva asumió la presidencia de Brasil el pasado 1 de enero, tras ganar las elecciones con el 50,9 por ciento de los votos en segunda vuelta. La fórmula presidencial del Partido de los Trabajadores (PT) venció al expresidente Jair Bolsonaro por un margen de más de 2 millones de papeletas.

A continuación, me propongo abordar tres aspectos clave para comprender la victoria del líder de izquierda en el país y el desafiante contexto nacional con el que tendrá que lidiar su administración.

Adaptación política (léase populismo)

Brasil, 2006. Lula da Silva, tras terminar su primer mandato presidencial, conquistó la reelección luego de vencer en segunda vuelta a Gerardo Alckmin, candidato del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB).

El PSDB nació en 1988 como una escisión del ala más progresista del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB). Abanderaba una agenda liberal socialdemócrata y pretendía instalar un sistema estatal bienestarista, ubicándose en la centro-derecha del espectro ideológico político. Su alianza con el P­artido del Frente Liberal durante la presidencia de Fernando Enrique Cardoso (1994-2002), sumado al desencanto social con el sistema de partidos a principios de la década, socavaron su lugar como representante de los valores socialdemócratas y lo cedieron al Partido de los Trabajadores (PT) en 2003, con la victoria de Lula da Silva.

Tal y como explica Goldstein (2012), el principal desafío para los candidatos pessebistas radicaba en el estrecho vínculo que el líder del PT había logrado establecer con las clases más empobrecidas del país, especialmente en la región del nordeste. Gerardo Alckmin, entonces gobernador de Sao Paulo, se convirtió en el mejor candidato del PSDB para competir con Lula. Anestesista de profesión y de ideología conservadora, Alckim consolidó un discurso enfocado en la eficiencia de la gestión pública. Con una lógica política mucho menos pasional que algunos de sus colegas, logró aprovechar las críticas al gobierno por la supuesta corrupción e ineficiencia de sus políticas sociales y conquistar el 41,6 por ciento de los votos en primera vuelta.

Brasil, 2022. Dieciséis años después, Lula da Silva y Alckmin configuran la fórmula política que liderará el país hasta 2026. El nuevo vicepresidente lleva consigo un ejercicio implícito de moderación por parte del PT, que permite proyectar mejores condiciones de gobernabilidad en el país. Esta adaptabilidad del Partido de los Trabajadores, ideológicamente contradictoria para muchos, es explicable si analizamos la propuesta política de Lula bajo la lente de un fenómeno muy característico de la región: el populismo.

Aunque se trata de una categoría política muy utilizada, principalmente en Latinoamérica, la conceptualización teórica de ‘populismo’ sigue representando un auténtico desafío. A los fines de este artículo voy a atenerme a la propuesta de Ernesto Laclau en La razón populista (2005). En esta obra, el autor identifica seis etapas en el proceso de formación de los movimientos populistas.

En una primera etapa, las demandas sociales no logran ser absorbidas por los canales institucionales. El Gobierno de Bolsonaro marginó sistemáticamente las demandas de grupos minoritarios como los pueblos originarios y las organizaciones activistas por el medio ambiente. La mayor demanda social insatisfecha, sin embargo, se produjo durante la crisis sanitaria por la pandemia de la COVID-19. Bolsonaro demostró ser un líder incompetente durante una situación de emergencia que afectó a millones de personas y terminó con la vida de casi 700.000 brasileños.

Tras eso, dice Laclau (2005), estas demandas desarrollan una relación de solidaridad o equivalencia entre sí y cristalizan en torno a símbolos comunes. El antagonismo con el régimen ultraderechista de Bolsonaro se convierte en una lógica homogeneizante por oposición que habilita una alianza entre Lula da Silva y Alckmin, su otrora oponente político.

En una cuarta etapa, estos símbolos son capitalizados por líderes que logran conducir un proceso de identificación popular de las masas frustradas. Lula da Silva logró encauzar la decepción social por la administración bolsonarista bajo un programa político que prioriza las políticas sociales, cuya legitimidad descansa en los éxitos que obtuvo durante su anterior gestión (2003-2011).

Finalmente, las últimas dos etapas refieren a la construcción del pueblo como un actor colectivo que es capaz de confrontar el régimen existente y cambiarlo. La presencia de Lula y el PT en algunas de las últimas manifestaciones contra el régimen de Bolsonaro, y el llamado a las urnas para votar no sólo a favor del Lula sino principalmente en contra del entonces presidente, reflejan la culminación de este proceso.

