Por Roberto Rodríguez Andrés, @rob_rodriguez_a Profesor asociado de la Universidad Pontificia Comillas y la Universidad de Navarra y socio de MAS Consulting Group.

Con frecuencia, académicos y profesionales de la comunicación política suelen echar la vista atrás para encontrar en las sociedades clásicas las raíces de esta práctica. Y en este contexto, es frecuente aludir a antecedentes como la “Retórica” de Aristóteles, el “Breviario de Campaña Electoral” de Marco Tulio Cicerón o “El Príncipe” de Maquiavelo, entre otros.

Sin embargo, en esta vuelta a los clásicos pocas veces se hace mención al fenómeno persuasivo para referirse a la comunicación que llevan a cabo los políticos. Algo que debería parecernos extraño, por cuanto la persuasión, estudiada por numerosas disciplinas desde la antigüedad y hasta nuestros días, está en la esencia misma de la comunicación política y de cualquier otra práctica relacionada con la conquista de las voluntades de los seres humanos.

La realidad es que son contados los casos en los que políticos o profesionales de la comunicación política utilizan la palabra “persuasión” para definir su trabajo. ¿A qué se debe este escaso uso? Principalmente a que el término se ha ido llenando de connotaciones negativas a lo largo de los siglos, no sólo entre la academia sino también en el lenguaje coloquial. Con frecuencia, la persuasión ha quedado unida a fenómenos como la manipulación o la mentira, al hecho de ser sibilinos y tener intenciones ocultas, a tratar de ganar la voluntad de los seres humanos por medios arteros y procedimientos poco éticos.

Parte de la culpa de esta noción negativa de la persuasión la tiene el haber puesto el foco de esta acción sólo en los resultados. Se ha tendido a conceptualizar la persuasión como un proceso que puede recurrir a cualquier método de influencia para lograr sus objetivos, entre ellos, el miedo, las amenazas, la mentira o las apelaciones irracionales. Se ha puesto más el foco en el efecto de la “acción de persuadir” (conseguir lo que uno desea) que en el camino recorrido para alcanzarlo. En definitiva, nos hemos fijado más en el “fin” que en los “medios”. Y esto ha hecho confundir la persuasión con otros procesos que, compartiendo el objetivo final de influir sobre los seres humanos, son sin embargo muy distintos en cuanto a los métodos que emplean para lograr ese objetivo.

Pero la persuasión no puede ser vista sólo desde este prisma de los resultados, porque eso contribuye a seguir difuminando la naturaleza de este fenómeno. Por el contrario, reivindicar el verdadero concepto de persuasión y utilizarlo como fundamento de la comunicación política puede enraizar con una dimensión ética de esta actividad y contribuir a solucionar muchos de los problemas e indefiniciones que la acechan actualmente.

Persuasión e influencia

Lo primero que debe plantearse a la hora de hablar de la persuasión es que es un tipo concreto de comunicación. Y como acción comunicativa, está vinculada por tanto con la naturaleza social del ser humano y con la noción de compartir con el prójimo conocimientos y realidades que les son comunes.

Pero a diferencia de otros tipos de comunicación, en la persuasión el objetivo no es sólo transmitir o compartir información o conocimientos. Existe en la persuasión una intención por parte del emisor de influir sobre los demás, de provocar un cambio de comportamiento o de opinión, de moverles a la acción. Eso es, en definitiva, lo que se busca en la comunicación política. Puede haber un fin informativo o pedagógico en los esfuerzos comunicativos de los políticos, pero su fin primordial es más “pragmático”, por cuanto intenta influir sobre los demás, principalmente para conseguir su voto.

Es precisamente la intención lo que permite diferenciar entre la persuasión y la mera influencia. Para influir no es necesario que haya una intención: una persona puede hacerlo involuntariamente, sin ser consciente de ello. Sin embargo, para que haya persuasión tiene que existir una clara intención de ejercer esa influencia sobre los demás. Por eso precisamente puede afirmarse que la comunicación persuasiva debe ser definida más en virtud de la intención que por el resultado de la acción.

Y al ser un proceso comunicativo, la persuasión es, necesariamente, bidireccional. Tanto el emisor como el receptor son partícipes a partes iguales del proceso. Uno y otro pueden intervenir en igualdad de condiciones. Por eso no cabe en la persuasión el recurso a la fuerza o a la violencia para obligar al otro a seguir lo que se le propone, porque entonces dejaría de serlo para convertirse en coacción. En el fondo, persuadir obligando supone un contrasentido. O se persuade, respetando la libertad de los receptores a seguir o no lo que se les plantea, o se coacciona, obligándoles a obedecer lo que se les pide, pero no ambas cosas al mismo tiempo. Y este criterio es el que permite reivindicar los sistemas democráticos como sistemas persuasivos en contra de los autoritarios, que basan su poder en la coacción.

¿Razón o emoción?

En segundo lugar, la persuasión debe entenderse como una amalgama de razón y emoción, que es precisamente lo que permite distinguirla de otros dos fenómenos con los que a menudo se la confunde, que son la convicción y la seducción. Y quizá este es uno de los puntos más importantes a la hora de valorar la naturaleza persuasiva de la comunicación política.

