Por Alberta Pérez, @alberta_pv
Buscamos referentes de forma insaciable. Desde que nacemos, nos basamos en nuestro entorno familiar para obtener nuestras primeras lecciones de vida. A falta de experiencias, convertimos a nuestros padres en nuestros primeros guías, los observamos, buscamos su aprobación y nos cobijamos bajo la protección de su verdad absoluta. Comprende una tranquilidad enorme el tener algo o a alguien que nos dé pistas de que estamos haciendo las cosas bien.
Como una pieza de cerámica, (aunque un kebab también nos serviría como objeto menos romántico de la metáfora) empezamos siendo una masa blanda y pegajosa, sin una utilidad concreta, sin características notables, solo una mezcla de agua y tierra en proporciones variables con una asombrosa cualidad plástica. Llegamos al mundo y comenzamos a girar, año tras año, dejando que el entorno nos module. Adquirimos funcionalidades, una imagen, una forma de ser mientras nos endurecemos y agrietamos con el paso del tiempo y al calor del sol. Poco a poco nos pulimos y existimos, resultando en una estructura cada vez más sólida, cada vez más frágil.
En este proceso de modulación, que comienza a muchos niveles con nuestros progenitores, pasamos, según adquirimos conciencia, por una variedad de referentes diversos, generalmente todos ellos idealizados en mayor o menor medida: cualidad esencial de toda aspiración. Y si hay alguien que sabe de idealización y deformación, esos son los medios de comunicación y las redes sociales, encargados de producir personalidades públicas que sacien nuestra hambre, quizás un tanto infantil, de renovar referentes perfectos. Todo dentro de un ámbito fugaz que nunca duerme, donde la información se presenta de manera escueta y contaminada. Un terreno hostil, masificado y subyugado a la imagen, que encorseta a sus participantes mediante el escrutinio público, donde hay que sobrevivir si uno quiere permanecer en la conversación social.
EE. UU. le ha dado el palo indio a la joven poetisa Amanda Gorman, cuya corta edad (nació el 7 de marzo de 1998) no le ha impedido participar en la toma de posesión de investidura de Joe Biden o amenizar el descanso de la Super Bowl. La exposición mediática le ha otorgado el turno de palabra, y se suma así a la lista de jóvenes mujeres que han cedido su imagen al activismo, como Malala Yousafzai o Greta Thunberg. Joven, guapa y con talento, ella no tiene la culpa de cumplir con los estándares necesarios para ser escuchada con «toda la atención del mundo» en esta era de la imagen. Ella no tiene la culpa de que la conviertan en referente de todo, en el ejercicio de idolatría que llevan a cabo los medios de comunicación y redes sociales al construir personalidades públicas. Hoy en día, y con 22 años, esta chica no solo es poeta. En menos de dos meses ya representa en todo el mundo la lucha de derechos a favor del feminismo, la igualdad racial y ya se ha convertido – o la han convertido- en un icono de la moda. Solo hace falta teclear su nombre en Google para saber (comprar no, porque ya están agotadas) qué prendas ha vestido en las ya mencionadas apariciones públicas que ha hecho recientemente. La mujer y su cuerpo, que le pregunten a Simone de Beauvoir o a Britney Spears.
Esperemos que entre sus múltiples virtudes se encuentre la fortaleza de soportar la presión mediática y sus exigentes expectativas. Expectativas que ya existen y la esperan, porque en el fondo ya sabemos lo que queremos escuchar. Porque ella ha sido la elegida para decir lo que queremos oír, ser eso en lo que nos gustaría convertirnos y hacer lo que todos deberíamos hacer.
Y es que somos incapaces de dejar algo tranquilo cuando está bien. Tenemos que hacerlo nuestro y exprimirlo, lo que siempre me recuerda al relato ‘Donde viven los monstruos’, de Maurice Sendak, cuando Max, el niño protagonista decide volver a su casa y sus amigos los monstruos, apenados, le dicen entre lágrimas algo así como: «Por favor no te vayas, te comeremos, te queremos tanto.»
Es la gran incongruencia de nuestro mundo actual, donde no se quiere, se devora al individuo, siempre y cuando su persona se sustente en la aprobación colectiva, incluso aunque lo que defienda sea la diferenciación. Pero quizás sea esta la única forma de que algún día lleguemos a entender el mensaje que yace bajo todo este trajín: aceptar y respetar al prójimo como iguales, aunque seamos diferentes.
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