El secuestro ha sido durante décadas una táctica muy utilizada por grupos terroristas y criminales de todo el mundo. Las características de este método de extorsión lo convierten en un atractivo recurso terrorista para obtener réditos económicos y políticos, al plantear complejos desafíos a víctimas y gobiernos. La privación de libertad de seres humanos permite al secuestrador explotar el enorme impacto psicológico de tan dramática coyuntura tras la sorpresa y conmoción que acarrea esta forma de terrorismo. Como escribió Brian Keenan en An Evil Cradling, obra en la que relató el calvario de cuatro años y medio al que logró sobrevivir tras su secuestro por terroristas libaneses en Beirut en 1985, “Un secuestro es una soledad mortificante. Hay un silencio que te desgarra desde las entrañas hasta la desesperación. Un secuestrado es un hombre que se aferra al límite del horror y que siente cómo, poco a poco, ya no puede más”.

Rogelio Alonso, Profesor titular de Ciencia Política, Universidad Rey Juan Carlos.

El control de la comunicación emerge como una importante variable para la gestión de secuestros terroristas, pues la toma de rehenes plantea a los gobiernos auténticos dilemas al enfrentarse a encrucijadas políticas y morales que a menudo solo permiten resoluciones imperfectas. Aunque cada secuestro manifiesta unas particularidades que requieren especial consideración, el análisis empírico demuestra ciertas consis­tencias en los comportamientos de los secuestradores. La experiencia antiterrorista ofre­ce asimismo útiles lecciones sobre el papel de gobiernos y medios de comunicación en este tipo de crisis. Debe subrayarse la re­levancia que cobra el papel de los medios de comunicación durante un secuestro, pues como escribió el historiador Walter Laqueur, “el acto terrorista por sí solo no es nada prácticamente, mientras que la publicidad lo es todo”. En numerosos secuestros los medios han facilitado al terrorista un útil altavoz a través del cual han ejercido directamente su coacción sobre familias, opinión pública y gobiernos. Frente a quienes utilizan la libertad de expresión como pretexto para exigir un intenso papel de los medios, puede argumentarse que el ejercicio del periodismo debe guiarse siempre por una responsabilidad aún mayor en coyunturas en las que la vida de seres humanos corren peligro.

A menudo el rehén, sometido a una tremenda angustia, reproduce a través de los medios las exigencias del secuestrador, condicionando a la opinión pública mediante un relato estremecedor. El secuestrador explota el terrible impacto psicológico que produce el testimonio de un ser humano aterrorizado y privado de libertad. Este mecanismo le permite al criminal transferir injustamente al gobierno la responsabilidad de la liberación de los rehenes. Por ello, una cobertura mediática desproporcionada que ignore las intenciones de los secuestradores amplificará la com­prensible reacción emocional de familiares y conciudadanos, contribuyendo a aumentar la presión sobre los gobiernos y a elevar el precio del rescate por parte de quienes han desencadenado la tragedia.

El secuestrador establece deliberadamente una relación con diferentes actores –rehenes, familiares, opinión pública, fuerzas de seguridad, servicios de inteligencia y gobierno- de manera que la respuesta de cualquiera de e­llos incide sobre la del resto. Esta relación en tan enrevesadas circunstancias reclama una hábil gestión gubernamental que, sin embargo, no siempre se da. Ante la sensación de vulnerabilidad e impotencia del Estado que el terrorista busca generar, aquél debe enfatizar su capacidad y voluntad de rechazar inadmisibles extorsiones. De lo contrario, la debilidad manifestada podrá ser explotada por el terrorista en ese mismo secuestro o en otros. Sin embargo, una actitud de ese tipo en ausencia de una adecuada pedagogía tiene el potencial de suscitar críticas por parte de la opinión pública.

La compleja problemática obliga al gobierno a mantener una intensa atención a las familias de los secuestrados, consciente de que el te­rrorista pretende contraponer los intereses de ambos mediante tácticas que a menudo también involucran a medios de comunicación. En modo alguno debe aceptarse la difusión de res­ponsabilidad y la transferencia de culpa que el terrorista desea trasladar al gobierno mediante el secuestro de sus ciudadanos y a las que familiares y periodistas pueden contribuir si incurren en irresponsables pero lógicos comportamientos fruto de la coacción terrorista. Conviene pues que la actuación gubernamental aborde la coordinación de procedimientos con periodistas que en semejante circunstancias deben ejercer su función social con ejemplar responsabilidad.

El poder de la información se acrecienta en contextos en los que el criminal recurre a una táctica como el secuestro definida por su búsqueda de publicidad, requiriendo en consecuencia una gestión apropiada de quienes también están en el foco de los terroristas. Los medios de comunicación son inevitablemente un canal a través del cual el terrorista plantea sus exigencias y su intimidación, reclamándose por parte de aquellos una madurez que evite facilitar al terrorista instrumentos con los que ejercer con mayor eficacia su amenaza sobre las víctimas directas -los rehenes- e indirectas -la sociedad en su conjunto-.

Sirva de ejemplo para ilustrar esta presión el secuestro del británico Kenneth Bigley, a­sesinado por terroristas yihadistas en Irak en 2004, que antes de ser decapitado se dirigió así al primer ministro de su país: “No ha hecho nada por ayudar”. Sus palabras evocaban las del estadounidense David Jacobsen, secuestrado en Líbano en 1985, que valoró del si­guiente modo a la administración Reagan en un vídeo realizado por sus captores: “Peor que nuestro cautiverio es el saber que nuestro gobierno no está haciendo nada”.