La convicción es un proceso racional: se convence con razones y, por tanto, se dirige sobre todo al intelecto de los seres humanos. ¿Es esto lo que pretenden los políticos en campaña? ¿Se puede decir que buscan “convencer” al electorado? Deberíamos decir que no, porque su objetivo va más allá, ya que lo que se busca en la comunicación política de forma preferente es actuar sobre el comportamiento. Y para ello el político no puede quedarse sólo en el plano de las razones sino que debe utilizar también los sentimientos, la vía emocional, el llegar al corazón de los receptores para movilizarles a la acción. Y esa mezcla entre razón y emoción es precisamente lo que define a la persuasión.

Lo que ocurre es que, a veces, el persuasor puede caer en la tentación de recurrir sólo a las emociones para conquistar más fácilmente la voluntad de los seres humanos, prescindiendo así de la razón. En este caso, ya no cabe hablar de persuasión sino de seducción.

¿Y qué caracteriza la comunicación política en la actualidad? Podríamos decir, como ha sido subrayado ya en numerosas ocasiones en estas últimas décadas, que los políticos se han decantado en los últimos años más por la seducción que por la persuasión, quizá porque han visto que esa vía emocional es mucho más efectiva para lograr su objetivo. La emoción ha conseguido imponerse a la razón y a ello ha contribuido de forma decisiva la irrupción de la televisión, que se ha convertido en el principal medio para la política. Un medio que vehicula las emociones como ningún otro gracias a la fuerza de la imagen y que, según la academia, ha conducido a una situación de espectacularización de la política, de creciente pasividad entre los electores y de potenciación del personalismo y del populismo por encima de los partidos y las ideologías. Además, las recientes investigaciones en neuromarketing, que han venido a probar científicamente el gran peso que tienen las emociones en el comportamiento humano, han reforzado también las tesis de quienes consideran que debe ser la emoción el principal vehículo de la comunicación política.

Se ha generado así un debate, centrado a veces en forma de controversia entre academia y profesión, en torno al uso de la razón y la emoción en la política. Un debate que, en esencia, no es muy distinto al que ya mantuvieran en la Grecia clásica Platón y los sofistas; unos abogando por la racionalidad en el discurso político; y otros decantándose por los sentimientos por ser, según su criterio, mucho más eficaces a la hora de mover a los seres humanos. Y con el paso de los siglos, y sobre todo a partir de la Ilustración, se ha ido asentando una visión racional y platónica de la política, que ha llevado en el fondo a una condena de las emociones.

En este punto, se debe reivindicar la naturaleza de la persuasión desde una perspectiva integradora, porque es esta perspectiva la que permitirá proponer una posible solución a esta permanente visión enfrentada entre razón y emoción. La comunicación política, como comunicación persuasiva que es, debe ser la combinación de ambos factores. En política no se trata sólo de convencer racionalmente a los electores sino que se necesita también movilizar a la acción, pues acción es optar por un determinado partido en las urnas. Y ahí entran en juego las emociones, que no han de ser vistas por tanto como algo dañino o poco ético para las democracias, pero tampoco como única vía para conquistar más fácilmente la voluntad de los ciudadanos a través de la seducción.

En definitiva, ésta fue la postura que ya defendiera Aristóteles como modo de terciar en la polémica entre Platón y los sofistas, y es la que debería ir ganando terreno tanto en el ámbito académico como profesional. Y todo ello, además, en un contexto de cambio en las formas de comunicación. Las nuevas tecnologías, que están permitiendo atisbar el paso del clásico modelo unidireccional de comunicación política propiciado por la televisión a otro bidireccional, en el que políticos y ciudadanos intercambian información y se escuchan mutuamente, pueden facilitar la vuelta a modelos de comunicación más basados en la persuasión que en la mera seducción.

La ética de las campañas de ataque

En tercer lugar, tampoco debe confundirse la persuasión con la disuasión. La primera busca mover a la acción, mientras que la segunda persigue todo lo contrario, es decir, desmotivar un comportamiento, que alguien deje de pensar o de hacer lo que tenía pensado. Por ejemplo, que deje de votar a un partido o a un candidato.

Y a la vista de la experiencia, podría pensarse que la comunicación política contemporánea está a veces más centrada en disuadir que en persuadir, en atacar al adversario que en proponer alternativas. Las campañas de ataque y la publicidad negativa se han convertido hoy día en habituales en cualquier elección. Es más, las campañas se están tornando cada vez más negativas e incluso deshonestas, incluyendo como objeto de ataque no sólo cuestiones de índole política sino también de la vida privada de los candidatos.