Un desafío de gobernabilidad

Previo al resultado electoral, en Brasil se observaba un escenario de altísima polarización, la proliferación de fake news, y el aumento de los índices de violencia y crímenes por razones políticas. Tras el balotaje, el estrecho margen de votos que le dio la victoria a Lula completó el bingo de indicadores que señalan grandes desafíos de gobernabilidad en el horizonte del presidente recién electo.

La cuestión de la gobernabilidad no se limita a los votantes. De hecho, Lula no ganó en primera vuelta en ninguna de las oportunidades en las que conquistó la presidencia. El desafío es articular un proyecto de gobierno con alcaldes, gobernadores y congresistas bolsonaristas que siguen apostando por lógicas discursivas de ultraderecha con las que es muy difícil negociar.

En el caso del Congreso, la situación presenta un escenario particularmente difícil para la nueva administración nacional. El 30 de octubre de 2022, además de celebrarse la primera vuelta de las elecciones presidenciales, Brasil renovó los 513 miembros de la Cámara de Diputados y un tercio de las bancas del Senado. El Partido Liberal (PL) hizo una histórica elección legislativa, logrando consolidar una bancada de 99 diputados y adquiriendo por primera vez en 25 años el control del Senado.

El potencial peligro para la administración de Lula radica en que el Partido de los Trabajadores, aún contando los votos de grupos políticos aliados en el organismo, no reúne los 180 votos necesarios para frenar un juicio político. E incluso si lo hiciera, el PL tiene el poder suficiente como para convertir el proceso de impeachment en un verdadero estorbo para la gestión de Lula.

El mejor ejemplo, por cercanía regional y temporal, es lo sucedido en Perú con la destitución de Pedro Castillo el pasado diciembre. La aprobación de la moción de vacancia que destituyó a Castillo estuvo fundada en un abuso de poder que ejerció el entonces presidente al intentar disolver el Congreso. Sin embargo, previo a eso, la oposición lideró dos intentos de destitución alegando una rebuscada justificación basada en un término constitucional ambiguo. Si el Partido Liberal de Brasil enfoca sus esfuerzos en boicotear el gobierno petista, las posibilidades de concretar la agenda que se ha propuesto Lula se reducen considerablemente.

El peso de la expectativa

Antes hablaba de que la legitimidad del programa político de Lula descansa en los éxitos de sus dos primeros mandatos. En 2010, el mandatario brasileño fue declarado ‘campeón global’ de la lucha contra el hambre por el Programa Mundial de Alimentos (PMA) y la Organización de la ONU para la Agricultura y la Alimentación (FAO). Según observaron estos organismos de Naciones Unidas, políticas como el programa Hambre cero y el aumento del salario mínimo lograron que el 93 por ciento de los niños y el 82 por ciento de los adultos en Brasil tuvieran al menos tres comidas al día.

Además, la recuperación social tuvo una rapidez excepcional con Lula. Durante los 8 años de su gestión, más de 28 millones de personas salieron de la pobreza y pasaron a engrosar las filas de una clase media con una calidad de vida digna. El salario mínimo aumentó un 53, 3 por ciento en términos reales, es decir, al margen del factor inflacionario. También se incrementó la duración media de la escolarización, que aumentó de 6 años en 1995 a 8 en 2010.

En la región del nordeste, de donde Lula es originario, la malnutrición infantil retrocedió un 74 por ciento. Ese increíble porcentaje, aunque parezca un número más, es una de las razones que llevaron a la región a votar contundentemente por Lula en las elecciones de 2022. En estados como Maranhão, Piauí o Bahía, Lula se impuso en segunda vuelta con más del 70 por ciento de votos.

Muchos de los niños que dejaron atrás el hambre durante los primeros dos gobiernos de Lula son jóvenes mayores de edad que asistieron a las urnas y votaron con memoria. También con el estómago vacío, porque Brasil atraviesa una epidemia de hambre. Según un estudio desarrollado por la Red Brasileña de Investigación en Soberanía y Seguridad Alimentaria, más de la mitad de los habitantes del país sufren algún tipo de inseguridad alimentaria.

El informe En Brasil, comer es un acto de resistencia de The Brazilian Report, revela que 36 de cada 100 brasileños carecen de los medios para comer al menos una vez al día. Josué de Castro, uno de los principales teóricos que estudia la inseguridad alimentaria en Brasil, describe el hambre en el país como una “enfermedad crónica” provocada por los altísimos niveles de concentración de riqueza y la falta de políticas estatales destinadas a garantizar una redistribución justa.