La explotación del miedo y de la desespe­ración de víctimas y familiares por parte de los medios de comunicación agudizó también la disyuntiva entre intereses individuales y estatales durante el secuestro de 53 diplomáticos en la embajada estadounidense de Teherán entre noviembre de 1979 y febrero de 1981. Se repitió también en el secuestro del avión de la TWA en junio de 1985 que culminó con la liberación de los rehenes después de que Israel aceptara excarcelar cuatrocientos presos palestinos y libaneses. Fue este incidente el que llevó a Peter Jennings, de ABC News, a declarar: “Como ciudadano y como periodista me gustaría que en algún momento el presidente dijera: ‘Sí, me preocupan las vidas de 39 americanos, pero soy responsable de la vida de 239 millones de americanos’.”

Este conflicto de intereses y la repercusión que las actitudes de los distintos actores involucrados tienen sobre los secuestradores se apreciaron también durante los secuestros de occidentales en Líbano en los años ochenta y noventa. George Schultz, secretario de estado norteamericano en aquella época, reivindicó una “diplomacia callada” que trasladase a los terroristas un mensaje diferente sobre el valor de sus capturas y que evitase la magnificación de la claudicación que en secuestros previos su propio gobierno aceptó. Sin embargo, este planteamiento contradecía la decisión de Reagan de vender armas a Irán en secreto a cambio de que el régimen iraní utilizara su influencia para liberar a los rehenes retenidos por terroristas libaneses.

Como admitiría años después Ali Hamdan, uno de los intermediarios en las negociaciones de aquellos secuestros, “cuando el gobierno empezó a hacer tratos, los secuestradores incrementaron el precio” complicando la crisis. Raza Raad, otro de los intermediarios, en este caso del gobierno francés, afirmó que tratar con los terroristas era como “regatear en un bazar”. Estas circunstancias provocaron el siguiente comentario por parte de uno de los terroristas de una de las facciones libanesas, y que bien podría aplicarse secuestros más actuales: “Se generó un próspero mercado en el que los intermediarios iban y venían sin parar con maletines llenos de dinero”.

Mientras el secuestrador se afana en ge­nerar contradicciones entre las voluntades de quienes son objetivo de su violencia, el gobier­no no debe renunciar al intento de ganar las voluntades de audiencias que prestan al terrorista su apoyo activo y/o pasivo. La diplomacia privada y pública del gobierno es especialmente necesaria en crisis que en ocasiones exigen la cooperación de diversos Estados y servicios de inteligencia con capacidad de influencia sobre el ámbito del secuestro. El correcto encuadre del secuestro por parte de los medios puede contribuir a contrarrestar parte del daño anhelado por los terroristas, de ahí que deba incidirse en que constituye una injustificable y repugnante violación de los derechos humanos de personas privadas de libertad.

La experiencia revela hasta cuatro opciones estratégicas ante el secuestro que plantean desafíos diversos para la gestión comunicativa de los mismos por parte de los gobiernos. Por un lado, el rechazo a negociar. Esta política, considerada como inteligente por muchos expertos, exige para ser eficaz consistencia en el tiempo y coherencia por parte propia y de países aliados. Así por ejemplo, servicios de inteligencia occidentales han reconocido que el pago de rescates a cambio de rehenes españoles en África repercute negativamente sobre la suerte de otros secuestrados.

Una segunda opción estratégica consiste en la manipulación y el engaño de los secuestradores, exigiendo esta vía tiempo y disposición para asumir un alto riesgo que se multiplica cuan­do los terroristas se atrincheran con un alto número de rehenes ante las Cámaras de televisión. Una tercera opción es la negociación secreta de la que se intenta alejar a medios de comunicación y opinión pública. Se evita así la presión adicional que el gobierno recibe, ocultándose su debilidad al realizar concesiones. Estas cesiones, aunque soterradas, son muy reales para los terroristas y sientan perjudiciales precedentes que se agravan cuando ni siquiera se buscan represalias como las que algunos países intentan tras el pago de rescates. Si un gobierno apuesta por negociar con los secuestradores también debe ser consciente de los costes de su decisión y de la necesidad de un sensible equilibrio en sus actuaciones para limitarlos.

La cuarta opción, la negociación abierta, aglutina múltiples elementos de presión sobre gobiernos que pueden intentar alterar las ex­pectativas de los terroristas ofreciéndoles alguna recompensa como vías de escape seguras. No es esta una perspectiva muy eficaz cuando se afrontan secuestros por parte de terroristas dispuestos a asesinar, a morir y a hacerlo matando, como ocurrió en la planta de gas argelina el pasado mes de enero, en el teatro de Moscú en 2002 o en Beslán en 2004. En esos casos de enorme volatilidad, la negociación como método para influir sobre la forma de pensar y actuar del terrorista resulta limitada. En tan dramáticas situaciones la negociación suele perseguir la división de los terroristas y la adquisición de información como preparación para disponer el asalto, como sucedió en un escenario menos sangriento como el de la embajada de Japón en Lima en 1997.

Por tanto, los secuestros terroristas obligan a los gobiernos a considerar respuestas en las que la comunicación es, sin duda, un elemento decisivo que determinará la eficacia de las mismas y, en última instancia, la vida o la muerte de seres humanos.

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