Por PoIsrael Pastor @IsPast Licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración. Funcionario del Estado

La música pop-rock es hoy un fenómeno de masas y se ha convertido en el paspartú de la comunicación en general y de la política en particular. Desde los años 90, las generaciones que crecieron en ese contexto están accediendo a instancias de poder social, económico… y político. Las “nuevas clases medias”, cuya identidad se ha forjado en el consumo en particular de medios de comunicación y en la cultura popular, legitiman así el sistema político y social. En comunicación política este contexto tiene su utilidad. Se pueden identificar unos usos, unas dificultades y unos peligros de una canción de melodía atractiva y recordable, cuya clave es la trasferencia de contenidos comunicativos de la canción al candidato. Y viceversa.

Mientras que en una composición ad hoc la canción solo transfiere los valores con los que se han compuesto la letra y la música, sobre todo el estribillo y tiene sentido únicamente para ese uso, en la “canción tomada” el candidato debe compartir sus valores. Es decir, un tema ya muy popular o con potencial de serlo, usado sistemáticamente en el marketing electoral de una candidatura compartirá su contenido, popularidad y extensión comercial con los valores políticos y sociales de la imagen de la candidatura. Pero también en el otro sentido.

En 2012, la asociación que agrupa a la industria discográfica estadounidense (RIAA en sus siglas en inglés), publicó un manual para el “uso de música en campañas políticas”. En él se pueden encontrar criterios para su uso en actos de campaña, en los medios de comunicación y específicamente acerca de las letras de las canciones, todo ello haciéndolo depender del contexto al que califica de “crucial”. Detalla la necesidad de licencia en cada uno de los momentos de un acto electoral, desde el momento previo a que el candidato salga al escenario. Es interesante comprobar cómo la RIAA subraya la obligación de obtener previamente la autorización del propietario legítimo de las letras de una canción dado que se podría deducir que el artista haya podido “apoyar al candidato”, en la línea de la trasferencia de intangibles a que me refería antes.

Para que una canción sea pegadiza (es decir, sea recordada en términos emocionales), debe tener una melodía muy marcada. Además, debe tener letras sencillas con un título fácil de retener y de comprender. Una de las más usadas en campañas políticas  en EE. UU. es I won’t back down de Tom Petty. Por eso, es preciso plantearse también la pérdida de eficacia por la repetición y, en consecuencia, la insustancialidad.

Recurrir a la música popular para unir la imagen de un candidato a un título cantado con entusiasmo es una gran tentación. Que el candidato salga a la palestra para pedir el voto al son de versos motivadores del tipo “no pares de pensar en el futuro”, “no nos arredraremos”, “no te rindas”, etc. suele ser muy eficaz. Pero, como veremos, si un asesor de comunicación se deja llevar solo por el ritmo, el tono y un título atractivo puede descuidar el resto de elementos que son, al menos, tan importantes: el resto de la letra, la desautorización antes comentada o, incluso, un demanda legal. Por lo tanto, no solo se diluye ese impacto sino que puede llegar a ser contraproducente.

Destaca también el uso de la música (por lo general jingles) en mítines, eslóganes y anuncios de televisión y radio. En España es muy conocida la música utilizada en los eventos del Partido Popular, compuesto en 1989 por Manuel Pacho, cuyo éxito se basa en “la sencillez y la repetición”, tema que según su autor se entiende “a la primera”. En un partido nuevo, Podemos, su secretario general, Pablo Iglesias, desautorizó el tema compuesto por Joe Crepúsculo al afirmar que “en los actos en los que participo yo, prefiero que usemos Z de Theodorakis, que me gusta mucho más”.

Y es que en el ámbito de la comunicación emocional destacan los cierres de los mítines con la canción preferida del candidato. De igual manera que en los conciertos se suele reservar para el finale el tema más emblemático para que el público se marche con ese recuerdo positivo, en los mítines se hace sonar esa canción que “eleva el tono” del candidato principal y, de ahí, al público, como subraya la asesora de comunicación Imma Aguilar. Por eso, sería contradictorio que los actos de campaña recurrieran a canciones que no conecten con las emociones y los valores del líder al que deben arropar, desbaratando el mensaje. Sería “la maldición de los himnos electorales”, como titulaba un diario online.