Debe enfatizarse que subrayar los puntos débiles del oponente no es algo negativo o poco ético. Entra dentro de la lógica democrática. Por tanto, no debemos caer en la tentación de considerar todas las campañas negativas o de ataque como algo poco ético o que haya que evitar en la comunicación política. El problema se presenta cuando lo que se busca es exclusivamente la denigración y el ataque desleal al adversario, que por otra parte es lo más común últimamente. Este criterio es el que ha utilizado la academia para considerar deplorable la publicidad negativa o las campañas de ataque que persiguen sólo la destrucción del rival o que recurren a la mentira o al miedo irracional hacia él y, en el lado contrario, aceptables las que aportan discusión sobre aspectos políticos, por cuanto proporcionan a los votantes información contrastada, tanto positiva como negativa.

En cualquier caso, y más allá de estas consideraciones éticas, subyace en este debate otro aspecto muy relevante, que enlaza directamente con las diferencias entre la persuasión y la disuasión. El atacar a un rival no supone de forma inmediata que quienes le apoyan dejen de hacerlo y pasen a apoyar al partido que lanza el ataque. Muchos partidos hacen publicidad negativa contra un rival pensando que recogerán automáticamente para sí mismos los frutos de esa acción. Sin embargo, un elevado número de estudios han probado que aquellos mensajes negativos que proponen, además de los ataques contra el rival, soluciones y respuestas a las situaciones denunciadas, se consideran más efectivos que los que incluyen única y exclusivamente la información negativa. En definitiva, estas investigaciones vienen a corroborar que la sola disuasión no es persuasión, y que ésta, en cuanto que incluye la propuesta de comportamientos o creencias alternativas, es más comunicativa y también más eficaz para conseguir los resultados deseados.

Desterrar el uso de la mentira

En cuarto lugar, la persuasión entraña un acto de sinceridad por parte del emisor, manifestando abiertamente que tiene intención de influir sobre sus receptores. Si las intenciones permanecen ocultas o disimuladas ya no hay persuasión sino manipulación.

Manipular ocultando la intención de influir ha sido muy común a lo largo de la historia. Fue el caso de la denominada “propaganda negra” durante la Segunda Guerra Mundial, en la que se escondía la autoría del mensaje para dotarlo de mayor credibilidad. Y, en cierta medida, aún quedan restos de estas prácticas en las sociedades actuales, por ejemplo cuando se quieren disimular mensajes intencionales bajo la apariencia de informativos, incluyendo aquí el permanente intento de muchos políticos de manipular o controlar a los medios.
Pero no hay mayor ocultación de las intenciones que cuando se usa la mentira, que es uno de los mayores riesgos que se ciernen sobre los sistemas democráticos. El manipulador oculta sus verdaderos propósitos engañando a los ciudadanos con aquellos mensajes que considera más pertinentes para tenerlos controlados y sumisos, causándoles así un perjuicio por cuanto se les priva de tener todos los datos para obrar libremente.

Y de ello se deriva una importante consecuencia también en términos de respeto a la dignidad del ser humano. Quien manipula trata al otro como un objeto, lo cosifica, pasa a ser un simple medio que puede manejar a su antojo para conseguir sus fines, como ganar unas elecciones o mantenerse en el poder. Sin embargo, quien persuade, trata al otro como un sujeto, respetando su libertad. Y esa debe ser la esencia de la comunicación política.

Reivindicando la persuasión como fundamento de la comunicación política

Tras todas estas consideraciones, y en base a la revisión multidisciplinar del concepto de persuasión a lo largo del tiempo, podríamos concluir definiéndola como “aquella comunicación intencional en la que un emisor, sin ocultar su propósito, trata de influir deliberadamente sobre los demás para que crean o hagan algo en el ámbito político utilizando para ello elementos tanto racionales como emocionales, respetando siempre la libertad de elección de éstos y descartando el empleo de la mentira y de cualquier forma de violencia o fuerza tanto física como psíquica para conseguir sus fines”.

Mientras que la seducción, la coacción o la manipulación son procesos unidireccionales, que someten al receptor sin discusión, la persuasión sólo puede sustentarse en la participación activa tanto del emisor como del receptor, dando paso a la bidireccionalidad. Los ciudadanos no son simples votantes o medios para ganar unas elecciones. Son considerados como iguales, activos y co-partícipes del proceso. El bien común, y no sólo el beneficio del político, cabe entonces en esta consideración de la comunicación persuasiva política. Una persuasión, en definitiva, libre de connotaciones negativas, que guarda íntima relación con una concepción ética de la política y que sirve también para recuperar para nuestros días planteamientos clásicos que se habían ido difuminando, cuando no perdiendo, con el paso del tiempo.

Profesionales y académicos deben explorar más y enriquecer el carácter persuasivo de la comunicación política. La persuasión es necesaria en la política, por más que el empleo de este término despierte recelos o prefiera ser sustituido por otras nociones más neutras. Y lo es mucho más en la actualidad, cuando con frecuencia se alude a que los políticos no representan a los ciudadanos, que mienten o manipulan, o que sólo velan por sus intereses sin acordarse de los electores más que cuando hay comicios en el horizonte. En definitiva, la fundamentación persuasiva de la comunicación política permitirá dar solución a muchos de los interrogantes que siguen vigentes en esta disciplina, permitiendo a los políticos ser más eficaces a la hora de influir sobre los ciudadanos y, a la vez, contribuyendo a la mejora de las democracias.

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