En este contexto, el Gobierno de Lula da Silva llega con una carga muy pesada sobre sus hombros. Lo cierto es que, aunque las dos décadas que pasaron desde el inicio del primer mandato de Lula no han sido en vano, la añoranza aglutina grandes expectativas sobre los cambios en la calidad de vida de la población más empobrecida que traerá consigo esta tercera presidencia. Lula, además, no dudó en asumir explícitamente la erradicación del hambre como meta principal de su gobierno. «Nuestro compromiso es terminar con el hambre otra vez», dijo en su primer discurso en Sao Paulo luego de ganar el balotaje presidencial contra Bolsonaro.

Con esto, el nuevo presidente de Brasil se une a su homólogo colombiano en la dura tarea de estar a la altura de la esperanza. Mientras Gustavo Petro se propone alcanzar la paz, Lula da Silva apuesta por la erradicación del hambre. Resta ver si la realidad está a la altura de tales anhelos.

Asalto a Brasilia

Los primeros días de 2023 en Brasil estuvieron protagonizados por grietas en la solidez institucional del régimen democrático que son, como mínimo, sumamente preocupantes.

El primero de enero tuvo lugar la ceremonia de traspaso de poderes, donde Lula asumió formalmente como el nuevo Jefe de Estado de Brasil. Jair Bolsonaro se negó a asistir a la ceremonia de investidura, por lo que los atributos presidencial­es fueron entregados por un grupo de miembros de minorías y activistas de la sociedad civil.

Una semana después, miles de militantes bolsonaristas atacaron los edificios sede de los tres poderes en Brasilia: el Congreso, el Palacio de Planalto y el Supremo Tribunal Federal. Los violentos manifestantes asediaron durante cuatro horas los edificios públicos, causando enormes destrozos y agrediendo a efectivos policiales que intentaron contener la revuelta.

Los seguidores del expresidente derechista reclamaban un golpe de Estado que destituyera a Lula, un acto calificado de ‘terrorista’ por la presidenta de la Corte Suprema, Rosa Weber. Al menos 400 personas fueron detenidas por participar de los disturbios que provocaron la pérdida de varias obras de arte del archivo histórico nacional que se encontraban expuestas en los edificios.

El episodio fue condenado por la gran mayoría de mandatarios de la región incluyendo el presidente estadounidense, Joe Biden. El ataque guarda ciertas similitudes con el asalto al Capitolio de Estados Unidos en 6 de enero de 2021, aunque aquel evento se produjo con el objetivo de interrumpir la ceremonia de certificación de votos que estaba teniendo lugar en el Congreso.

En el caso de Brasil, Lula ya estaba en pleno ejercicio de poderes como nuevo jefe de Estado, por lo que pudo dar respuesta inmediata a los eventos en Brasilia. Desde la localidad de Araraquara, en Sao Paulo, donde estaba de visita por unas inundaciones, el presidente decretó la intervención federal de los organismos de seguridad de la capital brasileña hasta el 31 del mismo mes.

La violencia que evidencian las imágenes del asalto a Brasilia ofrece un panorama poco alentador sobre la futura articulación con los sectores de la sociedad sumidos en las lógicas violentas de la ultraderecha. Aunque el Partido Liberal y Bolsonaro se desligaron públicamente de las acciones de los manifestantes, no dejan de alimentar discursos peligrosamente grises en los que el sistema se vuelve ineficiente y corrupto si su gestión está a cargo de cualquier otra propuesta política. En pleno auge de la globalización, la posibilidad de que estos argumentos extremistas sean exportables empieza a marcar la necesidad de elevar el análisis de estos fenómenos a un plano menos limitado por las fronteras nacionales.

Fuentes consultadas

Audi, Amanda; Berti, Lucas; Coutinho, Caroline; Chiavassa, André. (2022). In Brazil, eating is an act of resistance. The Brazilian Report. https://brazilian.report/society/2022/05/26/hunger-eating-resistance/

Goldstein, Ariel Alejandro. (2012). Liderazgos de oposición al primer gobierno de Lula da Silva: el caso del PSDB. Memorias: Revista digital de historia y arqueología desde el Caribe colombiano, (17), 59-101.

Laclau, Ernesto. (2005). La razón populista. México: Fondo de Cultura Económica.

Rocha, Geisa Maria. (2010). ¿Cuál es el balance social de Lula? Le Monde Diplomatique.

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