Por Juan Luis Fernández @juanlu_FL y Vicente Rodrigo @_VRodrigo

Vivimos unos meses donde confluyen grandes citas como las elecciones europeas con la acumulación de distintas citas regionales y nacionales, como es el caso de España. Este contexto hace que la comunicación política haya cedido gran protagonismo al marketing electoral. Sin duda, motiva a que los representantes se dirijan a los representados de una forma cada vez con más impacto, con un foco claro en la propia cita electoral.

Podríamos decir que los materiales comunicativos, como los carteles o los eslóganes de campaña, nacen con una obsolescencia programada: dirigidos a alimentar campañas que posicionan mensajes de ávido consumo, dirigidos a buscar un espacio entre la volatilidad del electorado y sacar rédito de márgenes cada vez más estrechos.

El debate no es nuevo, pero se ha intensificado con la entrada en juego de los populismos y de partidos que cuestionan los consensos más básicos. En su reciente libro, Comunicación Política, Enrique Gil-Calvo describe en términos comunicativos las causas y efectos de las sucesivas olas democratizadoras del siglo XX, así como las crisis que se interceden entre unas y otras. En este sentido, Gil-Calvo señala al marketing como supuesto culpable de la desconexión entre ciudadanos y partidos y de la consecuente crisis de la democracia representativa.

Según esta hipótesis, las policies cederían su espacio al dato mal usado o a las mentiras virales que buscan desprestigiar al rival. No en vano, uno de los considerados como acuñadores del término marketing político, Dennis Lindon, decía que se trataba de “definir de los objetivos y los programas (de los políticos) y de influir en los comportamientos de los ciudadanos”.

Ilustración: Alberta @alberta_pv

Pero no conviene demonizar un sector como el de la comunicación política. En los primeros años del siglo XX, el origen del marketing político en EE. UU. fue fruto precisamente de la necesidad de rendir cuentas en un sistema donde las primarias y la multiplicidad de elecciones eran una constante. A ello le sucedieron décadas de innovación en comunicación política y electoral.

El marketing político no solo puede ser visto como un instrumento unidireccional y cortoplacista. La supuesta obsolescencia se puede revertir si los actores políticos hacen un esfuerzo por cambiar sus actitudes y las propias reglas del juego, haciéndolas más flexibles. En definitiva, perder el miedo a innovar.

Este debate podría ilustrarse con dos de los elementos electorales más clásicos: los debates televisados y los carteles electorales. Se tratan de dos formatos que han cambiado muy poco en décadas, a pesar de las nuevas tecnologías y las generaciones nativas digitales.

En ocasiones son los propios instrumentos que, de no ser renovados, constituyen barreras a la innovación. Así, la cartelería impone grandes limitaciones: son materiales concebidos para ser situados sobre espacios predeterminados, a actores preseleccionados y durante un espacio muy corto de tiempo.

En España, partidos como Ciudadanos o Más Madrid han optado por nuevos formatos, desde el holograma o los balcones de los simpatizantes, hasta la confección de imágenes que cubrían fachadas de edificios, de manera innovadora y similar a las estrategias de comunicación de grandes marcas. Todo ello suscitando las críticas de sus rivales por no adecuarse a la norma.

Por otra parte, los debates electorales, lejos de ser un espacio de diálogo y rendición de cuentas, siguen siendo un formato donde predominan las proclamas y lo calculado al milímetro. Tanto, que son formatos de campaña que se evalúan más por lo que puedan reportar en campaña que como un compromiso por la rendición de cuentas.

Así, la comunicación periodística debería evolucionar apostando por nuevos medios, como los digitales, en las que no solo participen los candidatos sino sus propias comunidades. Involucrar a cada vez más actores para que los partidos recobren parte de la legitimidad perdida.

Como decíamos, no solo es una cuestión de actitud. La interpretación que los entes supervisores que, con toda legitimidad, han hecho de la legislación electoral ha puesto de manifiesto la necesidad de flexibilizarla. No solo incorporando nuevos formatos sin tanto ojo crítico, sino cambiando los tiempos. No tiene sentido que la comunicación electoral se restrinja a unas pocas semanas, cuando siempre hablamos en un entorno de “campaña permanente”.

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