Dificultades

El habitual rechazo del rock a la política en España representa una dificultad expresa. Primero porque reduce las posibilidades de elección y, segundo, y más importante, porque deslegitima el uso comunicacional de la música. Cuando la comunidad de músicos rechaza cualquier relación con las candidaturas políticas está incrementando el riesgo de impostura de estas. En consecuencia, aumenta la distancia simbólica entre el mundo musical (y sus valores) y el político (y los suyos).

Desde otro punto de vista, es interesante detenerse en el papel cultural del pop-rock. Una herramienta de comunicación es tanto más efectiva cuanta más capacidad de activar códigos de socialización tenga. La música popular en EE. UU. es plenamente cultural, mientras que en España está en pleno proceso de transición de lo contracultural o lo cultural, pasando por lo acultural . Desde esta perspectiva cabe pensar que se acabarán activando, de alguna manera, los códigos propios del uso “normal” de la música en la vida política (y en las demás), como ya sucede en el mundo anglosajón: cantar en los discursos, hacer referencias al cancionero más conocido o, incluso, una mayor implicación de los músicos y artistas en las campañas electorales.

Por último, no debería recurrirse únicamente una canción en toda la campaña. Puede haber un tema musical principal (generalmente un jingle compuesto ad hoc), pero si algo ofrece la música popular es un amplio espectro de posibilidades de conexión generacional y tribal. Eso lo dan los estilos musicales y los diferentes grupos. Un recurso conocido es disponer del jingle o la “sintonía” del partido interpretada en diversos estilos musicales, como han hecho el Partido Popular y PSOE.

Peligros

Llegados a este punto, ¿a qué peligros se enfrenta la candidatura? En primer lugar, como ya he dicho, se debe evitar usar canciones no autorizadas previamente. Parece obvio, pero esto ha sucedido numerosas ocasiones, al menos en EE. UU.: a los ejemplos ya referidos se pueden añadir en 2016, lanzada las primarias para las presidenciales, la demanda de los representantes de la cantante Adele contra el candidato republicano Donald Trump por usar temas como Rolling in the Deep y Skyfall en sus mítines o el caso de la canción Dream on de Aerosmith o It’s the end of the world de REM. Por el (menos frecuente) lado demócrata Sam and Dave demandaron a Obama por usar su tema Hold on I am coming en su campaña de 2008, a pesar de que hubiera un alineamiento ideológico, pero se trataba simplemente de un uso no autorizado.

Por otro lado, existe el riesgo de confundir dos mensajes complejos: el político, electoral o del candidato, que son intencionados y persuasivos (y por lo tanto más débil), con el de la canción, su música y su letra, que son expresivos y creativos (y por lo tanto más fuerte). Si esa transferencia no se realiza adecuadamente genera confusión, desvirtuando el mensaje principal (el débil, el político). A menudo las letras del rock usan títulos incompletos o que son fruto de paradojas o ironías que en primera instancia pueden sonar bien pero que en el fondo se oponen directamente al mensaje político al que se quiere asociar. De nuevo cabe recordar el caso de Born in the USA, de Bruce Springsteen, canción expresamente antibelicista que Reagan quiso usar en una narrativa patriótica de la derecha estadounidense en 1984.

El uso impostado y artificial de música pop-rock acecha a cierto tipo de candidatos. Solo el que las élites políticas más renovadas se hayan socializado realmente en este tipo de cultura, puede hacer que esa artificialidad quede relegada por la deseada autenticidad. Este hecho además casa bien con la “estética hippie” de parte de la escena posterior a la psicodelia de los 70, ligada a la figura del cantautor.

En resumen, tomar una canción pegadiza de un artista de renombre que apoya una candidatura política es una gran idea para apropiarse de sus valores y sus contenidos comunicacionales, por la vía de las emociones. Pero no está exento de las dificultades. Hemos apuntado el apoliticismo de la música actual y de ahí a su papel cultural que deriva en la posibilidad de un uso artificioso o incluso contraproducente. Y también le acechan algunos peligros como las denuncias por uso no autorizado, la confusión de mensajes y el uso impostado.

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